Brad Meltzer - Los Pasadizos Del Poder

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Sombra es el nombre en clave que el Servicio Secreto ha dado a Nora Hartson, la hija del Presidente de Estados Unidos, una de las mujeres más vigiladas del mundo. Michael Garrick, un joven abogado del Departamento de Presidencia, empieza a salir con Nora sin tener en cuenta que ella también es Sombra y que mil ojos se posan sobre ambos. Una noche presencian algo que no deberían haber visto y quedan atrapados en una trama secreta urdida por alguien muy poderoso. Ambos jóvenes se convierten en un estorbo para quienes han hecho de la corrupción política el medio habitual para conseguir sus fines.

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– No es que yo quiera salvarla…

– Sólo que tienes que hacerlo, ¿verdad? Estas cosas siempre son así.

– ¿De qué hablas?

– Sé por qué lo haces, Michael; incluso me admira por qué lo haces… pero sólo porque no pudieras ayudar a tu padre…

– ¡Esto no tiene nada que ver con mi padre!

Pam deja pasar el exabrupto, sabe que eso me calmará. En el silencio, tomo aliento. Desde luego que crecí procurando proteger a mi padre, pero eso no significa que quiera proteger a todo el mundo. Con Nora es… es distinto.

– Es un sentimiento maravilloso, Michael, pero esto no es como lo que hiciste por Trey. Nora no será tan fácil de encubrir.

– ¿De qué me hablas?

– No tienes por qué hacerte el tonto. Trey me contó cómo os conocisteis; y cómo acudió a tu despacho en busca de ayuda.

– No necesitaba ayuda; sólo quería algún consejo.

– Vamos, venga… lo pillaron pintando barbas de demonio y monóculos en los carteles de la campaña de Dellinger, y lo arrestaron por daños a la propiedad. Y estaba aterrorizado de tener que contárselo a su jefe…

– No estuvo detenido -le aclaro-. No fue más que una citación. Todo el asunto no fue más que una broma inocente, y lo más importante, lo hizo todo en su tiempo libre, no era como si lo hiciera dentro de la campaña.

– Aun así, cuando entró, tú apenas lo conocías; no era más que otra cara nueva de los del cuartel general… lo que significa que no hubieras tenido por qué pedir ningún favor a tus amiguetes de la facultad que están en la oficina del fiscal.

– No hice nada ilícito…

– No digo que lo hicieras, pero tampoco tenías necesidad de correr a rescatarlo.

Muevo la cabeza. No lo comprendo.

– Pam, no saques las cosas de quicio. Trey necesitaba ayuda y me la pidió a mí.

– No -exclama, levantando la voz-. Te la pidió porque necesitaba ayuda. -Me observa atentamente y añade-: Cada uno tenemos nuestra reputación aquí, para lo bueno y para lo malo.

– Y entonces, ¿qué tiene eso que ver con Nora?

– Pues lo que te he dicho: que ayudar a Trey, y a tu padre, y a tus amigos, y a cualquiera que necesite que lo rescaten, no significa que puedas lograrlo con Nora. Por no mencionar el hecho de que si no te andas con cuidado, dejará que te vayas a pique tú solo.

Pienso en la noche anterior y en cómo se rompía la voz de Nora cuando pedía perdón. La manera en que lo dijo… el temblor de la mandíbula… Nunca me dejaría hundirme solo.

– Si ahora se queda callada, tiene que tener alguna razón.

– ¿Alguna razón? -dice Pam. Puedo leerlo en las arrugas de su frente. Cree que me obnubilan las estrellas-. Ahora te estás comportando como un perfecto idiota.

– Lo siento… pero yo lo veo así.

– Bueno, aparte de lo ciego o no que quieras estar, sigues necesitando que te ayude. Porque ella es la única que puede corroborar tu historia sobre Simon.

Asiento con la cabeza intentando no ahondar en por qué no ha querido verme hoy.

– Cuando todo se calme, seguro que aparece.

– ¿Y por qué me resultará tan difícil creer eso?

– Porque a ti ella no te gusta.

– Ella me importa un comino… sólo estoy preocupada por ti.

– Pues no te preocupes, no nos va a dejar en la estacada.

– Espero que tengas razón -dice Pam-. Porque si lo hace, vas a hacer una caída libre sin paracaídas. Y antes de que puedas parpadear siquiera, estarás apurando hasta el último segundo del impacto.

