Tony Hillerman - La Caza

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En 1998, tres bandidos fuertemente armados salieron de los cañones de Four Corners en una camioneta robada. Mataron a un policía, sostuvieron un tiroteo con perseguidores y, finalmente, escaparon a una persecución que llego a reunir a cientos de agentes de más de veinte organismos estatales y federales. El delito y la desatinada investigación del FBI dejaron una secuela de mistenos: ¿Por quó se suicidó uno de los bandidos? ¿Cómo escaparon sus compañeros? ¿Por qué nadie, en una comunidad tan pobre, ha reclamado todavía la enorme recompensa ofrecida por el gobierno? Y, lo que es más confuso aún ¿qué delito iban a cometer cuando el agente Dale Claxton los detuvo, pagando por ello con su vida?
Tony Hillerman encarga este auténtico rompecabezas a sus agentes de la policía tnbal navaja, el sargento Jim Chee y el lugarteniente Joe Leaphom. En la actualidad, el recuerdo de la desafortunada persecución de 1998 permanece dolorosamente fresco.

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– ¿Everett Jorie?

– Exacto. Interesante, ¿no?

– Sí. Déjame pensarlo un poco.

Y lo pensó.

– Eso podría ser un móvil de asesinato, ¿no es cierto?

– Y bastante evidente, creo.

– Qué ironía -comentó Louisa-, si es ésa la palabra correcta. Me recuerda a los documentales sobre la vida salvaje que emiten continuamente por televisión. Los leones abaten una cebra y luego, los chacales y los buitres se aprovechan de su esfuerzo. Sólo que, en este caso, se trata del señor Timms, que quiere cometer fraude con la compañía de seguros, y del señor Gershwin, que quiere ganar un juicio.

– No dice mucho en favor de la humanidad -comentó Leaphorn.

Louisa seguía pensando.

– Seguro que conoces personalmente al funcionario del juzgado, ¿no es así? Si yo llamara al juzgado federal del distrito y preguntara por ese funcionario, seguro que me irían pasando de uno a otro un buen rato, me dejarían en espera y, al final, me dirían que no podían darme esa información, o que tenía que presentarme en Denver y preguntar al juez o algo por el estilo. -Louisa hablaba en un tono un tanto resentido-. Son las ventajas de esa eterna, universal, imperecedera red de viejos amigos. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que conocías al funcionario?

– Lo confieso -dijo Leaphorn-. Pero ya sabes, el mundo aquí es muy pequeño, en este país tan despoblado. Y, si has sido policía tanto tiempo como yo, acabas conociendo a casi todo el mundo relacionado con la ley.

– Supongo que sí -dijo Louisa-. Entonces te dijo que lo miraría en un momento y que enseguida te lo diría, ¿no?

– Creo que se trata sólo de pulsar las teclas adecuadas del ordenador y, entonces, aparece: Jorie, Everett. Demandante, con una lista de peticiones debajo del nombre. Algo así. Me dijo, que el tal Jorie tenía un montón de asuntos en el tribunal federal. Y también tenía una demanda contra nuestro señor Timms, relacionada con la supuesta violación de los derechos de arrendamientos colindantes por uso no autorizado de terrenos de la administración territorial como aeropuerto.

– Vaya, vaya. ¡Qué bonito! El portavoz del Ministerio de Defensa lo llamaría daños periféricos.

– Beneficios periféricos, en este caso -puntualizó Leaphorn.

– Son perjuicios colaterales. Pero ¿y la nota de suicidio? -No olvides que no estaba escrita a mano en un papel -dijo Leaphorn-. Estaba escrita en el ordenador, podía haberla redactado cualquiera. En la última gran persecución, uno de los sospechosos apareció muerto y el FBI declaró que había sido un suicidio. Quizás alguien pensó que los federales repetirían la misma teoría.

Louisa se rió.

– ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues que el truco sencillo y limpio que el señor Timms ha querido llevar a cabo ha despertado en el lugarteniente retirado Joe Leaphorn la idea de que Gershwin ha podido aprovechar la oportunidad para resolver su caso judicial.

– Pues la verdad es que sí -contestó Leaphorn con una sonrisa.

Cerca de la cima del desfiladero Washington, se salió de la calzada y tomó un sendero de tierra que se adentraba en un pinar. Detuvo el vehículo al borde de un precipicio y señaló hacia el este. A sus pies se extendía un vasto paisaje moteado de sombras de nubes y de rayos del sol del mediodía, ribeteado al norte y al este por las siluetas de los oteros y las montañas. Se quedaron al borde del precipicio, mirando.

– ¡Uf! -exclamó Louisa-. Nunca me canso de esto.

