El enfermero, por su parte, vive también en una de esas casitas que sólo deberían ser para los políticos.
El tal doctor Léger es un hombre alto, de aspecto apacible, sucio y robusto. Tan sólo su cara está limpia, coronada por cabellos grisáceos y muy largos en el cuello y las sienes. Sus manos están llenas de heridas mal cicatrizadas que debe de inferirse al agarrarse, en el mar, a las asperezas de las rocas.
– Si necesitas algo, ven y te lo daré. Pero ven sólo si estás enfermo. No me gusta que me visiten y, menos aún que me hablen. Vendo huevos y, alguna vez, un pollo o una gallina. Si matas a escondidas un lechoncito, tráeme un jamón y yo te daré un pollo y seis huevos. Ya que estás aquí, llévate este frasco de ciento veinte pastillas de quinina. Como seguramente has venido aquí para escaparte, en el caso de que, por milagro, lo consiguieras, la necesitarías mucho en la selva.
Pesco por la mañana y por la tarde cantidades astronómicas de salmonetes de roca. Envío de tres a cuatro kilos cada día a los guardianes.
Santori está radiante, pues jamás le habían dado tanta variedad de pescado y langostinos.
Ayer, el galeno Germain Guibert vino a la isla del Diablo. Como el mar estaba tranquilo, le acompañaba el comandante de Royale y Madame Guibert. Esta admirable mujer era la primera que ponía pie en la isla. Según el comandante, jamás un civil había estado en ella. He podido hablar más de una hora con la esposa del galeno. Ha venido conmigo hasta el banco donde Dreyfus se sentaba a mirar el horizonte, hacia la Francia que lo había repudiado.
– Si esta piedra pudiera transmitirnos los pensamientos de Dreyfus…dice, acariciando la piedra-. Papillon, seguramente es ésta la última vez que nos vemos, ya que me dice que dentro de poco intentará fugarse. Rogaré a Dios para que le haga triunfar. Le pido que, antes de partir, venga a pasar un minuto en este banco que he acariciado y que lo toque para decirme así adiós.
El comandante me ha autorizado a enviar por el cable, cuando yo lo desee, langostinos y pescado para el doctor. Santori está de acuerdo.
– Adiós, doctor; adiós, señora.
Con la mayor naturalidad posible, los saludo antes de que la chalupa se separe del pontón. Los ojos de Madame Guibert me miran muy abiertos, como queriendo decirme: “Acuérdate siempre de nosotros, que tampoco te olvidaremos nunca. “
El banco de Dreyfus está en lo más alto del extremo norte de la isla. Domina el mar desde más de cuarenta metros.
Hoy no he ido a pescar. En un vivero natural tengo más de cien kilos de salmonetes, y en un tonel de hierro atado con una cadena, más de quinientos de langostinos. Puedo dejar, pues, de ocuparme de pescar. Tengo de sobra para enviar al galeno, para Santori, para el chino y para mí.
Estamos en 1941, y hace once años que estoy preso. Tengo treinta y cinco años. Los más hermosos de mi vida los he pasado o en una celda o en el calabozo. Sólo he tenido siete meses de libertad completa en mi tribu india. Los críos que he debido tener con mis dos mujeres indias tienen ahora ocho años. ¡Qué horror! ¡Qué de prisa ha pasado el tiempo! Pero, mirando hacia atrás, contemplo esas horas, esos minutos, tan largos de soportar, empero, incrustados cada uno de ellos en este vía crucis.
¡Treinta y cinco años! ¿Dónde están Montmartre, la place Blanche, Pigalle, el baile del “Petit Jardin”, el bulevar de Clichy? ¿Dónde está la Nénette, con su cara de Madona, verdadero camafeo que, con sus ojazos negros devorándome de desesperación, gritó en la Audiencia: “No te preocupes, querido, iré a buscarte allí”? ¿Dónde está Raymond Hubert con sus “Nos absolverán”? ¿Dónde están los doce enchufados del jurado? ¿Y la bofia? ¿Y el fiscal? ¿Qué hace mi papá y las familias que han fundado mis hermanas bajo el yugo alemán?
Y ¡tantas fugas! Veamos ¿cuántas fugas?
La primera, cuando salí del hospital, después de haber noqueado a los guardianes.
La segunda, en Colombia, en Río Hacha. La mejor. En ésa, triunfé por completo. ¿Por qué abandoné mi tribu? Un estremecimiento amoroso recorre mi cuerpo. Me parece sentir aún en mí las sensaciones de los actos de amor con las dos hermanas indias.
