Así, pues, sin andar demasiado, con ese régimen alimenticio tan reducido consigo el mismo resultado que buscando el cansancio. Las imágenes del pasado me sacan de la celda con un poder tal que, verdaderamente, vivo más horas de libertad que de reclusión.
Sólo me falta cumplir un mes. Hace ya tres que sólo ingiero un chusco y una sopa caliente sin feculentos a mediodía con un pedazo de carne hervida. El hambre continua hace que me ponga a examinar el trozo de carne tan pronto me lo sirven, para ver si no es, como suele ocurrir, sólo un pellejo.
He adelgazado mucho y me percato de cómo aquel coco que tuve la suerte de recibir durante veinte meses ha sido esencial para el mantenimiento de mi buena salud y de mi equilibrio en esta terrible exclusión de la vida.
Esta mañana, tras haberme tomado el café, estoy muy nervioso. Me he abandonado a comerme la mitad del pan, cosa que nunca hago. Habitualmente, lo parto en cuatro trozos más o menos iguales y los como a las seis, a mediodía, a las seis de la tarde y por la noche. “ ¿Por qué lo has hecho? -Me riño a mi mismo.
¿Ahora que todo termina tienes flaquezas tan graves? Tengo hambre y me siento tan sin fuerzas. No seas tan pretencioso ¿Cómo vas a estar fuerte, comiendo lo que comes? Lo esencial, y en esto puedes considerarte vencedor, es que estás débil, es verdad, pero no enfermo. La "comedora de hombres", lógicamente esto con un poco de suerte, debe perder la partida contigo.” Me) sentado, tras mis dos horas de marcha, en el bloque de cemento que me sirve de taburete. Treinta días más, o sea, setecientas veinte horas, y después se abrirá la puerta y me dirán: “Recluso Charriére, salga. Ha terminado sus dos años de reclusión.” ¿Qué diré? Esto: “Sí, por fin he terminado esos dos años de calvario.” ¡Nada de eso, hombre! Si es el comandante al que le fuiste con el cuento de la amnesia, debes continuar con él, fríamente. Le dices: “¿Cómo, estoy indultado, me voy a Francia ¿Ha terminado mi cadena perpetua?” Sólo para ver la cara que pone y convencerle de que el ayuno al que te condenó es una injusticia. Pero, ¿qué te pasa? Injusticia o no, al comandante le importa un pito haberse equivocado. ¿Qué importancia puede tener eso para su retorcida mentalidad? ¡No tendrás la pretensión de que el comandante tenga remordimientos por haberte infligido una pena injustamente! Te prohíbo suponer, tanto mañana como más adelante, que un esbirro sea un ser normal. Ningún hombre digno de este nombre puede pertenecer a esa corporación. Nos acostumbramos a todo en la vida, hasta a ser un canalla durante toda nuestra existencia. Quizá sólo cuando esté cerca de la tumba, el temor de Dios, si es religioso, le asuste y le haga arrepentirse. Desde luego, no será por verdadero remordimiento de las cochinadas que haya cometido, sino por miedo de que, en el juicio de su Dios, sea él el condenado.
Así, cuando vayas a la isla, sea la que sea a donde te destinen, ya desde ahora, sabed que ningún compromiso deberá ligarte a esa raza. Cada cual se encuentra a un lado de una barrera claramente trazada. A un lado, la abulia, la pedante autoridad desalmada, el sadismo intuitivo, automático en sus reacciones; y en el otro, yo con los hombres de mi categoría, que, seguramente, han cometido delitos graves, pero en quienes el sufrimiento ha sabido crear cualidades incomparables: piedad, bondad, sacrificio, nobleza, coraje.
Con toda sinceridad, prefiero ser un presidiario que un esbirro.
Sólo veinte días. Me siento, en verdad, muy débil. He notado que mi chusco siempre es de los más pequeños. ¿Quién puede rebajarse tanto hasta escoger sañudamente mi chusco? En mi sopa, desde hace varios días, no hay más que agua caliente, y el trozo de carne siempre es un hueso con muy poca carne o un poco de pellejo. Tengo miedo de caer enfermo. Es una obsesión. Estoy tan débil que no he de esforzarme nada para soñar, despierto, cualquier cosa. Esa profunda fatiga acompañada de una depresión en verdad grave me preocupa. Trato de reaccionar y, con penas y fatigas, logro pasar las veinticuatro horas de cada día. Rascan en mi puerta. Atrapo rápidamente un papel. Es fosforescente. Lo envían Dega y Galgani. Leo: Manda unas letras. Muy preocupados por tu estado de salud. 19 días más, ánimo. Louis-Ignace.
Hay un pedazo de papel en blanco y una punta de mina de lápiz negra. Escribo: Aguanto, estoy muy débil. Gracias, Papi.