– Es mi hogar -dijo Leaphorn-. Emma solía traerme aquí a contemplar todo esto en la época en que debía considerar si aceptar un trabajo en Washington. -Señaló hacia el noreste-. Cuando era pequeño, vivíamos ahí abajo, a unos dieciséis kilómetros de este punto, entre el área de servicio Two Grey Hills y Toadlena. Mi madre enterró mi cordón umbilical bajo un pino piñonero del monte que había detrás de nuestra cabaña. -Soltó una risita-. Emma conocía la leyenda. Es el vínculo que el niño errante jamás puede romper.

– Todavía la echas de menos, ¿verdad?

– Siempre la echaré de menos -contestó Leaphorn.

Louisa lo rodeó afectuosamente con un brazo.

– Allá en el este -dijo-, ese cúmulo de nubes, ¿puede ser el monte Taylor?

– Sí, y por eso, su otro nombre, o uno de los muchos nombres que tiene, es Madre de las Lluvias. Los vientos del oeste ascienden hasta allí, se encuentran con aire más frío, la niebla se convierte en lluvia y las nubes avanzan soltando la humedad antes de llegar a Albuquerque.

– Tsoodzil, en navajo -dijo Louisa-, Montaña Turquesa, traducido; Montaña Oscura para los indios pueblos de Río Grande, y para vosotros, la Montaña Sagrada del Este.

– Y más al norte, a más de sesenta kilómetros, la Ship Rock, que se yergue como un dedo señalando al cielo, y detrás, aquel bulto azul del horizonte, la nariz del monte Ute Durmiente.

– El lugar del crimen-dijo Louisa.

Leaphorn no contestó. Miraba, ceñudo, al norte. Tomó una gran bocanada de aire y lo soltó.

– ¿Qué? -dijo Louisa-. ¿A qué viene ahora esa cara de preocupación?

Leaphorn meneó la cabeza.

– No estoy seguro -dijo-. Vamos a acercarnos a Two Grey Hills, quiero llamar a Chee, a ver si el departamento ha mandado gente o no a comprobar la mina vieja.

– Siempre me pregunto por qué no tienes teléfono móvil. ¿Es que aquí no hay cobertura?

– Hasta que dejé de ser policía, siempre tenía radio en el coche -dijo Leaphorn-. Desde que dejé de serlo, no tengo nadie a quien llamar.

A Louisa le pareció un comentario triste.

– ¿Qué es eso de la mina? -preguntó, mientras se dirigían al vehículo.

– A lo mejor no te lo he contado -dijo Leaphorn-. Chee estaba buscando una antigua mina de carbón de los mormones, abandonada desde el siglo xix, que podía tener una entrada por el cañón y otra desde la cima del otero, por donde podían extraer el carbón sin tener que trepar con la carga cañón arriba. Pensé que podía haber sido el escondite del padre de Ironhand, lo que explicaría todo eso que te contó la vieja Bashe Lady de que desaparecía del cañón y aparecía en la cima.

– Sí -dijo Louisa-. ¿Y crees que esos dos se esconden ahí ahora?

– Sí -dijo Leaphorn-. No es más que una posibilidad. -Giró hacia la izquierda, dejó la carretera y entró en un sendero de tierra lleno de baches-. El camino es malo -dijo-, pero si no se nos rompe nada, son sólo catorce kilómetros. Por la carretera serían casi treinta.

– Eso significa que te urge hacer esa llamada. ¿Quieres decirme por qué?

– Quiero comprobar si Chee ya ha hablado con el FBI -contestó Leaphorn, y se echó a reír-. Es muy quisquilloso con el departamento, enseguida se ofende. Si ya se lo ha comunicado, quiero saber si le han hecho caso.

Louisa esperó, lo miró fijamente y se agarró al pasar por una zona de baches e iniciar una bajada.

– Eso no tiene nada que ver con esa repentina preocupación.

– Es que acabo de acordarme de lo mucho que se interesó Gershwin por la localización exacta de la mina.

Louisa lo pensó.

– Parece razonable. Si alguien te amenaza, querrás saber por dónde anda.

– En efecto -dijo Leaphorn-. Seguramente no hay motivo alguno de preocupación.

Pero no aminoró la marcha.

Capítulo 25

El sargento Jim Chee estaba en su casa móvil, arrellanado en una silla, con el pie apoyado en un cojín encima de la cama y el tobillo envuelto en una bolsa llena de hielo picado. Bernadette Manuelito estaba preparando café, muy callada, porque Chee no tenía ganas de hablar ni de hacer nada.

Había repasado todo lo que había ocurrido en el despacho de Largo, había vuelto a sufrir la humillación de que Cabot le devolviera las fotos de la mina, su sonrisa insidiosa, la despedida fría del capitán Largo, la salida del despacho sin una pizca de dignidad… Y luego, con la mente ocupada en el ultraje, en la indignación, en la vergüenza, no miró por dónde pisaba y tropezó con algo en el aparcamiento, perdió el equilibrio y fue a dar de bruces contra el suelo, con todo el peso en el tobillo lesionado.

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