Chee asintió.
– Estás pensando en Timms -dijo Dashee-. Según la teoría, tenían intenciones de matarlo también, así habrían tenido más tiempo, pero no estaba en casa. Cuando Timms regresaba a su rancho, se enteró de lo del atraco; luego, vio que la cerradura de su cobertizo había sido forzada y que el aeroplano había desaparecido, y se lo notificó a la policía. Como nosotros somos los que estamos más cerca, nos enviaron a hacer comprobaciones.
Chee asintió de nuevo.
– ¿A ti tampoco te convence esta versión?
– Sólo estoy pensando -dijo Chee-. Enséñame el lugar donde abandonaron la camioneta.
Para ello tuvieron que ir hasta la accidentada zona pedregosa y desarbolada en la que nadie sabe con exactitud, excepto los topógrafos, dónde termina Arizona y empieza Utah. Bajaron por una polvorienta carretera en mal estado desde la cima del otero, cruzaron una extensión llana de artemisa raquítica a causa de la sequía y se acercaron a un camión cisterna blanco aparcado, con la portezuela abierta y un hombre sentado en el asiento delantero leyendo. Dashee lo saludó con la mano.
– Rosie Rosner -dijo Dashee-, el que dice tener el trabajo más fácil de toda Norteamérica, más fácil que el de ayudante del sheriff. Un helicóptero de Protección del Entorno pasa por aquí tres o cuatro veces al día a repostar, él le llena el depósito, le dice adiós y ya está, hasta la próxima vez.
– Creo que vi ese helicóptero en el aeropuerto de Farmington -dijo Chee-. Me dijeron que estaban buscando minas de uranio abandonadas, que tenían que localizar fugas de radiactividad.
– Yo le pregunté al conductor si había visto a los ladrones en la camioneta -dijo Dashee-, pero no hubo suerte. Empezó a trabajar en esto al día siguiente del robo.
Dashee tocó la bocina para llamar la atención del conductor y le saludó con un gesto de la mano.
– Ahora que lo pienso, fue muy oportuna su llegada, ¿no te parece?
Unos mil quinientos metros más allá del camión cisterna, Dashee se detuvo otra vez y se apeó.
– Ven, echa un vistazo aquí. -Señaló hacia unas rocas negras de basalto que había a un lado del camino, medio ocultas por la rama larga de un arbusto y por un montón de plantas rodadoras.
– Aquí destrozaron el cárter de la camioneta -dijo-. O no conocían la carretera o estaban distraídos o giraron bruscamente.
– Para que pensáramos que abandonaban el vehículo porque no tenían más remedio -dijo Chee.
– Es posible. Como verás, no llegaron mucho más lejos.
Unos cientos de metros más adelante, Dashee abandonó la tierra compacta de la carretera sin asfaltar y tomó un sendero todavía menos definido. Bajó con el coche patrulla por una cuesta hasta unos montículos de arena donde habían plantado unas matas de té de roca y unos raquíticos arbustos de enebro.
– Ya hemos llegado -dijo-. He aparcado exactamente, más o menos, en el lugar donde abandonaron la camioneta.
Chee se subió a uno de los montículos y echó un vistazo al lugar donde habían aparcado la camioneta y a los alrededores.
– ¿Se veía el vehículo desde el camino, al pasar?
– Si sabes dónde hay que mirar, sí -contestó Dashee-. Timms vería el rastro de aceite y las marcas de las ruedas saliéndose del camino. Seguramente iría mirando.
– ¿Encontrasteis huellas?
– Claro -dijo Dashee-, a ambos lados de la camioneta en el punto en que se detuvieron. Huellas de dos personas. Entonces, avisaron a los federales y enseguida llegaron los helicópteros llenos de muchachos de la ciudad con sus chalecos antibalas.
– ¿Los helicópteros borraron las huellas?
Dashee asintió.
– Exactamente igual que nos hicieron en el noventa y ocho. Cuando pasé el aviso, les pedí que se lo advirtieran a los federales. -Se rió-. Y me dijeron que eso sería como querer enseñar a confesar al Papa. Pero vaya, todavía había bastante luz, así que hice un carrete entero de fotos, con las huellas de las botas y los sitios donde posaron los bultos al descargar.
