Lali me la presenta y la hace entrar en casa con Zoraima y otra india jovencísima que lleva vasijas y una especie de pinceles. En efecto, las visitantes deben pintar a las indias de mi poblado. Presencio la obra maestra que la guapa chica pinta sobre Lali y Zoraima. Sus pinceles están hechos con una varita con un pedazo de lana en el extremo. Para hacer sus dibujos los moja en diferentes colores. Entonces, tomo mi pincel y, partiendo del ombligo de Lali, hago una planta con dos ramas cada una de las cuales va a la base del pecho; luego pinto pétalos de color rosa, y el pezón, de amarillo. Diríase una flor medio abierta, con su pistilo. Las otras tres quieren que les haga lo mismo. Tengo que preguntárselo a Zorrillo. Acude y me dice que puedo pintarlas como quiera desde el momento que ellas están de acuerdo. ¡Lo que llego a hacer! Durante más de dos horas, he pintado los pechos de las jóvenes visitantes y los de las demás. Zoraima exige tener exactamente la misma pintura que Lali. Entretanto, los indios han asado los carneros en el espetón, y dos tortugas cuecen a trozos sobre las brasas. Su carne es roja y hermosa, parece de buey.
Estoy sentado al lado de Zato y de su padre, bajo la tienda. Los hombres comen a un lado, las mujeres en el otro, salvo las que nos sirven. La fiesta termina con una especie de danza, muy avanzada la noche. Para bailar, un indio toca una flauta de madera que emite tonos agudos poco variados y golpea dos tambores de piel de carnero. Muchos indios e indias están borrachos, pero no se produce ningún incidente desagradable. El brujo ha venido montado en su asno. Todo el mundo mira la cicatriz rosa que hay en el sitio de la úlcera, esa úlcera que todo el mundo conocía. Por lo que es una verdadera sorpresa verla cicatrizada. Sólo Zorrillo y yo sabemos a qué atenernos. Zorrillo me explica que el jefe de la tribu que ha venido es el padre de Zato y que le llaman Justo. El es quien juzga los conflictos que surgen entre gente de su tribu y de las otras tribus de raza guajira. Me dice también que cuando hay desavenencias con otra raza de indios, los iapos, se reúnen para discutir si van a hacer la guerra o a arreglar las cosas amigablemente. Cuando un indio es muerto por otro de la otra tribu, se ponen de acuerdo, para evitar la guerra, en que el homicida pague el muerto de la otra tribu. Algunas veces, se paga hasta doscientas cabezas de ganado, pues en las montañas y en su falda todas las tribus poseen muchas vacas y bueyes. Desgraciadamente, nunca las vacunan contra la fiebre aftosa y las epidemias matan cantidades considerables de reses. Por una parte es bueno, dice Zorrillo, pues sin esas enfermedades tendrían demasiadas. Ese ganado no puede ser vendido oficialmente en Colombia o en Venezuela, tiene que quedarse siempre en territorio indio por miedo que lleve la fiebre aftosa a ambos países. Pero, dice Zorrillo, por los montes hay un gran contrabando de manadas.
El jefe visitante, justo, me hace decir por Zorrillo que vaya a verle en su poblado, donde tiene, al parecer, casi cien chozas. Me dice que vaya con Lali y Zoraima, que me dará una choza para nosotros y que no nos llevemos nada, pues tendré todo lo necesario. Me dice que me lleve solamente mi material de tatuaje para hacerle también un tigre a él. Se quita su muñequera de cuero negro y me la da. Según Zorrillo, es un gesto importante que significa que él es mi amigo y que no tendrá fuerza para negarse a mis deseos. Me pregunta si quiero un caballo, le digo que sí, pero que no puedo aceptarlo, pues aquí apenas hay hierba. Dice que Lali o Zoraima pueden, cada vez que sea necesario, ir a media jornada de caballo. Explica dónde es y que allí hay hierba alta y buena. Acepto el caballo, que me mandará, dice, pronto.
