Cuic-Cuic no debe regresar hasta la noche. He comido yo solo la sopa que había puesto al fuego. Tras haber cogido ocho huevos del gallinero, me he hecho, con margarina, una tortilla de tres huevos. El viento ha cambiado de dirección y la humareda de las dos carboneras de frente a la choza se dirige a un lado. Al abrigo de la lluvia que ha caído por la tarde, bien acostado en mi lecho de madera, no he sido perturbado por el gas carbónico.
Por la mañana, he dado la vuelta a la isla. Casi en su centro, se abre un calvero bastante grande. Árboles caídos y leña cortada me indican que de allí saca Cuic-Cuic la madera para sus carboneras. Veo también un gran agujero de arcilla blanca de donde saca, seguramente, la tierra necesaria para cubrir la madera con el fin de que se consuma sin llama. Las gallinas van a picotear al calvero. Una rata enorme huye bajo mis pies y, algunos metros más allá, encuentro una serpiente muerta de casi dos metros de largo. Sin duda, es la rata la que acaba de matarla. Toda esta jornada que he pasado solo en el islote ha sido una serie de descubrimientos. Por ejemplo, he encontrado una familia de osos hormigueros. La madre y tres pequeños. Un enorme hormiguero bullía en torno a ellos. Una docena de monos, muy pequeños, saltan de árbol en árbol en el claro. Ante mi llegada los micos gritan hasta destrozarme los oídos.
Cuic-Cuic regresa por la noche.
– No he visto a Chocolate y tampoco la embarcación. Ha debido de ir en busca de víveres a Cascade, la aldehuela donde tiene su casa. ¿Has comido bien?
– Sí.
– ¿Quieres comer más?
– No.
– Te he traído dos paquetes de tabaco gris, de ese que usan los soldados, pues no había otro.
– Gracias, da igual. Cuando Chocolate se va, ¿cuánto tiempo se queda en la aldea?
– Dos o tres días, pero aun así iré mañana y todos los días pues no sé cuándo ha partido.
Al día siguiente, cae una lluvia torrencial. Ello no impide a Cuic-Cuic marcharse, completamente en cueros. Lleva sus efectos bajo el brazo, envueltos en una tela encerada. No le acompaño:
– No vale la pena de que te mojes -me ha dicho.
La lluvia acaba de cesar. Por el sol me parece que son, más o menos, de las diez a las once. Una de las dos carboneras, la segunda, se ha derrumbado bajo el alud de agua. Me aproximo para ver el desastre. El diluvio no ha conseguido apagar del todo la madera. Continúa saliendo humo del montón informe. De repente, me froto los ojos antes de mirar de nuevo, tan imprevisto es lo que veo: cinco zapatos salen de la carbonera. En seguida se advierte que estos zapatos, puestos perpendicularmente sobre el tacón, tienen cada uno un pie y una pierna en el extremo. Así, pues, hay tres hombres cociéndose en la carbonera. No vale la pena describir mi primera reacción: produce un escalofrío en la espalda descubrir algo tan macabro. Me inclino y, empujando con el pie un poco de carbón vegetal medio calcinado, descubro el sexto pie.
No se anda con chiquitas, el tal Cuic-Cuic; transforma en cenizas, en serie, a los tipos que despacha. Estoy tan impresionado que, primero, me aparto de la carbonera y voy hasta el calvero a tomar el sol. Tengo necesidad de calor. Sí, pues en esta temperatura asfixiante, de repente tengo frío y siento la necesidad de un rayo del buen sol de los trópicos.
Al leer esto, se pensará que es ilógico, que yo habría debido tener más bien sudores después de semejante descubrimiento. Pues no. Estoy transido de frío, congelado moral y físicamente. Mucho después, pasada una hora larga, gotas de sudor han empezado a fluir de mi frente, pues cuanto más lo pienso, tanto más me digo que, después de haberle confesado que tengo mucho dinero en el estuche, es un milagro que aún esté vivo.
A menos que me reserve para ponerme en la base de una tercera carbonera.
Recuerdo que su hermano Chang me contó que había sido condenado por piratería y asesinato a bordo de un junco. Cuando atacaban un barco para saquearlo, suprimían a toda la familia, naturalmente por razones políticas. Así, pues, son tipos ya entrenados en los asesinatos en serie. Por otra parte, aquí estoy prisionero. Me encuentro en una posición extraña.
