Esto le sorprendió, porque esperaba ver una camioneta, o el vehículo que Jorie condujera, aparcado cerca de la casa, y a Jorie atareado en alguno de los cobertizos. Esperaba confirmar que Jorie no se había escapado por el aire con el botín del casino ute y que Gershwin sólo había querido involucrarlo en un plan retorcido. Se reclinó en el asiento, estiró las piernas y volvió a pensar en todo el asunto. ¿Una pérdida de tiempo? Probablemente. ¿Peligroso? Le parecía que no, pero ya había preparado una excusa para justificar la visita si Jorie salía por la puerta y le invitaba a entrar. Volvió a poner en marcha la camioneta, bajó la cuesta lentamente, aparcó bajo el álamo más próximo a la entrada y esperó unos momentos a que advirtieran su llegada.
No ocurrió nada. Nadie apareció en la puerta a recibirlo. Aguzó el oído pero no oyó nada. Se apeó de la camioneta, cerró la puerta silenciosamente y con precaución, se dirigió a la casa, subió los peldaños de piedra y llamó a la puerta con los nudillos. No hubo repuesta, pero oyó un ruido leve… ¿o eran imaginaciones suyas?
– ¡Hola! -gritó Leaphorn-. ¿Hay alguien en casa?
Nada. Volvió a llamar y acercó el oído a la puerta. Giró el pomo con suavidad. No estaba cerrado, cosa poco sorprendente y que no significaba necesariamente que Jorie no estuviera dentro. En esos parajes solitarios, cerrar la puerta se consideraba inútil, infructuoso e insultante para los vecinos. Si algún ladrón quería entrar, le sería igual de fácil romper un cristal y entrar por una ventana.
Pero ¿qué se oía en ese momento?
Una nota aguda, casi imperceptible, que se repetía. Luego, un sonido diferente, una especie de silbido. ¿Un pájaro? Después, una suerte de canto como el que emiten las alondras cuando aprenden a volar. Leaphorn recorrió el porche hasta una ventana de la fachada, colocó las manos en el cristal para eliminar reflejos y atisbo en el interior. Vio una estancia oscura, repleta de muebles, hileras de estanterías con libros y el bulto oscuro de un televisor.
Terminó de recorrer el porche, giró en la esquina y se detuvo en la primera ventana. Por detrás de la casa sobresalía la parte delantera de una camioneta Ford 150 de color verde. ¿Sería de Jorie o de otra persona? De Buddy Baker, quizás, o de Ironhand, o de los dos. Leaphorn recordó súbitamente que era una persona civil, que no llevaba el revólver del calibre 38 que habría llevado en caso de estar de servicio. Meneó la cabeza. Su inquietud era infundada. Llegó a la otra esquina de la casa. La camioneta era de cabina grande y no había nadie a la vista en su interior. Metió la mano por la ventanilla abierta y bajó la visera, donde encontró los papeles del seguro obligatorio a terceros a nombre de Jorie. La cabina estaba llena de porquería, unas hojas de periódico, una bolsa de bocadillos de Arby una pajita doblada, tres fichas rojas de póquer -de veinticinco dólares y con el símbolo del casino ute- en el asiento delantero…
Pensó un momento en las implicaciones de todo eso y luego regresó a la casa, apoyó la frente en el cristal, se protegió los ojos con las manos y miró al interior, a una habitación que parecía un dormitorio utilizado como despacho.
Volvió a oír pájaros, y con mayor claridad en ese momento. A su derecha, cerca de la ventana, un punto brillante aislado en la oscuridad le llamó la atención. Algo que parecía un televisor pequeño mostraba la imagen de un prado, un lago, un bosque sombreado y pájaros. Su vista se fue adaptando a la oscuridad y por fin identificó un monitor de ordenador. Lo que veía era el protector de pantalla. Siguió mirando y la imagen se transformó en unas nubes y una formación de gansos. Los graznidos sustituyeron al canto de los pájaros.
