Tony Hillerman - La Caza

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En 1998, tres bandidos fuertemente armados salieron de los cañones de Four Corners en una camioneta robada. Mataron a un policía, sostuvieron un tiroteo con perseguidores y, finalmente, escaparon a una persecución que llego a reunir a cientos de agentes de más de veinte organismos estatales y federales. El delito y la desatinada investigación del FBI dejaron una secuela de mistenos: ¿Por quó se suicidó uno de los bandidos? ¿Cómo escaparon sus compañeros? ¿Por qué nadie, en una comunidad tan pobre, ha reclamado todavía la enorme recompensa ofrecida por el gobierno? Y, lo que es más confuso aún ¿qué delito iban a cometer cuando el agente Dale Claxton los detuvo, pagando por ello con su vida?
Tony Hillerman encarga este auténtico rompecabezas a sus agentes de la policía tnbal navaja, el sargento Jim Chee y el lugarteniente Joe Leaphom. En la actualidad, el recuerdo de la desafortunada persecución de 1998 permanece dolorosamente fresco.

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– Cierto -dijo Leaphorn, pensando que a veces le apetecían revueltos, otras, fritos, y casi nunca escaldados. Sirvió café para los dos y se sentó.

– Ayer fue un día bastante productivo -le dijo ella mientras servía los huevos-. El anciano del asilo de Cortez nos contó una versión de la migración ute de la que ya había oído hablar. ¿Y tú, qué tal?

– Vino a verme Gershwin.

– ¿En serio? ¿Qué quería?

– Sinceramente, he estado pensándolo pero sigo sin saberlo.

– Pero ¿qué dijo que quería? Estoy segura de que no vino a darte las gracias, simplemente.

Leaphorn soltó una risita.

– Me dijo que le habían amenazado por teléfono, que le habían acusado de chivato por avisar a la policía. Me dijo que estaba asustado, y, de hecho, lo parecía. Quería saber cómo iba la busca y captura de los ladrones, y si la policía tenía alguna idea de dónde estaban. Dijo que iba a trasladarse a un motel hasta que se acabara todo.

– Pues es posible que le salga caro -dijo Louisa-. Los autores de los delitos de 1998 todavía andan sueltos por ahí, supongo; y tengo entendido que el FBI ha empezado a desmentir su muerte.

– Sí -dijo Leaphorn.

Tomó el café, untó una tostada de mantequilla, se comió los huevos, ligeramente más hechos de lo que a él le gustaban, y empezó a pensar por qué le preocupaba la visita de Gershwin.

– Algo te ronda la cabeza-dijo Louisa-. ¿Es el crimen?

– Supongo. A mí ya no me concierne, pero hay cosas que no logro entender.

Louisa comió sólo una tostada y se puso a limpiar los quemadores de la cocina.

– Me voy hacia el sur, hacia Flagstaff -dijo-, quiero repasar todas las notas. Voy a coger este antiguo y maravilloso mito que ha estado flotando por ahí libre como el viento durante todas estas generaciones, y lo voy a meter en el ordenador. Luego, cualquier día de éstos, lo rescato del disco duro, lo petrifico en papel y lo pongo a, disposición de cualquier publicación científica que lo desee.

– No pareces muy entusiasmada -dijo Leaphorn-. ¿Por qué no lo dejas flotar un día más y te vienes conmigo?

Louisa, que había pronunciado su discurso mientras enjuagaba la sartén, se dio media vuelta con ella en la mano.

– ¿Adónde? ¿Para qué?

Leaphorn lo pensó. Buena pregunta. ¿Cómo explicarlo?

– Pues, para hacer lo que en algunas ocasiones hago cuando hay algo que no consigo entender. Me voy con el coche a cualquier parte, paseo un rato por ahí o me siento en una piedra a esperar que me invada la inspiración. A veces me funciona, pero otras no.

La expresión de la profesora Bourebonette indicaba que el plan le apetecía.

– Creo que me interesa presenciar esa operación, como socióloga que soy -dijo.

Así pues, dejaron atrás el coche de la profesora y se dirigieron al sur en la camioneta de Leaphorn; tomaron la carretera navaja 12 en dirección sur, con los riscos de arenisca de la altiplanicie Manuelito a la derecha, el gran vacío del valle del río Negro a la izquierda y las nubes iluminadas por el sol de la mañana que iban acumulándose al frente.

– Dijiste que había cosas que no entendías -comentó Louisa-, ¿por ejemplo?

– Llamé a una vieja amiga mía a Cortez, Marci Trujillo. Trabajaba en un banco que tenía tratos con el casino ute. Le dije que me parecía un poco excesivo los más de cuatrocientos mil dólares en que habían calculado el botín del atraco. Ella dijo que le parecía justo, tratándose de un viernes por la noche, con la paga recién cobrada.

