– Soy Toussaint El Corso y tú debes ser Papillon.
– Sí.
– Las noticias vuelan de prisa en el presidio, tan de prisa como tú actúas. ¿Dónde dejaste el mosquetón?
– Lo tiramos al río.
– ¿En qué sitio?
– Frente a la tapia del hospital, exactamente donde la saltamos.
– Entonces, ¿puede recuperarse?
– Eso supongo, pues el agua no es profunda allí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Nos vimos obligados a meternos en el agua para transportar a nuestro amigo herido y dejarlo en la canoa.
– ¿Qué tiene?
– Se ha roto una pierna.
– ¿Qué has hecho de él?
– He juntado ramas partidas en dos por la mitad y le he colocado una especie de collar de sujeción en la pierna.
– ¿Le duele?
– Sí.
– ¿Dónde está?
– En la piragua.
– Has dicho que vienes a buscar ayuda. ¿Qué clase de ayuda? -Una embarcación.
– ¿Quieres que te demos una embarcación?
– Sí, tengo dinero para pagarla.
– Bien. Te venderé la mía, es formidable y completamente nueva, la robé la semana pasada en Albina. No es una embarcación, es un trasatlántico. Sólo le falta una cosa, una quilla. No está quillada, pero en dos horas te pondremos una buena quilla. Tiene todo lo que hace falta: un gobernalle con su barra completa, un mástil de cuatro metros de quiebrahacha y una vela completamente nueva de lona de lino. ¿Cuánto me das?
– Dime tú el precio, no sé qué valor tienen las cosas aquí.
– Tres mil francos, si puedes pagar. Si no puedes, vete a buscar el mosquetón mañana por la noche y, a cambio, te doy la embarcación.
– No, prefiero pagar.
– Conforme, trato hecho. ¡Pulga, trae café!
El Pulga, que es el semienano que viniera a buscarme se dirige a una repisa que hay sobre la lumbre, toma una escudilla reluciente, nueva y limpia, vierte en ella café de una botella y la pone al fuego. Al cabo de un momento, retira la escudilla y sirve el café en algunos vasos metálicos que hay junto a las piedras. Toussaint se inclina y reparte los vasos a los hombres que están detrás de él. El Pulga me alarga la escudilla, diciéndome:
– Bebe sin temor, pues esa escudilla sólo es para los que vienen de paso. Ningún enfermo bebe en ella.
Cojo la escudilla, bebo y, luego, me la pongo sobre la rodilla. En este momento, descubro que, pegado a la escudilla, hay un dedo. Estoy tratando de comprender, cuando El Pulga dice:
– Toma, ¡ya he perdido otro dedo! ¿Dónde diablos habrá caído?
– Aquí está -le digo, mostrándole la escudilla.
Lo despega y, luego, lo tira al fuego. Me devuelve la escudilla y dice:
– Puedes beber, porque yo tengo la lepra seca. Me deshago a trocitos, pero no me pudro. No soy contagioso.
Un olor a carne asada llega hasta mí. Pienso: “Debe ser el dedo.”
Toussaínt dice:
– Tendrás que quedarte todo el día hasta por la tarde, cuando baje la marea. Es necesario que vayas a avisar a tus amigos. Deja al herido en una choza, recoged todo lo que hay en la canoa, y echadla a pique. Nadie puede ayudaros, ya comprendes por que.
Rápidamente, me reúno con mis dos compañeros. Transportamos a Clousiot a una choza. Una hora después, lo hemos quitado todo y el material de la piragua está cuidadosamente guardado. El Pulga pide que le regalemos la piragua y una pagaya. Se la doy. Irá a hundirla en un sitio que conoce. La noche ha pasado de prisa. Los tres estamos en la choza, echados sobre mantas nuevas que nos ha hecho enviar Toussaint. Nos han llegado empaquetadas en papel fuerte de embalaje. Tendido sobre una de esas mantas, doy detalles a Clousiot y Maturette de lo ocurrido desde mi llegada a la isla y del trato hecho con Toussaint. Clousiot dice una tontería, sin reflexionar:
– Darse el piro cuesta entonces seis mil quinientos francos. Te daré la mitad, Papillon, es decir, los tres mil francos que tengo.
– No estamos aquí para echar cuentas de armenio. Mientras tenga pasta, pago yo. Después ya veremos.
Ningún leproso entra en la choza. Despunta el día. Llega Toussaint:
– Buenos días. Podéis salir tranquilos. Aquí, nadie puede venir a molestaros. Subido a un cocotero, en lo alto de la isla, está uno para ver si hay embarcaciones de la bofia en el río. No se ven. Mientras ondee el trapo blanco, significa que no hay moros en la costa. Sí el vigía ve algo, bajará a decirlo. Podéis coger papayas vosotros mismos y comerlas si queréis.
