Michael Connelly - El eco negro

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Harry Bosh, detective de la policia de Los Angeles, es un lobo solitario. Hijo de una prostituta asesinada, fue criado en orfanatos y quedo marcado tras vivir la dura experiencia de Vietnam. Ahora, un caso rutinario de muerte por sobredosis le devuelve inesperadamente al pasado. La victima, Billy Meadows, habia servido en su misma unidad en Vietnam. Ambos habian combatido en la red de pasajes subterraneos del Viet Cong y habian experimentado el horror del eco negrola reverberacion en las tinieblas de su propio panico. Ahora Meadows esta muerto. Pero su rastro parece apuntar a un gran atraco bancario perpetrado a traves de los tuneles de alcantarillado.

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– ¡Mira quién habla: al que le echaron por ir de Rambo por la vida!… Déjame en paz, Bosch. Estás acabado.

Bosch retiró una silla con ruedas de la mesa y se sentó delante de un ordenador, al fondo de la sala. Apretó el botón de encendido y, al cabo de unos segundos, unas letras de color ámbar aparecieron en pantalla: «Red Especial de Documentación Automatizada para la Detección de Asesinos.»

Bosch sonrió para sus adentros al comprobar la obsesión del departamento por los acrónimos. Cada unidad, brigada o base de datos habían sido bautizadas con un acrónimo impactante. Para el gran público éstos son sinónimo de acción y dinamismo; es decir, de un gran despliegue de medios con la misión de solucionar problemas de vida o muerte. REDADA, COBRA, CHOQUE, PANTERAS o DESAFÍO eran algunos de los más famosos. Bosch estaba seguro de que en algún lugar del Parker Center alguien se pasaba el día inventándose nombrecitos resultones ya que absolutamente todo, desde los ordenadores hasta algunos conceptos, era conocido por sus acrónimos. Si tu unidad especial no tenía uno, no eras nadie.

Una vez dentro del sistema REDADA, y tras cumplimentar un formulario de rutina, solicitó una búsqueda con las siguientes palabras: «Presa de Mulholland.» Medio minuto más tarde, y tras revisar ocho mil casos de homicidio almacenados en el disco duro -el equivalente a unos diez años-, el ordenador sólo encontró seis asesinatos. Bosch los fue examinando uno a uno. Los tres primeros eran las muertes sin resolver de mujeres cuyos cadáveres habían aparecido en la presa a principios de los años ochenta. Todas habían sido estranguladas. Tras repasar la información rápidamente, Bosch pasó a los siguientes casos. El cuarto era un cuerpo que apareció flotando en el embalse cinco años atrás. Se sabía que no se había ahogado, pero no se llegó a descubrir la causa de la muerte. Los dos últimos eran muertes por sobredosis. El primero había ocurrido durante un picnic en el parque situado encima del embalse. A Bosch le pareció bastante claro, así que saltó directamente al último caso: un cadáver encontrado en la tubería hacía catorce meses. La autopsia dio como causa de la muerte paro cardíaco causado por una sobredosis de heroína mexicana.

«El difunto solía frecuentar la zona de la presa dormir en la tubería -decía la pantalla-. Carecemos de, más datos.»

Aquél era el caso que había mencionado Crowley, el sargento de guardia en Hollywood, por la mañana. Bosch imprimió la información sobre esa muerte, a pesar de que no creía que estuviera relacionada con Meadows. Después de salir del programa y apagar el ordenador, se quedó un rato pensando. Sin levantarse de la silla, la hizo rodar hasta otro ordenador, lo encendió e introdujo su contraseña. Entonces se sacó la foto del bolsillo, observó el brazalete y tecleó su descripción para realizar una búsqueda en el registro de objetos robados. La operación en sí era todo un arte; Bosch tenía que imaginarse; el brazalete tal como lo habrían hecho otros policías, gente acostumbrada a describir todo un inventario de joyas robadas. Primero lo definió como un «brazalete de oro antiguo con incrustación de jade en forma de delfín». Ejecutó la opción BUSCAR, pero treinta segundos más tarde apareció en pantalla la frase «No se encuentra». Bosch lo intentó de nuevo, escribiendo «brazalete de oro y jade». Esa vez aparecieron cuatrocientos treinta y seis objetos: demasiados. Necesitaba acortar la búsqueda, así que escribió «brazalete de oro con pez de jade». Seis objetos; eso ya estaba mejor.