Aprovecho esta larga visita de Zorrillo para decirle que tengo confianza en él, que espero que no me traicione delatando mi idea de ir a Venezuela o a Colombia. Me describe los peligros de los treinta primeros kilómetros fronterizos. Según los informes de los contrabandistas, el lado venezolano es más peligroso que el lado colombiano. Por otra parte, él mismo podría acompañarme al lado de Colombia casi hasta Santa Marta, y añade que ya he hecho el camino y que, en su opinión, Colombia es más indicada. Estaría de acuerdo en que comprase otro diccionario, o más bien libros de lecciones de español donde hay frases “standard”. Según el, si aprendiese a tartamudear muy fuerte, sería una gran ventaja, pues la gente se pondría nerviosa escuchándome y ella misma acabaría las frases sin prestar demasiada atención al acento y a la dicción. Quedó decidido, me traerá libros y un mapa lo más detallado posible, y, cuando haga falta, también se encargará de vender mis perlas contra dinero colombiano. Zorrillo me explica que los indios, empezando por el jefe, no pueden menos que estar de mi parte en mi decisión de irme, puesto que lo deseo. Sentirán mi marcha, pero comprenderán que es normal que trate de volver con los míos. Lo difícil será Zoraima y, sobre todo Lali. Tanto una como otra, pero sobre todo Lali, son muy capaces de matarme de un tiro. Por otra parte, también por Zorrillo, me entero de algo que ignoraba: Zoraima está encinta. No he notado nada, por lo que me he quedado estupefacto.
La fiesta ha terminado, todo el mundo se ha ido, la tienda de pieles es desmontada, todo vuelve a quedar como antes, al menos en apariencia. He recibido el caballo, un magnífico tordo de larga cola que casi llega al suelo y una crin de un gris platinado maravilloso. Lali y Zoraima no están nada contentas y el brujo me manda llamar para decirme que Lali y Zoraima le han preguntado si podían darle sin peligro vidrio machacado al caballo para que así se muera. Les ha dicho que no hicieran tal cosa porque yo estaba protegido por no sé qué santo indio y que, entonces, el vidrio iría a parar al vientre de ellas. Añade que, a su parecer, ya no hay peligro, pero que no está seguro. Tengo que andar con cuidado. ¿Y en lo que se refiere a mí personalmente? No, dice él. Si ven que me dispongo en serio a marcharme, todo lo más que pueden hacer, sobre todo Lali, es matarme de un tiro de escopeta. ¿Puedo intentar convencerlas de que me dejen ir diciendo que volveré? Eso sí que no, nunca dar a entender que quiero marcharme.
El brujo ha podido decirme todo eso porque, el mismo día, ha hecho venir a Zorrillo, que ha hecho de intérprete. Las cosas son demasiado graves para no tomar todas las precauciones, concluye diciendo Zorrillo. Vuelvo a casa. Zorrillo ha ido a la del brujo y se ha marchado por un camino distinto del mío. Nadie en el poblado sabe que el brujo me ha mandado llamar al mismo tiempo que a Zorrillo.
Ya han pasado seis meses y tengo prisa por irme. Un día, vuelvo a casa y encuentro a Lali y Zoraima inclinadas sobre el mapa. Tratan de entender qué representan esos dibujos. Lo que les preocupa es el dibujo con las flechas que indican los cuatro puntos cardinales. Están desconcertadas, pero adivinan que ese papel tiene algo muy importante que ver con nuestra vida.
El vientre de Zoraima ha empezado a hacerse muy voluminoso. Lali está un poco celosa y me obliga a hacer el amor a no importa qué hora del día o de la noche y en cualquier sitio propicio, Zoraima también reclama hacer el amor, pero, afortunadamente, sólo de noche. He ido a ver a justo, el padre de Zato. Lali y Zoraima me han acompañado. Me he valido del dibujo, que por suerte había guardado, para calcar las fauces del tigre en su pecho. En seis días ha quedado listo, pues la primera costra cayó pronto gracias a un lavado que él mismo se hizo con agua mezclada con trozos de cal viva. justo está tan contento que se contempla en el espejo varias veces al día. Durante mi estancia, ha venido Zorrillo. Con mi autorización ha hablado a Justo de mi proyecto, pues yo quisiera que me cambiase el caballo. Los caballos de, los guajiros, tordos, no existen en Colombia, pero justo tiene tres caballos alazanes colombianos. Tan pronto justo conoce mis proyectos, manda a buscar los caballos. Escojo el que me parece más manso, y justo lo hace ensillar, poner estribos y un freno de hierro, pues los suyos carecen de silla y, por freno, llevan un hueso. Tras haberme equipado a la colombiana, justo me pone en las manos las bridas de cuero marrón y luego, delante de mí, le cuenta a Zorrillo treinta y nueve monedas de oro de cien pesos cada una. Zorrillo debe guardarlas y entregármelas el día que me vaya. Quiere darme su carabina de repetición “Manchester”, rehúso y, además, Zorrillo dice que no puedo entrar armado en Colombia. Entonces, Justo me da dos flechas de un dedo de largo, envueltas en lana y encerradas en una pequeña funda, de cuero. Zorrillo me dice que son flechas emponzoñadas, con veneno muy violento y muy raro.
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