Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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– ¿Quién lo había de decir? -dijo rebosante de espontaneidad-. Que Dios salve mi alma si éste no es el señor Monk. Esta misma mañana, sin ir más lejos, le he dicho al señor Worley que como usted no apareciera pronto me vería obligada a alquilar sus habitaciones, aunque fuera contra mis principios. Ya se sabe que no se puede vivir sin comer. Debo decir, de todos modos, que el señor Runcorn pasó por aquí y me dijo que usted había sufrido un accidente terrible, que estaba herido en el hospital. -Se llevó la mano a la cabeza en un gesto de desesperación-. ¡Que Dios nos libre de sitios como ésos! Usted es el primero que veo salir por su propio pie de uno de esos lugares. Si quiere que se lo diga con franqueza, estaba esperando que el día menos pensado apareciese por aquí algún mensajero para anunciarme que se había muerto.

Frunció la cara y lo miró con concentrada atención.

– De todas maneras, hay que decir que tiene muy mal aspecto. Pase y le haré una buena comida porque me parece que debe de estar medio muerto de hambre. Me jugaría cualquier cosa a que no ha tomado una comida decente desde que salió de esta casa. ¡Qué día aquel! Hacía un frío de todos los demonios.

Y con un rápido revuelo de sus amplias faldas, dio media vuelta y lo hizo pasar.

Él la siguió a lo largo del corredor revestido de paneles y lleno de cuadros románticos colgados de las paredes y después escaleras arriba hasta un amplio rellano. La mujer sacó después un manojo de llaves que llevaba en el cinto y abrió una de las puertas.

– Supongo que habrá perdido la llave, ya que de otro modo no habría llamado a la puerta. Es eso, ¿verdad?

– ¿Tenía yo llave? -preguntó sin percatarse de que se traicionaba al pronunciar aquellas palabras.

– ¡Que Dios nos acoja! ¿Cómo no iba a tener? -exclamó la mujer, sorprendida-. ¿No supondrá que voy a estar subiendo y bajando la escalera a todas horas por la noche, cada vez que usted entra y sale, digo yo? No hay cristiano que aguante si no descansa lo suyo. Hay que dormir, eso no falla. Supongo que también usted habrá dormido.

Se volvió a mirarlo.

– Pero ahora que lo miro bien, veo que tiene muy mala cara. Seguro que lo ha pasado mal. Mire, entre y siéntese. Voy a traerle de comer y de beber. Lo que a usted le hace falta es disfrutar de las cosas buenas de la vida, se lo digo yo.

Lanzó un resoplido y se recompuso el delantal con brío.

– Siempre he dicho que en los hospitales no cuidan a los enfermos como es debido. Me juego lo que quiera a que la mitad de los que se mueren en el hospital es porque no comen.

Y con una indignación que se reflejaba en las contracciones de todos sus músculos cubiertos por el negro tafetán, salió como una exhalación del cuarto dejando la puerta abierta.

Monk se acercó a la puerta, la cerró y después se volvió para echar un vistazo a la habitación. Era espaciosa y las paredes estaban recubiertas de paneles de color marrón oscuro y de papel verde. Los muebles tenían aire de viejos. En el centro de la habitación había una pesada mesa de roble con cuatro sillas a juego. Eran de estilo jacobino, con las patas talladas terminadas en forma de garras. El aparador situado en la pared opuesta tenía una factura similar, si bien no veía qué función podía tener, ya que lo abrió y no vio en él objetos de porcelana ni cubertería en los cajones. Sin embargo, los cajones más bajos guardaban manteles y servilletas de lino, todo recién lavado, planchado y en perfecto estado. Había también un escritorio de roble con dos cajones pequeños y planos y, arrimada a la pared más próxima, colocada junto a la puerta, una elegante biblioteca repleta de libros. ¿Formaban parte del mobiliario? ¿Ó eran suyos? Después miraría los títulos.

