Hemos decidido jugar al póquer en grupos de cinco. Nada de marsellesa ni de grandes juegos en común, porque eso hace demasiado ruido. Marquetti, que interpretaba al violín una sonata de Beethoven, ha sido obligado a dejarlo.
– Para esa música; nosotros, los guardianes, estamos de luto.
Una tensión poco común reina no sólo en el barracón, sino en todo el campamento. Nada de café ni de sopa. Un bollo de pan por la mañana, cornedbeel a mediodía, cornedbeel por la noche: una lata por cada cuatro hombres. Como no nos han destruido nada, tenemos café y víveres: mantequilla, aceite, harina, etcétera. Los otros barracones carecen de todo. Cuando de las letrinas ha salido la humareda del fuego para hacer el café, un guardián ha mandado apagarlo. Un viejo marsellés, presidiario veterano a quien llaman Niston, es quien hace el café para venderlo. He tenido los redaños de contestar al guardián:
– Si quieres que apaguemos el fuego, entra a apagarlo tú mismo.
Entonces, el guardián ha disparado varios tiros por la ventana. Café y fuego han sido dispersados rápidamente.
Niston ha recibido un balazo en la pierna. Todo el mundo está tan excitado, que ha habido quienes han creído que empezaban a fusilarnos, y todos nos hemos echado al suelo, boca abajo.
El jefe del puesto de guardia, a esta hora, continúa siendo Filissari. Acude como un loco, acompañado de sus cuatro guardianes. El que ha disparado se explica; es de Auvernia. Filissari lo insulta en corso, y el otro, que no comprende nada, no sabe qué decir.
– No le entiendo.
Nos hemos echado en nuestras hamacas. Niston sangra por la pierna.
– No digáis que estoy herido; son capaces de acabar conmigo afuera.
Filissari se aproxima a la reja. Marquetti le habla en corso.
– Haced vuestro café; lo que acaba de suceder no se repetirá.
Y se va.
Niston ha tenido la suerte de que la bala no le haya quedado en el interior: habiendo entrado por la parte baja del músculo, ha vuelto a salir por la mitad de la pierna. Le aplicamos un torniquete, la sangre cesa de manar y le ponemos una compresa de vinagre.
– Papillon, salga.
Son las ocho, ya es de noche.
No conozco al guardián que me llama; debe de ser un bretón.
– ¿Para qué habría de salir, a estas horas? No tengo nada que hacer fuera.
– El comandante quiere verle.
– Dígale que venga aquí. Yo no salgo.
– ¿Entonces, se niega?
– Sí, me niego.
Mis amigos me rodean. Forman un círculo a mi alrededor. El guardián habla desde la puerta cerrada. Marquetti se dirige a ella y dice:
– No dejaremos salir a Papillon si no es en presencia del comandante.
– Pero él es precisamente quien lo envía a buscar.
– Dígale que venga en persona.
Una hora después, dos jóvenes guardianes se presentan en la puerta. Van acompañados por el árabe que trabaja en casa del comandante, la persona que lo ha salvado de una muerte cierta y ha impedido la revuelta.
– Papillon, soy YO, Mohamed. Vengo a buscarte; el comandante quiere verte; él no puede venir aquí.
Marquetti me dice:
– Papi, ese tipo está armado con un mosquetón.
Entonces, salgo del círculo de mis amigos y me aproximo a la puerta. En efecto, Mohamed lleva un mosquetón bajo el brazo. Vivir Para ver: ¡Un Presidiario oficialmente armado de un mosquetón!
– Ven -me dice el árabe-, Estoy aquí para protegerte y defenderte si es necesario.
Pero yo no lo creo.
– ¡Vamos, ven con nosotros!
Salgo- Mohamed se coloca a mi lado y los dos guardianes detrás. Voy a la comandancia. Al pasar por el puesto de guardia, la salida del campamento, Filissari me dice:
– Papillon, espero que no vayas a quejarte de mí.
– Yo Personalmente, no, ni nadie del barracón de los peligrosos. De otro sitio, no lo sé.
Bajamos a la comandancia. La casa y el muelle están iluminados por lámparas de carburo que intentan expandir luz alrededor sin conseguirlo. Por el. camino, Mohamed me ha dado un Paquete de “Gauloises”. Al entrar en la sala fuertemente iluminada por dos lámparas de carburo, encuentro sentado al comandante de Royale, al segundo comandante, al comandante de san José, al de la Reclusión y al segundo comandante de San José.
Afuera, he advertido, vigilados por guardianes, a cuatro árabes. He reconocido a dos que pertenecían al grupo de trabajo en cuestión.
– Aquí está Papillon, -dice el árabe.
– Buenas noches, Papillon – dice el comandante de San José.
– Buenas noches.
