– Ahí viene un novato, y de categoría.
Los llaveros se disponen a cachearme, pero él les detiene:
– No le fastidiéis haciéndole sacar toda su impedimenta. Hala y pasa, Papillon. En el edificio especial, seguramente, te esperan muchos amigos. Me llamo Sofrani. Buena suerte en las Islas.
– Gracias, jefe.
Y entro en un inmenso patio donde se alzan tres grandes edificaciones. Sigo al vigilante que me conduce a una de ellas. Sobre la puerta, una inscripción: “Edificio A – Grupo especial.” Frente a la puerta abierta, el vigilante grita:
– ¡Guardián de cabaña! -Entonces, aparece un viejo presidiario-. Aquí tienes un novato -dice el jefe, y se va.
Penetro en una sala rectangular muy grande donde viven ciento veinte hombres. Como en el primer barracón, en Saint-Laurent-du-Maroni, una barra de hierro discurre por uno de sus lados más largos, interrumpida tan sólo por el emplazamiento de la puerta, una reja que se cierra durante la noche. Entre la pared y esa barra, están tendidas, muy rígidas, lonas que sirven de cama y que se llaman hamacas aunque no lo sean. Esas “hamacas* son muy cómodas e higiénicas. Encima de cada una hay dos tablas donde se puede dejar los trastos: una para la ropa blanca, otra, para los víveres, la escudilla, etc. Entre las hileras de hamacas, un pasadizo de tres metros de ancho, el coursier. Los hombres viven aquí también en pequeñas comunidades, las chabolas. Las hay que son sólo de dos hombres, pero también las hay de diez.
Apenas hemos entrado, cuando de todos lados llegan presidiarios vestidos de blanco:
– Papi, ven por aquí.
– No, vente con nosotros.
Grandet coge mi saco y dice:
– Hará chabola conmigo.
Le sigo. Colocamos la lona, bien estirada, que me servirá de cama.
– Toma, ahí tienes una almohada de plumas de gallinas, macho dice Grandet.
Encuentro un montón de amigos. Muchos corsos y marselleses, algunos parisienses, todos amigos de Francia o sujetos que conocí en la Santé, la Conciergerie o en el convoy. Pero, extrañado de verles aquí, les pregunto:
– ¿No estáis en el trabajo, a estas horas?
Entonces, todos se guasean.
– ¡Ah! ¡Esta sí que es buena! En este edificio, el que trabaja no lo hace más de una hora diaria. Después, vuelve a la chabola.
Este recibimiento es caluroso de veras. Esperemos que dure.
Pero no tardo en percatarme de algo que no había previsto: después de los varios días pasados en el hospital, debo aprender a vivir de nuevo en comunidad.
Presencio algo que nunca hubiese imaginado. Entra un tío, vestido de blanco, que trae una bandeja cubierta con un trapo blanco impecable, y grita:
– Bistec, bistec, ¿quién quiere bistecs?
Poco a poco, llega a nuestra altura, se para, levanta el trapo blanco y aparece, bien apilados, como en una carnicería de Francia, toda una bandeja llena de bistecs. Se ve que Grandet es un cliente habitual, pues no le pregunta si quiere bistecs, sino cuántos quiere que le ponga.
– Cinco.
– ¿Solomillo o lomo?
– Solomillo. ¿Qué te debo? Dame la cuenta, porque, ahora que somos uno-más, no subirá lo mismo.
El vendedor de bistecs saca una agenda y se pone a calcular:
– Son ciento treinta y cinco francos, todo incluido.
– Cóbrate y empezamos de nuevo a cero.
Cuando el hombre se va, Grandet me dice:
– Aquí, si no tienes pasta, la espichas. Pero hay un sistema para tenerla siempre: la apañadura.
Entre los duros, “la apañadura” es la manera que cada uno tiene de apañárselas para hacerse con dinero. El cocinero del campo vende en bistecs la misma carne destinada a los presos. Cuando la recibe en la cocina, corta aproximadamente la mitad. Según los trozos, prepara bistecs, carne para estofado o para hervir. Una parte es vendida a los vigilantes a través de sus mujeres, y otra parte a los presidiarios que tienen medios para comprarla. Desde luego, el cocinero da una parte de lo que gana así al vigilante encargado de la cocina. El primer edificio donde se presenta con su mercancía siempre es el del grupo Especial, edificio A, el nuestro.