Por razones de economía, el sábado por la mañana significa que sólo dos de mis cuatro periódicos me esperan en el lado de fuera de mi puerta. Los sueldos de funcionario no llegan más allá, ni siquiera para un abogado. Aun así, el ritual es prácticamente el mismo. Al meter los periódicos, contemplo por segundo día consecutivo la foto de Bartlett en primera: una instantánea radiante de él y su mujer en un partido de fútbol de su hijo. Dejo el periódico a un lado y miro en el faldón de la primera del Post la noticia de la muerte de Caroline y busco mi nombre. No está. Todavía no.

En vez de eso hay un resumen de su muerte, seguido de un breve apunte sobre lo buena amiga de la Primera Dama que era. Según dice el pie de una foto antigua de las dos amigas, esa relación cambió la vida de Caroline. Pero mirando la imagen no entiendo por qué. Caroline es una estudiante de Derecho, con los ojos muy abiertos y apasionados y una blusa barata y una falda arrugada; la señora Hartson es su supervisora, la consejera chispeante que recauda fondos para el Parkinson con su traje blanco a lo Miami que muestra su poder. Una amistad terminada por un ataque al corazón. Por favor, ojalá que sólo sea un ataque al corazón.

El sábado por la mañana bajo en coche hacia el centro y según me acerco a la Casa Blanca la avenida de Pennsylvania está atestada de corredores y ciclistas que pretenden dejar atrás el trabajo de la semana. A sus espaldas, el sol reverbera en las columnas de marfil de la mansión. Es de esa clase de vistas que te hacen desear pasar el día al aire libre. Es decir, si consigues quitarte el trabajo de la cabeza.

Me paro ante el primer control ante la verja de la Puerta Suroeste y muestro mi tarjeta de identidad al guardia uniformado del Servicio Secreto. Echa un vistazo a la foto y me pone una sonrisilla vagamente burlona. En la mano derecha lleva algo que parece un taco de billar con un espejo irrompible redondo sujeto en un extremo. Sin decir palabra, pasa el espejo por debajo del coche. Ni bombas ni pasajeros sorpresa. Como conozco el resto del ritual, abro el maletero. El primer agente revuelve por la trasera de mi jeep cuando descubro a otro de pie a un lado con un pastor alemán más que alerta. Cuando por fin mi coche esté aparcado, enviarán al perro a que olfatee de hora en hora. En este momento, me indican con la mano que pase.

Encuentro un sitio libre en la State Place justo al lado de los barrotes de acero. Para mi nivel, es el mejor parking posible. Fuera de la verja. Por lo menos tengo pase para el aparcamiento.

Hago el resto del camino a pie, cruzo la verja, meto mi chapa en el torniquete y espero a que suene el cierre. Cruzo ante otros dos guardias, ninguno de los cuales me vuelve a mirar. Pero al mirar hacia atrás, sin embargo, veo que el agente del espejo está del otro lado de la verja. Y que me está mirando fijamente a través de los barrotes. Con la misma sonrisilla en la cara.

Acelero el paso hacia la acera llevando el EAOE a la izquierda y el Ala Oeste a la derecha. El pasaje entre ambos está lleno de Mercedes, Jaguars y Saabs alineados y mezclados con justo los suficientes Saturns destartalados como para disipar los reproches de elitismo. El aparcamiento más prestigioso de la ciudad. Todo lo que está dentro de las verjas. El aparcamiento de la avenida West Exec, una isla en sí mismo, es también el lugar donde se expone a la vista del mundo la jerarquía de mando en la Casa Blanca: cuanto más cerca de la entrada del Ala Oeste esté tu plaza, más alto es tu rango. El jefe de Gabinete está más cerca que el jefe adjunto de Gabinete, que está más cerca que el consejero de Política Interior, que está más cerca que yo. E incluso aunque yo no voy habitualmente en coche al trabajo, eso no quiere decir que no quiera tener plaza en el interior de la verja.

Cada vez más cerca de la fachada, no puedo contenerme. Finjo que oigo que alguien me llama y vuelvo a mirar hacia atrás. El guardia continúa allí. Nuestros ojos se encuentran y murmura algo por su walkie-talkie. Qué demonios… Olvídalo. Sólo pretende asustarme. ¿Con quién habla?

Vuelvo al aparcamiento y veo un Volvo negro en la plaza 26. Simon está por el edificio. Al final de esa fila, hay un Honda gris viejo en el puesto 94. Es el de Trey, cuya jefa le deja utilizar su plaza los fines de semana. A medio camino entre los dos, veo que hay un coche rojo nuevo flamante aparcado en el 41. Caroline lleva menos de veinticuatro horas muerta y alguien ha cogido ya su parking.

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