Y como la escoba vuelve a frotar de nuevo, mando el papel. Estas letras sin cigarrillos, sin coco, significan para mí más que todo eso. Esta manifestación de amistad, tan maravillosa y constante, me da el fustazo que necesitaba. En el exterior, saben cómo estoy, y si cayese enfermo, el doctor seguramente recibiría la visita de mis amigos para impulsarle a cuidarme correctamente. Tienen razón, sólo diecinueve días, estoy a punto de terminar esa carrera agotadora contra la muerte y la locura. No caeré enfermo. De mí depende hacer cuanto menos movimiento posible para no gastar más que las calorías indispensables. Voy a suprimir las dos horas de marcha de la mañana y las dos de la tarde. Es el único medio de aguantar. Por lo que, toda la noche, durante doce horas, estoy acostado, y las otras doce horas, sentado sin moverme en mi banco de piedra. De vez en cuanto, me levanto y hago algunas flexiones y movimientos de brazos. Luego, me siento de nuevo.
Sólo diez días.
Me estoy paseando por Trinidad, los violines javaneses de una sola cuerda me acunan con sus melodías quejumbrosas, cuando un grito horrible, inhumano, me devuelve a la realidad. Ese grito procede de una celda que está detrás de la mía o, en todo caso, muy cerca. Oigo:
– Canalla, baja aquí, a mi fosa. ¿No estás cansado de vigilar desde arriba? ¿No ves que te pierdes la mitad del espectáculo por culpa de la poca luz que hay en este hoyo?
– ¡Cállese, o será castigado severamente! -dice el guardián.
– Ja, ja! ¡Deja que me ría, so imbécil! ¿Cómo puedes encontrar algo más cruel que este silencio? Castígame todo cuanto quieras, pégame, si te apetece, horrible verdugo, pero nunca encontrarás nada comparable con el silencio en el que me obligas a estar. ¡No, no, no! ¡No quiero, no puedo seguir sin hablar! Cochino imbécil, hace ya tres años que debía de haberte dicho: ¡mierda! ¡Y he sido lo bastante estúpido para esperar treinta y seis meses en gritarte mi asco por miedo de un castigo! ¡Mi asco por ti y todos los de tu calaña, podridos esbirros!
Algunos instantes después, la puerta se abre y oigo:
– ¡No, así no! ¡Ponédsela al revés, es mucho más eficaz!
Y el pobre tipo que chilla:
– ¡Ponla como quieras, tu camisa de fuerza, podrido! Al revés, si quieres, estréchala hasta ahogarme, tira fuerte con tus rodillas de los cordones. ¡Eso no me impedirá decirte que tu madre es una marrana y que por eso no puedes ser más que un montón de basura!
Deben de haberle amordazado, pues ya no oigo nada más. La puerta ha sido cerrada de nuevo. Esa escena, al parecer, ha conmovido al joven guardián, puesto que, al cabo de algunos minutos, se para delante de mi celda y dice:
– Debe de haberse vuelto loco.
– ¿Usted cree? Sin embargo, todo lo que ha dicho es muy sensato.
El guardián se queda de piedra, y me suelta, marchándose:
– Vaya, ¡ésta me la apunto!
Este incidente me ha apartado de la isla de las buenas personas, los violines, las tetas de las hindúes, el puerto de Port of Spain, para devolverme a la triste realidad de la Reclusión.
Diez días más, o sea, doscientas cuarenta horas que aguantar.
La táctica de no moverme da sus frutos, a menos que sea porque los días transcurren despacio, o a causa de las pequeñas cartas de mis amigos. Creo más bien que me siento más fuerte a causa de una comparación que se impone en mí. Estoy a doscientas cuarenta horas de ser liberado de la Reclusión, me encuentro débil, pero mi mente sigue intacta, mi energía sólo pide un poco más de fuerza física para volver a funcionar perfectamente. En tanto que ahí, detrás de mí, a dos metros, separado por la pared, un pobre sujeto entra en la primera fase de la locura, quizá por la puerta peor, la de la violencia. No vivirá mucho, pues su rebeldía da ocasión a que puedan atiborrarle a saciedad de tratamientos rigurosamente estudiados para matarle lo más científicamente posible. Me reprocho sentirme más fuerte porque el otro está vencido. Me pregunto si soy también uno de esos egoístas que, en invierno, bien calzados, bien enguantados, con abrigos de pieles, ven desfilar ante sí las masas que van a trabajar, heladas de frío, mal vestidas o, cuando menos, con las manos amoratadas por la helada matutina, y que comparando ese rebaño que corre para atrapar el primer “Metro” o autobús, se sienten mucho más abrigados que antes y disfrutan de su pelliza con más intensidad que nunca. Muy a menudo, todo está hecho de comparaciones, en la vida. Es verdad, tengo diez años, pero Papillon tiene la perpetua. Es verdad, tengo la perpetua, pero también tengo veintiocho años, mientras que él tiene quince años, pero ha cumplido los cincuenta.
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