Henry Charriere - Papillon

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Andaba yo por los seis años cuando mi padre decidió que podía prestarme sus libros sin temor a destrozos. Hasta ese momento, mi biblioteca básica se restringía al TBO, Mortadelos variados, y cualquier libro de categoría infantil-juvenil que me cayera como regalo en las fechas oportunas. Por desgracia (o quizá sería más justo decir por suerte. Sólo quizá), la economía familiar no estaba para seguir el ritmo de mis `papá, que me he acabado el tebeo, cómprame otro`. A grandes males, grandes remedios, y el viejo debió de pensar que a mayor número de páginas a mi disposición le incordiaría menos a menudo (se equivocaba, pero esto es otra historia).
En cualquier caso, poco tiempo después de tener carta blanca para leer cualquier cosa impresa que fuese capaz de alcanzar de las estanterías, me llamó la atención un libro cuya portada estaba dominada por el retrato de un señor de aspecto campechano bajo la palabra Papillón. Nada más. Sin tener a mano a nadie a quien preguntar de qué iba la cosa (yo estaba de vacaciones, el resto de la familia trabajando), lo cogí, me puse a hojearlo, y… De lo siguiente que me di cuenta fue de que habían pasado varias horas y me llamaban para cenar. No me había enterado. Yo estaba muy lejos. En las comisarías de la poli francesa. En un juicio. Deportado a la Guayana. Intentando salir de Barranquilla. Contando la secuencia de las olas en la Isla del Diablo para adivinar el momento adecuado para saltar y que la marea me llevase lejos sin destrozarme contra los acantilados. Dando paseos en la celda de castigo (`Un paso, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Uno, dos…`).
Sería exagerado decir que entendí perfectamente todo lo que leía, problema que quedó resuelto en posteriores relecturas a lo largo de los años, pero me daba igual. Lo cierto es que fue una lectura con secuelas que llegan hasta hoy. No sólo en cuanto a influencias en el carácter, actitudes, aficiones y actividades, que las hubo, con el paso de los años también tuve mi propia ración de aventuras, con alguna que otra escapada incluida (aunque esto, también, es otra historia). Además, y más importante en cuanto al tema que nos ocupa, influyó en mi punto de vista a la hora de apreciar las lecturas.
Con el tiempo he acabado leyendo de todo y aprendido a disfrutar estilos muy diversos. Y cada vez sé darle más importancia al cómo están contadas las cosas, además de lo que se cuenta en sí. Pero hay algo sin lo que no puedo pasar, y es la sensación de que exista un fondo real en la historia y en los personajes. Da igual que sea ficción pura y me conste que todo es invención: si el autor no es capaz de convencerme de que me habla de alguien de carne y hueso (o metal o pseudópodos, tanto da, pero que parezca real) a quien le ocurren cosas reales, y que reacciona a ellas de forma creíble, es poco probable que disfrute de la lectura por bien escrito que esté el relato. No es de extrañar que de esta forma prefiera con mucho la vuelta al mundo de Manuel Leguineche antes que la de Phileas Fogg, aunque Manu tardase 81 días y perdiese la apuesta…
Por supuesto, no siempre, pero a menudo, es más sencillo hacer que suene convincente algo que ha pasado: basta con contar bien la historia y no hay que molestarse en inventarla. Charrière lo tenía fácil en ese aspecto, el argumento estaba escrito. Pero esto no quita mérito a una obra como Papillón, que resulta un modelo excelente de cómo describir lugares y personajes, narrar aventuras y tener al lector sujeto en un puño. La ventaja en atractivo que podría tener el `esto ocurrió realmente` es algo que se diluye con el tiempo, y la historia de un hombre castigado por un delito que no cometió y sus intentos de evasión del lugar donde está encerrado no era siquiera original cuando Charrière escribió su autobiografía.
Pero lo cuenta tan bien que lo vives como si estuvieras ahí. Y eso es lo importante.

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Seguiremos ocho días más en los cuarteles celulares antes de que nos lleven a las Islas, y quizá sea mejor para evadirse que la sala donde hemos ido a recalar en el hospital. En la misma misiva, Sierra me dice que, si quiero, me mandará un presidiario liberado a hablar conmigo para prepararme el barco detrás del hospital. Es un tolosense que se llama Jésus, el mismo que preparó la evasión del doctor Bougrat hace ahora dos años. Para verle, he de hacerme radiografiar en un pabellón especialmente equipado para ello. Ese pabellón está dentro del hospital, pero los liberados tienen acceso a él mediante una falsa orden para ser radiografiados. Me dice que antes de que vaya a hacerme la radiografía me quite el estuche, pues el doctor podría verlo si mira más abajo de los pulmones. Envío unas letras a Sierra, diciéndole que mande a Jésus a hacerse la radiografía y que se ponga de acuerdo con Chatal para que me manden también allí. Será pasado mañana a las nueve, me advierte Sierra aquella misma noche.

