Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Echó una ojeada a los papeles que tenía delante.

– ¿Se puede saber por qué se molesta en hacer averiguaciones en torno a Latterly? Céntrese en Grey, necesitamos resolver este caso, por muy penoso que pueda resultar. El público no quiere esperar más tiempo, incluso se hacen preguntas en la Cámara de los Lores. ¿Lo sabía?

– No, señor, pero no me sorprende teniendo en cuenta el estado de lady Shelburne. ¿Tiene usted un expediente del caso Latterly?

– ¡Qué testarudo es usted, Monk! Ésa es una cualidad más que discutible. Tengo el informe en el que usted dictaminó que se trataba de un suicidio, y que el asunto no nos incumbía. ¿No querrá volver a revisarlo, supongo?

– Pues sí, señor, me gustaría revisarlo. -Monk lo cogió sin mirarlo siquiera y salió del despacho.

Puesto que no estaba abierta ninguna investigación con la que estuvieran relacionados, Monk tenía que ir a casa de los Latterly a última hora de la tarde, en sus horas libres. Tenía que haber estado allí anteriormente, no era posible que hubiera conocido a la señora Latterly de manera accidental, ni cabía suponer tampoco que ella hubiera ido a declarar a la comisaría. Echó un vistazo a la calle a uno y otro sentido, pero no vio en ella nada que le resultara familiar.

Las únicas calles que él recordaba eran los fríos empedrados de Northumberland, limpias casitas barridas por el viento, un mar gris, el puerto abajo y los brezales que se erguían hacia el cielo. Recordaba vagamente que una vez había ido en tren a Newcastle, las enormes calderas asomando por encima de los tejados, columnas de humo, la excitación que sintió ante su poder inmenso y palpitante, el saber que dentro estaban los altos hornos donde quemaba el carbón, el acero batido y martilleado que serviría para construir locomotoras que arrastrarían los trenes por las montañas y llanuras de todo el imperio. Todavía percibía el eco de la emoción que le había puesto un nudo en la garganta, que le había producido un hormigueo en brazos y piernas, aquella sensación de pavor, de inicio de una aventura. Debía de ser muy pequeño entonces.

Su primer viaje a Londres había sido muy diferente. Era mucho mayor, más, de hecho, que los diez o más años que el calendario señalaba. Su madre ya había muerto, Beth vivía con una tía. El padre de ambos había desaparecido en el mar cuando Beth todavía no sabía andar. El viaje a Londres había sido el inicio de algo nuevo, y habría cerrado el tiempo de la infancia. Beth, en la estación, lo había visto partir. Lloraba, se estrujaba el delantal con las manos, inconsolable. Beth debía de tener entonces unos nueve años y él unos quince. Pero él sabía leer y escribir y el mundo del trabajo lo esperaba.

Hacía mucho tiempo de todo aquello. Ahora tenía más de treinta años, quizá más de treinta y cinco. ¿Qué había hecho en aquel tiempo que cubría más de veinte años? ¿Por qué no había regresado? Era algo que todavía ignoraba. Su expediente policial estaba en su despacho y había despertado el odio de Runcorn. Pero ¿y él? ¿Y su vida personal? ¿O no tenía vida personal? ¿Sólo era un hombre público?

¿Qué había hecho antes de ingresar en la policía? Sus archivos sólo se remontaban a doce años antes, o sea que había un periodo de más de ocho años anterior a ellos. ¿Los había consagrado enteramente a aprender, a medrar, a perfeccionarse junto a aquel mentor sin rostro, con los ojos puestos siempre en el objetivo que se había fijado? Su propia ambición lo aterraba, pero no más que su fuerza de voluntad. Sentía miedo ante aquella feroz determinación de sus propósitos.

Estaba ante la puerta de la casa de los Latterly y se encontraba incompresiblemente nervioso. ¿Estaría ella en casa? Había pensado tanto en ella que ahora, con la sensación añadida de haberse mostrado poco prudente y vulnerable, se daba cuenta de que ella no había pensado en absoluto en él. Posiblemente tendría que explicarle incluso quién era. Seguro que se mostraría torpe, patoso, cuando le dijera que no tenía más noticias.