Puntualicemos. Si mato a Cuic-Cuic en el islote y lo meto, a su vez, en la carbonera, ni visto ni oído. Pero el cerdo, entonces, no me obedecería; ni siquiera entiende francés, esta especie de cerdo amaestrado. Así que no hay manera de salir del islote. Si amenazo al indochino, me obedecerá, pero entonces es preciso que, después de haberlo obligado a sacarme de la isla, lo mate en tierra firme. Si lo arrojo a la ciénaga, desaparecerá, pero debe haber una razón para que queme a los individuos y no los tire al pantano, lo cual sería más fácil. Los guardianes no me preocupan, pero si sus amigos chinos descubren que lo he matado, se transformarán en cazadores de hombres y, con su conocimiento de la selva, no es grano de anís tenerlos detrás de los talones.
Cuic-Cuic no tiene más que un fusil de un cañón que se carga por la boca. No lo abandona nunca, ni siquiera para hacer la sopa. Duerme con él y hasta se lo lleva cuando se aleja de la choza para hacer sus necesidades. Debo tener mi cuchillo siempre abierto, pero es preciso que duerma. ¡Pues sí que he elegido bien a mi socio para escaparme!
No he comido en todo el día. Y aún no he tomado ninguna determinación cuando oigo cantar. Es Cuic-Cuic, que vuelve. Escondido detrás de las ramas, lo veo venir. Lleva un fardo en equilibrio sobre la cabeza. Cuando está muy cerca de la orilla, me muestro. Sonriendo, me pasa el paquete, envuelto en un saco de harina, brinca a mi lado y, rápidamente, se dirige hacia la casita. Le sigo.
– Buenas noticias, Papillon. Chocolate ha regresado. Sigue teniendo la embarcación. Dice que puede llevar una carga de más de quinientos kilos sin hundirse. Lo que llevas son sacos de harina para hacer una vela y un foque. Es el primer paquete. Mañana, traeremos los otros, porque tú vendrás conmigo para ver si la canoa te satisface.
Todo esto me lo explica Cuic-Cuic sin volverse. Caminamos en fila. Primero, el cerdo; luego, él y, después, yo. Pienso que no tiene aspecto de haber proyectado echarme a la carbonera, puesto que mañana debe llevarme a ver la embarcación, y comienza a hacer gastos para la fuga; incluso ha comprado sacos de harina.
– Vaya, se ha derrumbado una carbonera. Es la lluvia, sin duda. Con semejante manga de agua que ha caído, no me extraña.
Ni siquiera va a ver la carbonera, y entra directamente en la barraca. Ya no sé qué decir ni qué determinación tomar. Hacer como que no he visto nada es poco aceptable. Parecería extraño que, en todo el día, no me hubiera acercado a la carbonera, que está a veinticinco metros de la casita.
– ¿Has dejado apagar el fuego?
– Sí, no le he prestado atención.
– Pero, ¿no has comido?
– No, no tenía hambre.
– ¿Estás enfermo?
– No.
– Entonces, ¿por qué no te has zampado la sopa?
Cuic-Cuic, siéntate. Debo hablarte.
– Deja que encienda el fuego.
– No. ~ Quiero hablarte en seguida, mientras aún sea de día -¿Qué sucede?
– Sucede que la carbonera, al derrumbarse, ha dejado aparecer a tres hombres que tenías cociéndose dentro. Dame una explicación.
– ¡Ah, era por eso que te encontraba raro! -Y, sin emocionarse en absoluto, me mira fijamente y me dice-: Después de este descubrimiento no estabas tranquilo. Te comprendo; es natural. Y hasta he tenido suerte de que no me apuñalaras por la espalda. Escucha, Papillon: esos tres tipos eran tres cazadores de hombres. Hace una semana o, más bien, diez días, había vendido una buena cantidad de carbón a Chocolate. El chino a quien viste me había ayudado a sacar los sacos de la isla. Es una historia complicada: con una cuerda de más de doscientos metros se arrastran cadenas de sacos que se deslizan por la ciénaga. Bueno. De aquí a un pequeño curso de agua donde estaba la piragua de Chocolate, habíamos dejado muchas huellas. Sacos en mal estado habían dejado caer algunos fragmentos de carbón. Entonces, empezó a rondar el primer cazador de hombres. Por los gritos de las bestias, supe que había alguien en la selva. Vi al tipo sin que él lo advirtiera. No fue difícil atravesar al lado opuesto donde él estaba y, describiendo un semicírculo, sorprenderlo por detrás. Murió sin tan siquiera ver quién lo había matado. Como había advertido que el pantano devuelve los cadáveres que, tras haberse hundido al principio, vuelven a ascender a la superficie al cabo de unos días, lo traje aquí y lo metí en la carbonera.
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