El día siguiente, Dega pide salir del hospital, así como Fernández. El Mana ha zarpado esta mañana. Ellos esperan fugarse de las celdas del campamento, les deseo buena suerte yo no varío mis proyectos.

He visto a Jésus. Es un viejo Presidiario liberado, flaco como una sardina, de rostro curtido, cruzado por dos tremendas cicatrices. Tiene un ojo que llora constantemente cuando te mira. Mala pinta, mala mirada. No me inspira mucha confianza, el futuro me dará la razón. Hablamos rápidamente:

– Puedo facilitarte una embarcación para cuatro hombres, a lo sumo cinco. Un barrilito de agua, víveres café, y tabaco; tres palas de canoa india, sacos de harina vacíos, aguja e hilo para que te hagas la vela y un foque tú mismo; una brújula, un hacha, un cuchillo, cinco litros de tafia -ron de Guayana-, por dos mil quinientos francos. La luna se pone dentro de tres días. De aquí a cuatro días, si aceptas, te esperaré en la lancha botada todas las noches, desde las once hasta las tres de la madrugada, durante ocho días. Al primer cuarto creciente de la luna, ya no te espero. La embarcación estará exactamente frente al ángulo de abajo de la tapia del hospital. Dirígete por la tapia, pues hasta que no estés junto a la embarcación, no la verás ni a dos metros.

No me fío, pero de todos modos digo que sí.

– ¿La pasta? -me dice Jésus.

– Te la mandaré por Sierra.

Y nos separamos sin estrecharnos la mano. No lo veo claro.

A las tres, Chatal se va al campamento a llevar la pasta, dos Mil quinientos francos, a Sierra. Me he dicho: “Me juego esa pasta gracias a Galgani, pues resulta arriesgado. ¡Con tal de que no se las sople en tafia, esas dos mil quinientas leandras! “

Clousiot está radiante, confía en sí mismo, en mí y en el proyecto. Sólo una cosa le preocupa: no todas las noches, aunque a menudo, el árabe llavero entra en la sala y, sobre todo, raras veces muy tarde. Otro problema: ¿a quién se podría escoger como tercero para hacerle la proposición? Hay un corso del hampa de Niza, llamado Biaggi. Está en el presidio desde 1929, habiendo matado a un tipo después, sujeto a estricta vigilancia en esta sala y en estado preventivo por ese homicidio. Clousíot y yo discutimos sobre si debemos hablarle y cuándo. Mientras estamos conversando en voz baja, se acerca a nosotros un efebo de dieciocho años, lindo como una mujer. Se llama Maturette y fue condenado a muerte e indultado después, dada su temprana edad diecisiete años-, por el asesinato de un taxista. Eran dos, de dieciséis y de diecisiete años, y aquellos dos niños, en la Audiencia, en vez de acusarse recíprocamente, declararon cada uno haber matado al taxista. Ahora bien, el taxista sólo recibió un balazo. Aquella actitud de cuando su proceso les hizo simpáticos a todos los presidiarios, a los dos chavales.

Maturette, muy afeminado, se acerca, pues, a nosotros y, con voz de mujer, nos pide lumbre. Se la damos y, además, le regalo cuatro cigarrillos y una caja de fósforos. Me da las gracias con una incitante sonrisa. Dejamos que se vaya. De golpe, me dice Clousiot:

– Papi, estamos salvados. El chivo vendrá aquí tantas veces como queramos y en el momento que queramos, lo tenemos en el bolsillo.

– ¿Cómo?

– Es muy sencillo: diremos al pequeño Maturette que enamore al chivo. Ya sabes, a los árabes les gustan los jóvenes. De ahí a hacerle venir por la noche para cepillarse al chaval, no hay más que un paso. A éste le toca hacerse el melindroso diciendo que tiene miedo de ser visto, para que el árabe entre a las horas que nos convienen.

– Yo me encargo de ello.

Voy adonde está Maturette, quien me recibe con una sonrisa alentadora. Cree que me ha impresionado con su primera sonrisa incitante. Pero le digo en seguida:

– Te equivocas, vete al retrete.

Va al retrete y, una vez allí, le advierto:

– Si repites una sola palabra de lo que voy a decirte, eres hombre muerto. Mira, ¿quieres hacer eso, eso y eso por dinero ¿Cuánto? ¿Para hacernos un favor? ¿ ¿O quieres irte con nos otros?

– Quiero irme con vosotros, ¿conforme?