Titubeó, ponderando si llamar o no llamar y volver quizás en otro momento, cuando hubiera encontrado una excusa mejor. En ese instante, una criada apareció en el patio inferior y, para que no se figurara que era un haragán, levantó la mano y llamó a la puerta.

Casi inmediatamente acudió la doncella, que lo miró con aire de sorpresa, enarcando las cejas.

– Buenas noches, señor Monk. ¿Quiere pasar? -Bastaba no mostrar una prisa excesiva en sacarlo del umbral de la puerta para que la invitación a entrar sonara cortés en su justa medida-. La familia ya ha cenado y en este momento está en el salón. ¿Quiere que pregunte si pueden recibirlo?

– Sí, por favor. Muchas gracias.

Monk le dio el abrigo y la siguió hasta un pequeño saloncito. Así que la muchacha se hubo retirado, Monk comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación porque no podía permanecer quieto. Apenas se fijó en el mobiliario, ni en las pinturas, hermosas pero corrientes, ni en la desgastada alfombra. ¿Qué les diría? Había irrumpido en un mundo al que no pertenecía por algo que había soñado en el rostro de una mujer. Es probable que ella lo despreciase y seguramente no lo habría soportado de no haber estado tan obsesionada con su suegro y de no abrigar la esperanza de que podía utilizarlo para descubrir un lenitivo para su dolor. El suicidio era un vergonzoso baldón y, a los ojos de la iglesia, las adversidades financieras no eran excusa para cometerlo. Si semejante veredicto era inevitable, había que enterrar al muerto en tierra no consagrada.

Ya era demasiado tarde para retirarse, pero la posibilidad le pasó por las mientes. Como también la de urdir una excusa, otra razón que justificase la visita, algo relacionado con Grey y la carta que había encontrado en el piso, pero de pronto llegó la doncella y vio que ya no tenía tiempo de hacerlo.

– La señora Latterly le recibirá, señor. Si tiene la amabilidad de seguirme…

Obediente, con el corazón palpitándole locamente y la boca seca, siguió a la doncella.

El salón estudio era de proporciones medianas, confortable y amueblado con originalidad, con esta indiferencia ante el dinero que muestran los que han dispuesto siempre de él, pero con esa naturalidad, esa ausencia de ostentación propia de los que consideran que el dinero no supone novedad alguna. Pese a todo, era elegante, si bien las cortinas estaban algo descoloridas allí donde más les daba el sol y a los flecos de los caireles que las sujetaban les faltaba alguna que otra hebra. La alfombra no era de la misma calidad que la mesilla Chippendale ni que el diván. Se sintió inmediatamente a gusto en la habitación y hubo de preguntarse en qué etapa de su implacable perfeccionamiento habría educado el gusto.

Sus ojos se trasladaron a la señora Latterly, que estaba junto a la chimenea. Ya no iba vestida de negro sino de color burdeos y tenía la cara ligeramente sonrosada. Su cuello y sus hombros delicados y finos eran como los de un niño, pero su rostro no tenía nada de infantil. Lo miraba con sus ojos luminosos, ahora muy abiertos, sobre los que planeaba una sombra que no dejaba leer su expresión.

Monk se volvió rápidamente a los demás. El hombre, más rubio que ella y con una boca menos generosa, debía de ser su marido y, en cuanto a la otra mujer que estaba sentada enfrente, con su rostro altivo y aquella expresión de ira e indignación, inmediatamente supo quién era: se habían conocido y peleado en Shelburne Hall… y era la señorita Hester Latterly.

– Buenas tardes, Monk. -Charles Latterly no se levantó-. ¿Recuerda usted a mi esposa? -Hizo un gesto vago con la mano indicando a Imogen-. Ésta es mi hermana, la señorita Hester Latterly. Estaba en Crimea cuando murió nuestro padre. -Monk percibió en su tono una clara reconvención que iba dirigida a la hermana y, además, el fastidio que sentía por tener a Monk fisgoneando en sus asuntos.

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