– ¡Vaya! -exclamó Louisa-. Y la mayor parte proviene de gente que no puede permitírselo. Creo que los navajos acertasteis al decir que no al juego.

– Eso creo yo también -contestó Leaphorn.

– Además, antiguamente, cuando los utes os robaban los caballos, tenían que venir a buscarlos. En cambio, ahora la gente se acerca al casino y entrega el dinero.

Leaphorn asintió.

– Entonces, le comenté que, probablemente, el botín sería en su mayor parte en billetes pequeños. Habría muy pocos de cien y cincuenta, y casi todos serían de veinte, de diez, de cinco y de un dólar. Ella me dijo que sí, que eso era lo más probable, y entonces le pregunté cuánto pesaría en total.

– ¿Pesar?

– Me dijo que en caso de que la media del botín fueran los billetes de diez, cosa que le parecía bastante acertada, serían cuarenta y cinco mil billetes, que pesarían en total cuarenta y ocho kilos con cuatrocientos sesenta y un gramos.

– No me lo puedo creer -dijo Louisa-, ¿así, mentalmente?

– No. Tuvo que resolver unas operaciones aritméticas. Me contó que las reservas de dinero llegan al banco en sacos contados. Pesan los sacos en balanzas especiales para asegurarse de que a nadie se le pega un billete a los dedos de vez en cuando.

Louisa meneó la cabeza.

– ¡Cuántas cosas ocurren en el mundo real de las que los académicos no nos enteramos! -Se detuvo a pensar-. Por ejemplo, ahora me pregunto qué tiene que ver todo eso con el recelo que te ha producido la visita de Gershwin.

– La señora Trujillo fue directora del banco donde Everett Jorie tenía sus cuentas. Le pregunté si podía decirme algo sobre la situación financiera de Jorie. Me dijo que seguramente no, pero que, como Jorie había muerto y su cuenta había quedado congelada hasta que se presentara un albacea del Estado, a lo mejor podía facilitarme algunos datos. Me dijo que Jorie tenía una cuenta corriente y una cartilla de ahorro, que en la primera tenía «cierto» saldo y en la segunda, «unos cuantos miles de dólares», además de un buen crédito.

– Entonces, ¿por qué demonios…? Aunque él dijo que el dinero era para contribuir a la financiación de su pequeña revolución, ¿verdad? Supongo que eso lo explica todo, menos cómo sabías en qué banco tenía Jorie sus cuentas.

– Había un talonario encima del escritorio -dijo Leaphorn.

– ¡Ah, que casualidad! -exclamó Louisa con una sonrisa-. Y estaba justo allí, a la vista de cualquiera, que es donde todo el mundo guarda el talonario. Qué oportuno, ¿verdad?

– Bueno -dijo Leaphorn con una risita-, a lo mejor tuve que abrir un poco un cajón del escritorio. Pero eso no importa; luego pregunté si Roy Gershwin tenía cuenta con ellos, y me dijo que en esos momentos no, pero que la había tenido. Le negaron un préstamo la primavera pasada, el hombre se enfadó y canceló sus cuentas allí. Luego le pregunté si sabía algo de la solvencia actual de Gershwin; se echó a reír y dijo que en primavera era escasa y que no creía que hubiera mejorado. Le pregunté por qué y me dijo que Gershwin podía perder su mayor arrendamiento de pastos y que tenía un litigio pendiente en el tribunal federal. Entonces llamé al funcionario del tribunal del distrito de Denver y pregunté. El funcionario me llamó después y me dijo que no había caso, que el demandante había muerto.

Silencio. Leaphorn salió de la Navajo 12 girando a la izquierda y entró en la 134 de Nuevo México.

– Ahora cruzamos el desfiladero Washington -dijo-, que se llama así en honor del gobernador del territorio de Nuevo México que pensaba que esta parte del mundo estaba llena de oro, plata y demás, el pionero de la limpieza étnica. Fue quien mandó a Kit Carson, a los hispanos de Nuevo México y a los utes a rodearnos y aniquilarnos… de una vez por todas. El consejo de las tribus consiguió que el gobierno aprobara el cambio de nombre hace unos años, pero todo el mundo sigue llamándolo desfiladero Washington. Supongo que eso demuestra que los navajos no somos rencorosos, sino tolerantes.

– Yo no soy tan tolerante -dijo Louisa-, ya estoy harta de que me hagas esperar para decirme el nombre del demandante fallecido.

– Seguro que ya lo has adivinado.

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