Prometido, prometido. Nos estrechamos la mano.

Va a acostarse y yo, tras decirle unas cuantas palabras a Clousiot, me acuesto también. Por la noche, a las ocho, Maturette está sentado en la ventana. No tiene que llamar al árabe, pues éste viene por su propia voluntad. La conversación se entabla entre ellos en voz baja. A las diez, Maturette se acuesta. Nosotros estamos acostados, sin pegar ojo, desde las nueve. El chivo entra en la sala, da dos vueltas, encuentra un hombre muerto Llama a la puerta y, poco después, entran dos camilleros que se llevan el cadáver. Esa muerte nos será útil, pues justificará las rondas del árabe a cualquier hora de la noche. Por consejo nuestro, Maturette le da cita a las once de la noche. El llavero llega a esa hora, pasa delante de la cama del chico, le tira de los pies para despertarle y, luego, se dirige a los retretes. Maturette le sigue. Un cuarto de hora después, el llavero sale, va directamente a la puerta y desaparece. Al cabo de un minuto, Maturette se acuesta sin hablarnos. En fin, el día siguiente, lo mismo, pero

A medianoche. Todo va al pelo, el chivo acudirá a la hora que le indique el pequeño.

El 27 de noviembre de 1933, con dos patas de camastro a punto de ser quitadas para servir de mazas, espero, a las cuatro de la tarde, unas letras de Sierra. Chatal, el enfermero, llega sin traer ningún papel. Me dice tan sólo:

– François Sierra me encarga decirte que Jésus te espera en el sitio convenido. Buena suerte.

A las ocho de la noche, Maturette le dice al árabe:

– Ven después de medianoche, pues a esa hora podremos estar más tiempo juntos.

El árabe dice que vendrá después de medianoche. A las doce en punto, estamos preparados. El árabe entra alrededor de las doce y cuarto, va directamente a la cama de Maturette, le tira de los pies y continúa hacia el retrete. Maturette entra con él. Arranco la pata de mi cama, que hace un leve ruido al venirse abajo. De Clousiot, no se oye nada. Debo situarme detrás de la puerta de los retretes y Clousiot acercarse a él para llamarle la atención. Tras una espera de veinte minutos, todo sucede muy de prisa. El árabe sale del retrete y, sorprendido al ver a Clousiot, pregunta:

– ¿Qué haces ahí, en medio de la sala, a estas horas? Ve a acostarte.

En el mismo momento, recibe el golpe del conejo en pleno cerebelo y se desploma sin hacer ruido. Sin perder un segundo, me pongo su ropa y me calzo sus zapatos, le arrastramos bajo una cama y, antes de meterlo completamente dentro, le asesto otro golpe en la nuca. Tiene su merecido.

Ninguno de los ochenta hombres de la sala se ha movido. Rápidamente, me voy hacia la puerta, seguido por Clousiot y Maturette, ambos en camisa, y llamo. El vigilante abre, levanto mi barra y le doy en la cabeza. El otro, enfrente, deja caer su mosquetón. Seguramente, estaba dormido. Antes de que reaccione, le dejo sin sentido. Los míos no han gritado, el de Clousiot ha exclamado: “ i Ah! “, antes de desplomarse. Los dos míos han quedado sin sentido en sus sillas; el tercero está tumbado, tieso. Contenemos la respiración. Para nosotros, ese “ i Ah! “ lo ha oído todo el mundo. Es verdad que ha sido bastante fuerte, pero nadie se mueve. No los metemos en la sala, nos vamos con los tres mosquetones. Con Clousiot delante, el chaval en medio y yo detrás, bajamos las escaleras mal alumbradas por una linterna. Clousiot ha soltado su pata, yo sostengo la mía con la izquierda y el mosquetón con la derecha. Abajo, nadie. Alrededor de nosotros, la noche es como tinta. Hay que mirar muy fijamente para ver la tapia detrás de la cual está el río, a la que en seguida nos dirigimos. Al llegar a la tapia, hago estribo con las manos. Clousíot sube, se sienta a horcajadas, aúpa a Maturette y, luego, a mí. Saltamos en la oscuridad al otro lado de la tapia. Clousiot cae mal en un hoyo y se lastima un pie. A Maturette y a mí no nos pasa nada. Nos incorporamos; los mosquetones los hemos soltado antes de saltar. Cuando Clousiot intenta levantarse, no puede, dice que tiene la pierna rota. Dejo a Maturette con Clousiot y corro hacia la esquina, rozando la tapia con una mano. La noche es tan oscura que no me doy cuenta de que he llegado al extremo de la tapia y, al quedar mi mano en el aire, me doy de narices. Oigo una voz que, desde la parte del río, pregunta:

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