– Siéntate ahí, en esa silla.
Estoy de cara a todos. La puerta de la sala está abierta a la cocina, desde donde la madrina de Lisette me hace un signo amistoso.
– Papillon, -dice el comandante de Royale-, el comandante Dutain le considera a usted un hombre digno de confianza, enaltecido por la tentativa de salvamento de la ahijada de su esposa. YO sólo le conozco por sus notas oficiales, que lo presentan como muy peligroso desde todos los puntos de vista. Debes olvidar esas notas y creer a mi colega Dutain. Veamos. Seguramente, vendrá una comisión para investigar, y todos los deportados de todas las categorías van a tener que declarar cuanto saben. Es cierto que usted y algunos otros tienen gran influencia sobre todos los condenados, y que éstos seguirán al pie de la letra sus instrucciones. Hemos querido saber la opinión de usted sobre la revuelta y también si, más o menos, prevé lo que, en este momento, y en primer lugar su barracón y después los otros, podrían declarar.
– Yo no tengo nada que decir ni que influir en lo que digan los demás. Pero si la comisión viene para realizar de veras una investigación, con la atmósfera actual, puedo asegurarles que todos ustedes están destituidos.
– ¿Qué dices, Papillon? Mis colegas de San José y yo hemos contenido la revuelta.
– Tal vez usted pudiera salvarse, pero no los jefes de Royale.
– ¡Explíquese!
Y los dos comandantes de Royale se levantan y, luego, se sientan de nuevo.
– Si continúan hablando oficialmente de revuelta, todos ustedes están perdidos. Si quieren aceptar mis condiciones los salvo a todos, menos a Filissari.
– ¿Qué condiciones?
– En primer lugar, que la vida vuelva a su curso habitual, inmediatamente, a partir de mañana por la mañana. Sólo si podemos hablar entre nosotros podemos influir en todo el mundo acerca de lo que debe declararse ante la comisión. ¿Está claro?
– Sí -~,dice Dutain-. Pero, ¿por qué debemos ser salvados?
– Ustedes, los de Royale, no son sólo los jefes de Royale, sino de las tres islas.
– Sí.
– Pues bien; ustedes recibieron una denuncia de Girasolo chivándoles que preparaban una revuelta. Los jefes eran Hautin y Arnaud.
– También Carbonieri -añade el guardián.
– No, eso no es verdad. Carbonieri era enemigo personal de Girasolo desde Marsella, y lo añadió arbitrariamente al golpe. Como fuere, ustedes no creyeron en la revuelta. ¿Por qué? Porque les dijo que esa revuelta tenía como objetivo matar a mujeres y niños, a árabes y a guardianes, cosa que parecía inverosímil. Por otra parte, había la cuestión de dos chalupas para ochocientos hombres en Royale, y una para seiscientos en San José. Ningún hombre sensato podía aceptar participar en semejante golpe.
– ¿Cómo sabes todo eso?
– Es cuenta mía, pero si continúan ustedes hablando de revuelta, aunque me hicieran desaparecer, y aún más si lo hacen, todo esto se dirá y se probará. La responsabilidad, pues, corresponde a Royale, que envió a esos hombres a San José, pero sin separarlos. La decisión lógica, que hace que si la investigación lo descubre, no puedan ustedes escapar de recibir graves sanciones, era enviar a uno a la isla del Diablo y al otro, a San José, aunque reconozco que era difícil admitir esa historia de locos. Si hablan de revuelta, lo repito de nuevo, se pierden ustedes mismos. En cambio, si aceptan mis condiciones, yo me las arreglaré para que todo el mundo declare que Arnaud, Hautin y Marceau han actuado para causar el mayor daño posible antes de morir. He aquí las condiciones: primero, como ya les he dicho, que, desde mañana, la vida recupere su normalidad; segundo, que todos los hombres confinados en celdas bajo sospecha de estar conjurados salgan en seguida, y que no sean sometidos a un interrogatorio acerca de su posible complicidad en la revuelta, puesto que ésta no existe; tercero que, cuanto antes, se envíe a Filissari a Royale, en primer lugar, por su seguridad personal, porque, si no ha habido revuelta, ¿cómo justificar el asesinato de tres hombres?, y, luego, porque ese vigilante es un abyecto asesino, y cuando actuó en el momento del incidente, tenía un miedo horrible, quería matar a todo el mundo, comprendidos nosotros, en el barracón. Lo que han hecho Arnaud y los otros era imprevisible. No tenían cómplices ni confidentes. Según opinan todos, eran unos botarates que habían decidido suicidarse de esa manera: matar al mayor número posible de personas antes de ser muertos ellos mismos, que es lo que debían buscar. Si ustedes quieren, me retiraré a la cocina y, así, podrán deliberar para darme su respuesta.
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