Luego, la tercera, la cuarta, la quinta, y la sexta, en Barranquilla. ¡Qué mala suerte en esas fugas! ¡Aquel golpe de la misa, tan desdichadamente fracasado! ¡Aquella dinamita del demonio y, luego, Clousiot enganchándose los pantalones! ¡Y el retraso de aquel somnífero!
La séptima en Royale, donde aquel asqueroso de Bébert Celier me denunció. Aquélla hubiera resultado, seguro, sin su maldita presencia. Y si hubiera cerrado el Pico, yo estaría libre con mi pobre amigo Carbonieri.
La octava, la última, la del asilo. Un error, un gran error por mi parte. Haber dejado al italiano elegir el punto de la botadura. Doscientos metros más abajo, cerca de la carnicería, y hubiéramos tenido, sin lugar a dudas, más facilidad para botar la balsa.
Este banco donde Dreyfus, condenado inocente, encontró el coraje de vivir a pesar de todo, tiene que servirme de algo. No debo confesarme vencido. Hay que intentar otra fuga.
Sí, esta piedra pulida, lisa, al borde de este abismo de rocas, donde las olas golpean rabiosamente, sin pausa, debe ser para mí un sostén y un ejemplo. Dreyfus jamás se dejó abatir, y siempre, hasta el fin, luchó por su rehabilitación. Es verdad que contó con Emile Zola y su famoso Yo acuso para defenderlo. De todas formas, si él no hubiera sido un hombre bien templado, ante tanta injusticia se hubiera arrojado, ciertamente, desde este mismo banco al vacío. Aguantó el golpe. Yo no debo ser menos que él, y no debo abandonar tampoco la idea de intentar otra fuga teniendo como divisa vencer o morir. La palabra morir debo desecharla, para pensar tan sólo que venceré y seré libre.
En las largas horas que paso sentado en el banco de Dreyfus, mi cerebro vagabundea, sueña con el pasado y recrea proyectos de color de rosa para el porvenir. A menudo, mis ojos son deslumbrados por un exceso de luz, por los reflejos platinados de la cresta de las olas. A fuerza de mirar ese mar sin realmente verlo, conozco todos los caprichos posibles e imaginables de las olas impelidas por el viento. El mar, inexorablemente, sin fatigarse jamás, ataca las rocas más avanzadas de la isla. Las escarba, las descascarilla y parece que le dijera a la isla del Diablo: “Vete, es preciso que desaparezcas; me estorbas cuando me lanzo hacia Tierra Grande; me obstaculizas el camino. Por eso, cada día, sin descanso, me llevo un trocito de ti.” Cuando hay tempestad, el mar ataca a más y mejor, y no sólo ahonda y trae al retirarse todo cuanto ha podido destruir, sino que, además, trata por todos los medios de hacer llegar el agua a todos los rincones e intersticios para minar, poco a poco, por debajo, esos gigantes de roca que parecen decir: “Por aquí no se pasa.”
Y entonces descubro un hecho muy importante. justamente debajo del banco de Dreyfus, de cara a unas rocas inmensas que tienen forma de lomo de asno, las olas atacan, se rompen y se retiran con violencia. Sus toneladas de agua no pueden desparramarse porque están encajonadas entre dos rocas que forman una herradura de unos cinco a seis metros de ancho. Luego, está el acantilado, de tal modo que el agua de la ola no tiene otra salida para volver al mar.
Mi descubrimiento es muy importante, porque si en el momento en que la ola rompe y se precipita en la cavidad me arrojo desde la peña con un saco de cocos sumergiéndome directamente en dicha ola, sin duda alguna que me arrastraría consigo al retirarse.
Sé de dónde puedo tomar muchos sacos de yute, pues en la pocilga hay tantos como se quiera para guardar los cocos.
Primero debo hacer una prueba. En luna llena, las mareas son más altas y, por lo tanto, las olas son más fuertes. Esperaré la luna llena. Un saco de yute bien cosido, lleno de cocos secos con su envoltura de fibra, puede disimularse perfectamente en una especie de gruta, para entrar en la cual es preciso ir por debajo del agua. La he descubierto al sumergirme para atrapar langostinos. Estos se adhieren al techo de la gruta, que recibe aire sólo cuando la marea está baja. En otro saco, atado al de los cocos, he puesto una piedra que debe pesar de treinta y cinco a cuarenta kilos. Como yo pienso partir con dos sacos en vez de uno y peso setenta kilos, quedan salvadas las proporciones.
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