Anne Perry - Luto riguroso

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Nunca se había visto envuelto en el escándalo el aristocrático clan de los Moidore, una de las mejores familias de Londres, a cuya mansión de Queen Anne Street acuden los más encumbrados personajes. Ahora, sin embargo, la bella hija de sir Basil ha aparecido apuñalada en su propia cama y la noticia corre de boca en boca por la ciudad. El inspector William Monk recibe la orden de encontrar al asesino sin demora, aunque evitando causarle mayores trastornos a una familia ya abrumada por la tragedia. Monk se halla aún bajo los efectos de la amnesia que le dejó como secuela un grave accidente, pero sus facultades continúan intactas y, con la ayuda de Hester Latterly, se aproxima paso a paso a un asombroso descubrimiento.

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– Me he hecho acompañar por Lawley. Hemos registrado toda la casa, especialmente la zona destinada a los criados, pero no hemos encontrado las joyas que faltan. Tampoco lo esperaba, la verdad.

Tampoco lo había esperado Monk. En ningún momento había pensado que el móvil pudiera ser el robo. Probablemente el asesino había arrojado las joyas por el desagüe y, en cuanto al jarrón de plata, podía estar fuera de sitio.

– ¿Y qué hay del cuchillo?

– La cocina está llena de cuchillos -dijo Evan, acomodándose al paso de Monk- y de otras cosas igualmente siniestras. La cocinera ha dicho que no ha observado que faltase nada. Si se sirvieron de algún cuchillo de la cocina, volvieron a dejarlo en su sitio. No he encontrado nada. ¿Usted cree que habrá sido uno de los criados? ¿Por qué? -La mueca que hizo reflejaba sus dudas-. ¿Alguna doncella celosa? ¿Un lacayo de disposición amorosa?

Monk soltó un bufido.

– Lo más probable es que la señora Haslett descubriera algún secreto -dijo antes de poner a Evan al corriente de todo lo que había averiguado.

Monk llegó al Old Bailey a las tres y media, pero tardó media hora más en poner en juego considerables artimañas y veladas amenazas para entrar en la sala donde el juicio de Menard Grey estaba llegando a su conclusión. Rathbone estaba haciendo su alegato final. No se trataba de una disertación enardecida -después de todo, Monk había comprobado que el abogado era un exhibicionista, una persona presumida y pedante y, por encima de todo, un actor consumado-, sino que Rathbone hablaba con voz tranquila, palabras precisas, lógica exacta. No intentaba deslumbrar al jurado ni sacar partido de sus emociones. O bien había renunciado con toda deliberación a aquellos recursos o se había dado cuenta de que sólo podía haber un veredicto y de que si debía buscar la compasión de alguien, era la del juez.

La víctima había sido un caballero de alto rango y noble abolengo, pero Menard Grey se encontraba en las mismas circunstancias y, además, él había tenido que luchar largo tiempo con la carga de todo lo que sabía y la terrible y continuada injusticia de saber que, si no actuaba, cada vez sería mayor el número de inocentes que resultarían perjudicados.

Monk vio los rostros de los miembros del jurado y comprendió que solicitarían clemencia. Pero ¿sería eso suficiente?

Sin deliberación alguna, buscó a Hester Latterly entre la multitud. Le había dicho que estaría presente. Le era imposible pensar en el caso Grey ni en nada que hiciera referencia al mismo sin acordarse de ella. Era forzoso que estuviera en la sala para ser testigo del fallo.

Vio a Callandra Daviot, sentada en primera fila detrás de los abogados, cerca de su cuñada Fabia Grey, lady Shelburne consorte. Lovel Grey estaba sentado al lado de su madre, en el extremo del banco. Estaba pálido pero sereno, no temía mirar a su hermano, que estaba en el banquillo. Parecía que la tragedia le había conferido madurez, una certidumbre con respecto a sus convicciones de la que carecía anteriormente. Estaba a menos de un metro de distancia de lady Fabia, pero el espacio era un abismo que ni una sola vez intentó cruzar dirigiendo una mirada a su madre. Fabia parecía de piedra: una mujer blanca, fría, inflexible. La decepción le había producido una herida que la había destruido. Ahora en ella no quedaba otra cosa que odio. El delicado rostro, hermoso en otro tiempo, se había vuelto anguloso por la violencia de las emociones sufridas, las arrugas que circundaban su boca la afeaban, la barbilla era más puntiaguda, el cuello más delgado, y con los tendones prominentes como cuerdas. Si aquella mujer no hubiera sido la causante de la tragedia de tantas personas, Monk hubiera sentido lástima de ella pero, dadas las circunstancias, lo único que le provocaba era un escalofrío de horror. Sí, había perdido al hijo que idolatraba, asesinado de forma ignominiosa, y con él había desaparecido de su vida todo el entusiasmo y la fascinación que él sabía causarle. El hijo que la hacía reír era Joscelin, el que la halagaba, el que sabía decirle que ella era una mujer encantadora, simpática, alegre. Bastante duro había sido tener que verlo regresar herido de la guerra de Crimea pero, cuando lo apalearon hasta matarlo en su piso de Mecklenburgh Square, la realidad fue superior a lo que sus fuerzas le permitían soportar. Ni Lovel ni Menard podían sustituirlo en su corazón, aunque ella tampoco habría dejado que lo intentaran… ni aceptado de ellos el amor y las atenciones que le habrían dispensado.