Las ventanas estaban envueltas, más que cubiertas, con unas cortinas afelpadas orladas de flecos, y eran de un verde descolorido. En los brazos de las lámparas de gas, adosadas a la pared, faltaban algunas piezas. Los brazos de la butaca de cuero estaban manchados, y el uso había aplanado los almohadones. Hacía tiempo que los colores de la alfombra habían pasado a unas tonalidades ciruela, azul oscuro y verde bosque, lo que en conjunto no dejaba de formar un fondo grato a la vista. De las paredes colgaban varios cuadros, un tanto pretenciosos y en la repisa de la chimenea se leía la grave sentencia: DIOS LO VE TODO.

¿Era suyo todo aquello? Probablemente no, porque sentía en su interior una oleada de emociones encontradas y, sin poder evitarlo, en su rostro apareció una mueca como reacción ante la sensiblería de aquellos cachivaches y hasta notó que los menospreciaba.

La habitación era cómoda, invitaba a permanecer en ella, pese a lo cual la encontraba muy impersonal, sin fotografías ni recuerdos de ningún género, ni tampoco ningún testimonio de sus gustos. Sus ojos estuvieron paseándose por ella con interés, pero no había nada que le resultase familiar ni constituyese tampoco un alfilerazo capaz de remover su memoria.

Quiso probar qué ocurriría al entrar en el dormitorio. Lo mismo: cómodo, viejo y ajado. En el centro había una gran cama, a punto con sus sábanas limpias, la blanca y mullida almohada y el edredón color vino, rematado con volantes. Sobre el pesado tocador había una jofaina de porcelana bastante artística y un aguamanil, y encima de la cómoda un vistoso cepillo para el cabello con el dorso de plata.

Pasó la mano por las superficies y la sacó limpia de la prueba. Había que decir, por lo menos, que la señora Worley era una buena ama de casa.

Ya iba a abrir los cajones para examinar su contenido cuando oyó unos vivos golpecitos en la puerta y entró la señora Worley llevando una bandeja con un plato en el que humeaba un trozo de carne, un pedazo de pastel de hígado, col hervida, zanahorias y habichuelas, y otro con una porción de tarta y un poco de flan.

– ¡Aquí tiene! -dijo la mujer con aire satisfecho y dejando la bandeja en la mesa.

Se animó al ver los cubiertos -cuchillo, tenedor y cuchara- y un vaso de sidra.

– ¡Coma y se sentirá mejor!

– Gracias, señora Worley.

La gratitud era sincera porque no tomaba una comida sustanciosa desde…

– Señor Monk, es mi deber de mujer cristiana -le replicó ella con un leve movimiento de la cabeza-. Además, usted siempre me ha pagado puntualmente, debo reconocer en su favor que nunca me ha discutido nada ni se ha retrasado un solo día en el pago. ¡Es preciso tenerlo en cuenta! Ahora cómase todo eso y métase en cama. Tiene un aspecto muy desmejorado. No sé qué le ha podido pasar ni me interesa saberlo, si quiere que le diga la verdad. A veces es mejor no saber las cosas.

– ¿Qué hago después con…? -dijo él mirando la bandeja.

– ¡Déjela en la puerta, como siempre! -dijo la mujer levantando las cejas y, acercándose más a él, añadió con un suspiro-: Y si por la noche se encuentra mal, no tiene más que llamarme y acudiré al momento a atenderle.

– No será preciso… me encontraré perfectamente. La señora Worley hizo una profunda aspiración y, acto seguido, soltó un resoplido de incredulidad y salió, sin más, cerrando con un ruidoso portazo. Monk se dio cuenta enseguida de lo grosero que había sido con ella. Se había ofrecido a levantarse por la noche si necesitaba ayuda y él se había limitado a asegurarle que no le haría ninguna falta. De todos modos, la mujer no había parecido sorprendida ni herida en sus sentimientos. ¿Sería quizá, porque era su manera descortés habitual de tratarla? Según ella le había hecho notar, él pagaba siempre puntualmente y sin rechistar. ¿Era aquél todo el trato que existía entre los dos? ¿Ninguna muestra de amabilidad, ningún sentimiento, sólo un huésped de fiar desde el punto de vista financiero y una patrona que cumplía con su deber de mujer cristiana porque era su manera natural de ser?

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