Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Era cierto que la sociedad imponía su propio y restrictivo código de conducta, que se extendía al gusto, a las amistades y a las formas de entretenimiento apropiadas. Pero para quienes habían sido educados desde niños en la observancia de dicho código, someterse a él requería un esfuerzo insignificante.

No era de extrañar que a Joscelin Grey llegase a fastidiarle sobremanera el sometimiento a tal código, y que llegara incluso a menospreciarlo después de haber visto cuerpos congelados en las montañas de Sebastopol, la carnicería de Balaclava y toda la inmundicia, las enfermedades y la agonía de Shkodér.

De la calle llegaban el repiqueteo de un coche sobre el empedrado, los gritos de alguien y unas ruidosas risotadas.

De pronto a Monk le invadió aquella misma incomodidad, impersonal casi, que debió de experimentar Grey a su regreso a Inglaterra y al seno de una familia que le era extraña a causa de la mezquindad y artificialidad del mundo al que estaba circunscrita, alimentada por los placebos patrióticos que los periódicos difundían en lugar de las verdaderas noticias, y que no sentía el menor deseo de indagar qué se ocultaba detrás de ellos porque no quería descubrir verdades desagradables.

Monk había experimentado esa misma sensación al visitar las barracas de los bajos fondos, destartaladas e infernales viviendas en las que proliferaban todo tipo de sabandijas y de enfermedades, a veces a sólo diez metros de distancia de calles bien iluminadas por las que circulaban caballeros en sus carruajes, que se movían entre suntuosas mansiones. Había visto a quince o a veinte personas amontonadas en una misma habitación, sexos y edades mezclados y revueltos, sin nada con que calentarse y desprovistas de toda medida sanitaria. Había visto prostitutas de ocho y diez años, con ojos cansados y viejos como el pecado, cuerpos flagelados por las enfermedades venéreas, cadáveres de niños de cinco años y más pequeños aún, muertos por congelación en la cuneta porque no habían encontrado cobijo donde pasar la noche. ¿Era raro que robasen o que vendiesen por unos peniques lo único que tenían, su propio cuerpo?

¿Cómo era posible que recordase aquello y no se acordase, en cambio, de la cara de su padre, que no era más que uno de los muchos vacíos de su memoria? Mucho tenían que haberle impresionado aquellas imágenes para dejar una cicatriz tan indeleble. ¿Sería aquello, por lo menos en parte, el centelleo que guiaba su ambición, el fulgor que orientaba su incansable deseo de perfeccionarse, de imitar al mentor cuyos rasgos no recordaba y cuyo nombre y situación se le escapaban? Ojalá que fuera eso porque, de ser así, se veía a sí mismo como un hombre más tolerable, un hombre que ya podía empezar a aceptar.

¿Habría sentido Joscelin Grey alguna preocupación por todo aquello?

Monk así quería creerlo, para poder vengarlo. No podía ser uno más de los muchos misterios que quedaban sin resolver, un hombre recordado por su muerte más que por su vida.

Tenía que reabrir el caso Latterly. No podía volver a enfrentarse con la señora Latterly sin contar por lo menos con un apunte de la respuesta que le había prometido, por triste que fuera la verdad. Y quería volver a visitarla. Y ahora que se paraba a pensarlo, se dio cuenta de que siempre había deseado volver a su casa, hablar con ella, ver su cara, escuchar su voz, observar cómo se movía, atraer su atención, aunque fuera por breve tiempo.

De nada habría servido volver a revisar sus expedientes, ya lo había hecho casi página por página. En lugar de ello, fue a ver directamente a Runcorn.

– Buenos días, Monk. -Runcorn no estaba sentado ante su mesa sino de pie junto a la ventana, y parecía contento; su rostro normalmente cetrino tenía mejor color, como si acabara de dar un paseo bajo el sol, y le brillaban los ojos-. ¿Qué tal el caso Grey? ¿Todavía no podemos pasarles ninguna información a los periódicos? No paran de atosigarnos, se lo advierto. -Inspiró por la nariz y se hurgó en el bolsillo del que sacó un puro-. No tardarán en ponernos en la picota, pedirán dimisiones… en fin, lo de siempre.

Monk se dio cuenta por su actitud de que aquello lo colmaba de satisfacción. Todo se lo demostraba: su postura, los hombros erguidos, la barbilla levantada, el brillo de sus zapatos que reflejaban la luz.