La despiadada solución del caso tal como lo había llevado Monk la había dejado anonadada, algo que ella nunca le perdonaría.

Rosamond, la esposa de Lovel, estaba sentada a la izquierda de su suegra, su actitud era la de una mujer reservada y solitaria.

El juez hizo una breve recapitulación de los hechos y el jurado se retiró. La multitud permaneció en sus asientos, temerosa de perder sus puestos en el momento culminante del drama.

Monk se preguntó cuántas veces habría asistido al juicio de un detenido suyo. Los datos del caso que había investigado con tantas penas y trabajos para llegar a descubrirse a sí mismo habían quedado en suspenso al desenmascarar al criminal. Pero las pesquisas le habían revelado a un hombre minucioso que no dejaba ningún detalle al azar, un hombre intuitivo capaz de saltar de la prueba desnuda a complicadas estructuras que tenían que ver con motivos y oportunidades, en ocasiones de forma brillante y dejando a otros tras él, desconcertados y debatiéndose inútilmente. Poseía también una incansable ambición, una carrera labrada paso a paso, gracias a un trabajo denodado y continuo y a saber manejar a los demás de tal manera que siempre conseguía estar en el sitio adecuado en el momento oportuno, aprovechándose de la ventaja que suponía tener que habérselas con colegas menos capacitados. Cometía pocos errores y no los perdonaba nunca en los demás. Aunque muchos lo admiraban, al único que gustaba de verdad era a Evan. Cuando observaba al hombre que emergía de aquellas páginas de anotaciones, no le sorprendía que así fuera. Tampoco él se gustaba.

No había conocido a Evan hasta después del accidente. El caso Grey había sido su primer encuentro.

Tuvo que esperar otros quince minutos, que dedicó a reflexionar sobre los fragmentos que había ido reuniendo con respecto a su persona y se esforzó en imaginar lo que faltaba, sin saber si le resultaría familiar, fácil de entender y por tanto de perdonar… o si encontraría a un ser que ni le gustaría ni podría respetar. Del hombre anterior, dejando aparte su trabajo, no quedaba nada, ni siquiera una carta o un recordatorio que tuvieran sentido para él.

Ya estaba entrando el jurado, los rostros tensos y los ojos cargados de ansiedad. Cesó el murmullo de voces y lo único que se oyó fue el crujido de las ropas y el rechinar de las botas. El juez preguntó al jurado si habían emitido el veredicto y si en el mismo estaban todos de acuerdo.

Respondieron afirmativamente. Seguidamente preguntó al portavoz cuál había sido dicho veredicto.

– Culpable, señor… aunque suplicamos clemencia. Le pedimos sinceramente que conceda al culpable toda la clemencia que la ley le permita.

Monk escuchaba con la máxima atención y respiraba muy lentamente, como si hasta el ruido de la respiración en sus oídos pudiera hacerle perder alguna frase. Casi habría golpeado por la inoportuna intromisión a su vecino al oírlo toser.

¿Estaría Hester presente? ¿Se encontraría esperando igual que él?

Miró a Menard Grey, que se había puesto en pie y que, pese a toda la multitud que lo rodeaba, parecía más solo que el ser más solo del mundo. Todos los circunstantes que se encontraban en aquella sala, con sus paredes revestidas de paneles y su techo abovedado, habían acudido a oír el juicio de vida o muerte que se emitiría sobre él. A su lado, Rathbone, más flaco y como mínimo medio palmo más bajo que él, tendió la mano para sostenerlo o simplemente para reconfortarlo con su contacto, o por el simple deseo de que supiera que alguien estaba con él.

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