– Toussaint, ¿y la quilla? -le digo.
– La haremos con una tabla de la puerta de la enfermería. Es de madera dura sin desbastar. Con dos tablas haremos la quilla. Hemos subido ya la canoa a la explanada aprovechando la noche. Ven a verla.
Vamos allá. Es una magnífica lancha de cinco metros de largo, completamente nueva, con dos bancos, uno horadado para colocar el mástil. Es pesado y a Maturette y a mí nos cuesta mucho darle la vuelta. Vela y cordaje son nuevos, flamantes. A los lados hay anillas para sujetar la carga, incluso el barril de agua. Ponemos manos a la obra. A mediodía, una quilla ahusada de popa a proa queda sólidamente sujeta con largos tornillos y los cuatro tirafondos que yo tenía.
En corro, alrededor de nosotros, los leprosos nos contemplan trabajar sin decir palabra. Toussaint nos explica lo que hay que hacer y obedecemos. Ninguna llaga en la cara de Toussaint, que parece normal, pero cuando habla, se nota que sólo mueve un lado del rostro, el izquierdo. Me lo dice, y también me dice que está aquejado de lepra seca. El torso y el brazo derecho los tiene igualmente paralizados y espera que la pierna derecha se le paralice también a no tardar. El ojo derecho aparece fijo como un ojo de cristal. Ve con él, pero no puede moverlo. No doy ningún nombre de los leprosos. Quizá quienes les quisieron o conocieron nunca han sabido de qué horrible manera se han podrido en vida.
Mientras trabajo, charlo con Toussaint. Nadie más habla. Salvo una vez en que, cuando me disponía a coger algunas bisagras arrancadas de un mueble de la enfermería, para reforzar la sujeción de la quilla, uno de ellos dice:
– No las cojas todavía, déjalas ahí. Me he hecho un rasguño al arrancar una y hay sangre, aunque la he limpiado.
Un leproso las rocía con ron y prende fuego por dos veces:
– Ahora -dice aquel hombre- ya puedes usarlas.
Mientras trabajamos, Toussaint dice a un leproso:
– Tú que te has fugado varias veces, explícale bien a Papillon cómo debe actuar, puesto que ninguno de los tres se ha fugado antes.
El hombre nos explica:
– Esta tarde, la marea baja muy temprano. La bajamar comienza a las tres. A la caída de la noche, hacia las seis, tienes a favor una corriente que te llevará en menos de tres horas a cien kilómetros aproximadamente de la desembocadura. A las nueve, tendrás que pararte. Has de esperar bien amarrado a un árbol de la selva, las seis horas de marea alta, hasta las tres de la madrugada. Pero no salgas a esa hora, pues la corriente no se retira lo bastante de prisa. A las cuatro y media de la mañana, ponte en medio del río. Tienes una hora y media antes de que despunte el día, para hacer cincuenta kilómetros. En esa hora y media están todas tus posibilidades. Es necesario que a las seis, cuando salga el sol, te hagas a la mar. Aunque la bofia te vea, no puede perseguirte, pues llegaría al alfaque en el mismo momento que sube la marea. No podrán pasar y tú ya habrás cruzado el banco de arena. En ese kilómetro de ventaja que debes tener cuando ellos te perciban va tu vida. Ahí no hay más que una vela, ¿qué tenías en la piragua?
– Una vela y un foque.
– Esa embarcación es pesada, puede aguantar dos foques, uno en trinquetes desde la punta de la embarcación hasta el pie del mástil, y el otro inflado saliendo fuera de la punta de la lancha para levantar bien la proa. Sal a todo trapo, recto sobre las olas del mar, que siempre es gruesa en el estuario. Haz tumbar a tus amigos en el fondo de la canoa para estabilizarla mejor, y tú sujeta bien el gobernalle. No ates la soga que sujeta la vela a tu pierna, hazla pasar por la anilla que hay para eso en la embarcación y sujétala con una sola vuelta a tu muñeca. Si ves que la fuerza del viento aumenta el desplazamiento de una ola fuerte y que vas a escorar en el agua con peligro de zozobrar, suéltalo todo y, acto seguido, verás cómo tu embarcación recobra el equilibrio. Si ocurriese eso, no te pares, deja suelta la vela y sigue adelante, al viento, con el trinquete y el foque. Sólo hasta que llegues a las aguas azules tendrás tiempo de hacer arriar la vela por el pequeño, bajarla a bordo y seguir adelante tras haberla vuelto a izar. ¿Conoces la derrota?
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