Así, pues, la apañadura es lo que hace el cocinero que vende la carne y la grasa; el panadero que vende pan de lujo y pan blanco en barritas destinado a los vigilantes; el carnicero de la carnicería que vende la carne; el enfermero que vende inyecciones; el contable que acepta dinero para hacer que te den tal o cual puesto, o, sencillamente, para eximirte de un trabajo; el horticultor que vende legumbres frescas y fruta; el presidiario empleado en el laboratorio que vende resultados de análisis y llega hasta a fabricar falsos tuberculosos, falsos leprosos, enteritis, etcétera; los especialistas de robo en el corral de las casas de los vigilantes que venden huevos, gallinas, jabón; los “mozos de familia” que trafican con el ama de la casa donde trabajan y traen lo que se les pide: mantequilla, leche condensada, leche en polvo, latas de atún, de sardinas, quesos y, por supuesto, vinos y licores (así, en mi chabola, siempre hay una botella de “Ricard” y cigarrillos ingleses o americanos); igualmente, los que tienen derecho a pescar y vender su pescado y sus langostinos.
Pero la mejor “apañadura”, la más peligrosa también, es ser director de juegos. La regla es que nunca pueda haber más de tres o cuatro directores de juegos por edificio de ciento veinte hombres. El que se decide a encargarse de los juegos, se presenta una noche, en el momento de la partida, y dice:
– Quiero un puesto de director de juego.
Le contestan:
– No.
– ¿Todos decís no?
– Todos.
– Entonces, escojo a Fulano, para tomar su puesto.
El designado ha comprendido. Se levanta, va al centro de la sala y ambos se desafían a navaja. El que gana, se queda con los juegos. Los directores de juegos se quedan con el cinco por ciento de cada jugada ganadora.
Los juegos dan pie a otras pequeñas apañaduras. Hay el que, prepara las mantas bien tendidas en el suelo, el que alquila banquetas a los jugadores que no pueden sentarse a la moruna, el vendedor de cigarrillos. Este coloca sobre la manta varias cajas de cigarros vacías, llenas de cigarrillos franceses, ingleses, americanos y hasta liados a mano. Cada uno tiene un precio y el jugador se sirve él mismo y echa escrupulosamente en la caja el) precio fijado. Hay también el que prepara las lámparas de petróleo y cuida de que no humeen demasiado. Son lámparas hechas con botes de leche cuya tapa superior ha sido horadada para pasar una mecha que se empapa de petróleo y que, a menudo, hay que despabilar. Para los que no fuman, hay bombones y pasteles hechos mediante apañadura especial. Cada edificio posee uno o dos cafeteros. En su puesto, cubierto por dos sacos de yute y confeccionado a la manera árabe, toda la noche hay café caliente. De vez en cuando, el cafetero pasa a la sala y ofrece café o cacao mantenido caliente en una especie de marmita noruega de fabricación casera.
Por último, hay la pacotilla. Es una especie de apañadura artesana. Algunos trabajan el carey de las tortugas capturadas por los pescadores. Una tortuga de carey tiene trece placas que pueden pesar hasta dos kilos. El artista hace con ellas brazaletes, zarcillos, collares, boquillas, peines y armazones de cepillos. Hasta he visto un cofrecito de carey rubio, una verdadera maravilla. Otros esculpen cocos, astas de buey, de búfalo, ébano y madera de las Islas, en forma de serpientes. Otros hacen trabajos de marquetería de alta precisión, sin un clavo, todo a base de entalladuras. Los más hábiles trabajan el bronce. Sin olvidar los artistas pintores.
A veces, se asocian varios talentos para realizar un solo objeto. Por ejemplo, un pescador captura un tiburón. Prepara su mandíbula abierta, con todos sus dientes bien pulidos y bien rectos. Un ebanista confecciona un modelo reducido de ancla, con madera lisa y grano apretado, bastante ancha en medio para que se pueda pintar. Se fija la mandíbula abierta a esta ancla en la cual un pintor pinta las Islas de la Salvación rodeadas por el mar. El tema más a menudo utilizado es el siguiente: se ve la punta de la isla Royale, el canal y la isla de San José. Sobre el mar azul, el sol poniente lanza todas sus luces. En el agua, una embarcación con seis presidiarios de pie, con el torso desnudo, los remos alzados verticalmente y tres guardianes, empuñando metralletas, a popa. A proa, dos hombres levantan un féretro del que se desliza, envuelto en un saco de harina, el cadáver de un presidiario. En la superficie del agua, se ven tiburones que esperan el cadáver con las fauces abiertas. Abajo, a la derecha del cuadro, está escrito: “Entierro en Royale”, y la fecha.
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