– ¿Por ejemplo?
– A la izquierda, la culata de un rifle; luego, algo que pudo haber sido una caja, o un saco grande. Cosas por el estilo. -Dashee se encogió de hombros.
Chee se rió.
– Cosas como un saco lleno de dinero del casino ute, a lo mejor. Por cierto, ¿cuánto se llevaron?
– Una «suma indeterminada», según el FBI. Pero la estimación extraoficial y aproximada que ha llegado a mis oídos cifra el botín en cuatrocientos ochenta y seis mil novecientos once dólares.
Chee dio un silbido.
– Todo en billetes sin marcar, claro -añadió Dashee-, además de unos cuantos bolsillos llenos de fichas valiosas que la gente honrada cogió de las mesas de la ruleta mientras huía en la oscuridad.
– ¿El rastro se dirigía directamente hacia el rancho de Timms o no?
– No nos dio tiempo a comprobarlo. El sheriff nos hizo volver enseguida diciendo que el FBI no quería entrometidos en el lugar de los hechos, así que nos limitamos a cerrar el paso al lugar.
– De modo que no os dio tiempo a comprobar nada, ¿eh? -dijo Chee-. Pero ¿qué viste en el poco tiempo que tuviste? ¿Qué había en la camioneta?
– Poca cosa. La habían robado en un yacimiento petrolífero de la Mobil Oil y había algunas llaves inglesas llenas de grasa, trapos, latas vacías de cerveza, envoltorios de hamburguesa y cosas así. En la guantera lateral de una de las puertas había una revista de desnudos y recibos de gasolineras. -Dashee se encogió de hombros-. Más o menos lo que era de esperar.
– ¿No había nada en la litera?
– Ahí creímos que teníamos algo -contestó Dashee-; en la litera encontramos un transistor como recién comprado, y de los caros. -Se encogió de hombros-. Pero estaba estropeado.
– ¿Estropeado? ¿No funcionaba?
– No emitía ni un ruido -contestó Dashee-. Quizá se había quedado sin pilas, o quizá se averió cuando lo tiraron allí.
– Es más probable que lo tiraran allí porque ya no funcionaba -dijo Chee mirando hacia el oeste, a lo lejos, hacia la irregular frontera de Utah, hacia el laberinto de cañones y oteros donde la policía tribal navaja y la policía de una veintena de organismos estatales, federales y del condado habían buscado a los asesinos en la persecución del noventa y ocho-. ¿Sabes una cosa, vaquero? -continuó Chee-. Tengo la sensación de que nos hemos alejado un poco de tu jurisdicción, por el norte. Creo que el condado de Apache y el estado de Arizona se terminaron hace tres o cuatro kilómetros, y que ahora estamos en Utah.
– ¡Qué más da! -contestó Dashee-. Lo que de verdad es interesante es que la casa de Timms no se ve desde aquí. Se encuentra a unos mil quinientos metros camino abajo.
– Vamos a echar un vistazo -dijo Chee.
A juzgar por el cuentakilómetros del coche de policía, el rancho se encontraba a dos kilómetros. El camino descendía por una cuesta hasta una llanura de artemisa, donde se encontraba una casa de piedra con tejado inclinado y una serie de edificios anexos. Un cobertizo de tablones con tejado rojo de cartón alquitranado dominaba el panorama. Una manga de viento blanca colgaba inerte de un mástil que sobresalía por arriba, esperando un soplo de brisa que la devolviera a su trabajo. Chee vio que habían limpiado de maleza una franja de tierra que iba de este a oeste. También vio que la carretera continuaba más allá del lugar, aunque reducida a dos rastros paralelos que cruzaban la llanura y desaparecían tras unas protuberancias del terreno.
– ¿Adónde lleva? -preguntó Chee, señalando el camino.
– Continúa unos cinco o seis kilómetros hasta otro pequeño rancho, el de la viuda que te conté antes -dijo Dashee-, y allí termina.
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