– Sí, señor, lo imagino perfectamente -dijo Monk dándole la razón-, pero, como dijo usted mismo hará una semana, se trata de una de esas investigaciones abocadas a desenterrar cosas posiblemente muy desagradables. Sería temerario hacer afirmaciones carentes de respaldo.

– ¿Se ha enterado de alguna cosa, Monk? -La expresión de Runcorn se endureció, pese a lo cual se guía mostrando la misma ansiedad, su sed de sangre-. ¿O se encuentra tan perdido como Lamb?

– De momento parece que la clave está en la familia, señor Runcorn -replicó Monk tan desapasionadamente como le fue posible; tenía la desagradable sensación de que Runcorn estaba muy al tanto de aquel aspecto y que lo estaba pasando muy bien-. Entre los hermanos había mucho mar de fondo -prosiguió Monk- y la actual lady Shelburne había sido cortejada por Joscelin antes de que se casara con lord Shelburne…

– Pues no veo razón para que lo matara -dijo, desdeñoso, Runcorn-. Lo más lógico sería que el asesinado hubiera sido Shelburne. ¡No veo que haya sacado nada en limpio, la verdad!

Monk consiguió reprimirse. Se daba cuenta de que Runcorn quería hacerle perder los estribos, provocarlo hasta conseguir que aflorara todo aquel pasado oculto que mediaba entre ellos; la victoria sería más dulce si lo ponía al descubierto, sirviéndosela en bandeja para que la saboreara en su presencia. Monk se preguntó cómo podía haber sido tan insensible y tan estúpido como para no darse cuenta antes. ¿Por qué no se le había adelantado, por qué, es más, no se lo había impedido? ¿Cómo había podido estar tan ciego y no haber sabido verlo hasta ahora con tanta nitidez? ¿O era sólo que se estaba redescubriendo a sí mismo, paulatinamente, desde fuera?

– No exactamente -contestó Monk para volver a enfocar la cuestión, manteniendo la voz tranquila e inalterable-, pero en mi modesto entender, la señora aún prefería a Joscelin; por cierto que, su único hijo, concebido justo antes de que Joscelin se marchara a Crimea, se parece mucho más a él que a lord Shelburne.

El rostro de Runcorn cambió, pero fue distendiéndose lentamente en una sonrisa que le dejó al descubierto la dentadura. Seguía sin encender el puro, que sostenía entre los dedos.

– Sí, claro, ya le advertí que sería desagradable, ¿o no? Tiene que andarse con mucho cuidado, Monk. Como haga afirmaciones que no pueda probar, los Shelburne se lo sacudirán de encima en menos tiempo del que tarde en volver a Londres.

«Precisamente lo que tú querrías», pensó Monk.

– Aquí está la cosa, señor Runcorn -dijo en voz alta-, ésta es la razón de que, si hay que hacer caso de los periódicos, sigamos a oscuras. He venido a verle porque quería hacerle unas preguntas acerca del caso Latterly…

– ¡Latterly! ¿Y eso qué demonios tiene que ver? Ese caso es el de un pobre diablo que se suicidó. -Rodeó la mesa, se sentó ante ella y se puso a buscar las cerillas-. Para la Iglesia será un delito, no para nosotros. ¿Tiene cerillas, Monk? Nosotros no le habríamos hecho caso alguno de no haber sido porque aquella infeliz removió el asunto. No se moleste… ya las he encontrado. Dejemos que entierren tranquilamente a sus muertos, no hace falta armar ruido. -Encendió una cerilla, la acercó al puro y le dio unas chupadas suaves-. Al hombre se le metió en la cabeza hacer un negocio que le salió torcido. Todos sus amigos habían invertido dinero en él porque él se lo había recomendado y el hombre estaba tan avergonzado que no sabía dónde meterse. Y encontró esta salida. Algunos dicen que es un acto de cobardía y otros un final honorable. -Expelió una bocanada de humo y clavó los ojos en Monk-. Yo diría que es una estupidez. Pero pertenecía a una clase que está muy celosa de lo que se considera buen nombre. Algunos de los que pertenecen a ella tienen criados, pese a no poder permitírselo, sólo por el qué dirán. Y no sólo esto: ofrecen banquetes de seis platos a sus invitados y después ellos se la pasan con pan y manteca de cerdo. Cuando tienen visita encienden la chimenea y el resto del tiempo tiemblan de frío. El orgullo es un implacable tirano, y más aún el orgullo social. -Sus ojos brillaron con maliciosa satisfacción-. No lo olvide, Monk.

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