Leaphorn dejó de mirar la pantalla y echó un vistazo al resto de la estancia. Contuvo el aliento. Había una persona desplomada en una silla frente al ordenador, separada de la pantalla, apoyada en un escritorio que había al lado. ¿Estaría durmiendo? Lo dudó; era una postura rara para dormir.
Volvió rápidamente al porche, abrió la puerta y gritó:
– ¡Hola! ¡Hola! ¿No hay nadie en casa?
Cruzó velozmente el salón y entró en el dormitorio.
El hombre que estaba en la silla era de baja estatura, con el pelo canoso y llevaba una camiseta que ponía en marcha en la espalda, unos pantalones vaqueros que parecían nuevos y zapatillas de estar por casa. El brazo izquierdo reposaba en el escritorio junto al ordenador, con la cabeza apoyada encima y la cara iluminada por la luz del monitor. La luz se tornó más intensa cuando el protector de pantalla cambió la imagen de los pájaros; la sangre que se había derramado por el orificio que tenía justo encima del ojo derecho pasó del negro al rojo oscuro.
«Everett Jorie -pensó Leaphorn-. ¿Cuánto tiempo llevas muerto? ¿Cuántos años en la policía hacen falta para que me acostumbre a esto, y para entenderlo? ¿Dónde está la persona que te ha matado?».
Se apartó un poco de la silla de Jorie y miró alrededor en busca del teléfono; lo vio detrás del ordenador, junto a dos pilas de fichas rojas del casino ute. Jorie estaba irrevocablemente muerto. Llamaría al sheriff un poco más tarde, después de echar un buen vistazo por allí.
Había una pistola medio oculta bajo la mesa del ordenador, junto al pie del cadáver, un revólver de cañón corto parecido al que llevaba él antes de retirarse. Si allí olía a pólvora quemada, el rastro era tan débil que no lo distinguió entre la mezcla de olores: polvo, la vieja alfombra de lana que pisaba, moho y los efluvios que llegaban de fuera: heno, estiércol de caballo, salvia y verano de tierras áridas.
Leaphorn se agachó al lado del ordenador, se sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa, se arrodilló, lo insertó en el cañón del revólver para levantar el arma e inspeccionó el tambor. Habían disparado un cartucho. Sacó el pañuelo, apretó el cierre del tambor y lo abrió. El cartucho de encima de la cámara también estaba vacío. A lo mejor Jorie llevaba la pistola con el percutor sobre un cartucho descargado, y no sobre una cámara vacía, una buena medida de precaución. Pero quizá no; eso tendrían que determinarlo otras personas. Volvió a dejar la pistola donde estaba, junto al pie de la víctima; sacó el bolígrafo de su interior y se levantó, mirando la habitación.
Había una cama pequeña de matrimonio, bien hecha. Detrás, apoyado en la pared, un rifle automático AK-47. A su lado, sobre la mesilla de noche, había una lámpara, un vaso vacío y dos libros. Uno era Virtudes de la educación, con el subtítulo «Selección de ensayos sobre el liberalismo». El otro estaba abierto.
Leaphorn miró la página por la que estaba abierto y lo cerró con el bolígrafo. En la cubierta decía: Cartas de Catulo: ensayos sobre la libertad. Volvió a abrir el libro, se acordaba de la obra, del curso universitario de ciencias políticas que había seguido en el estado de Arizona, una lectura apropiada para dormir. Los ejemplares de las estanterías de la pared eran del mismo estilo: El demócrata americano de J.F. Cooper, Más reflexiones sobre la revolución francesa de Burke, Discursos sobre el gobierno de Sideny, La democracia en América de Tocqueville y una serie de biografías, autobiografías e historias políticas. Leaphorn sacó El Estado servil de su estante, lo abrió y leyó unas líneas en honor a la poética polémica de Hilaire Belloc. Había leído ese libro y unos cuantos más de los que allí había hacía unos treinta años, en la época en que le apasionaba la teoría política. Sin embargo, la mayoría no los conocía, aunque los títulos eran suficientemente elocuentes como para saber que, entre los héroes de Jorie, no figuraba ningún socialista.
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