El ordenador le informó de que un brazalete de oro con un pez de jade había aparecido en cuatro denuncias y en dos boletines departamentales desde que se creó la base de datos, en 1983. Bosch sabía que, debido a la inmensa repetición de denuncias en cada departamento de policía, las seis entradas podían referirse al mismo brazalete perdido o robado. Al pedir una versión abreviada de las denuncias, Bosch confirmó sus sospechas. Efectivamente, todas ellas procedían de un solo atraco. Éste había tenido lugar en septiembre, en el centro, entre Sixth Avenue y

Hill Street, y la víctima era una mujer llamada Harriet Beecham, de setenta y un años, residente en Silver Lake. Bosch trató de situar el lugar mentalmente pero no consiguió recordar qué edificios o comercios había allí. El ordenador no le ofrecía un resumen delito, así que tendría que ir al archivo a sacar una copia de la denuncia. Lo que sí había era una breve descripción del brazalete de oro y jade y de otras joyas que le habían robado a la señora Beecham. El brazalete podía ser tanto el que había empeñado Meadows como otro, ya que la descripción era demasiado vaga. El ordenador daba varios números de denuncias suplementarias, que Bosch anotó en su libreta. Mientras lo hacía, se preguntó por qué las pérdidas de aquella señora habían generado tal cantidad de papeleo.

A continuación pidió información sobre los dos boletines. Los dos eran del FBI; el primero había salido dos semanas después de que robaran a Beecham y volvió a publicarse tres meses más tarde, cuando las joyas aún no habían aparecido. Bosch tomó nota del número del boletín y apagó el ordenador. Acto seguido, atravesó la sala para ir a la sección de Atracos y Robos Comerciales. En la pared del fondo había un estante de aluminio con docenas de carpetas negras que contenían los boletines oficiales de los últimos años. Bosch sacó una marcada con la palabra «Septiembre» y comenzó a hojear su contenido, pero en seguida se dio cuenta de que ni los boletines estaban en orden cronológico ni todos correspondían a ese mes, por lo que seguramente le tocaría buscar en todas las carpetas hasta encontrar la que necesitaba. Bosch cogió unas cuantas y se las llevó a la mesa de Robos. Unos instantes más tarde notó que alguien le observaba.

– ¿Qué quieres? -preguntó, sin alzar la vista.

– ¿Que qué quiero? -respondió el detective de guardia-. Quiero saber qué cono estás haciendo, Bosch. Ya no trabajas aquí; no puedes pasearte por esta oficina como Pedro por su casa. Vuelve a poner esas cosas en el estante y si quieres echarles un vistazo, te pasas mañana y pides permiso. Llevas más de media hora tocándome las narices.

Bosch lo miró. Calculó que el chico tendría unos veintiocho, tal vez veintinueve años, incluso más joven que él mismo cuando entró en Robos y Homicidios.

O habían bajado el nivel de los requisitos de entrada, o la época dorada del departamento era historia. Bosch decidió que ambas cosas eran ciertas y siguió leyendo el boletín.

– ¡Hablo contigo, gilipollas! -gritó el detective.

Bosch estiró el pie por debajo de la mesa y le pegó una patada a la silla que tenía delante. La silla salió disparada y el respaldo le dio al chico en la entrepierna. El joven detective se dobló en dos con un gruñido de dolor y se agarró a la silla para no caerse. Bosch sabía que la reputación de que gozaba jugaba a su favor. Tenía fama de trabajar solo, de pelear, de matar. «Venga -decían sus ojos-. Haz algo si tienes cojones.»

Pero el chico sólo lo miró, conteniendo su ira y humillación. Era un poli capaz de sacar la pistola, pero seguramente no de apretar el gatillo. En cuanto Bosch comprendió aquello, supo que le dejaría en paz.

Efectivamente, el joven policía sacudió la cabeza, agitó las manos como diciendo que ya había tenido bastante y volvió a su mesa.

– Denúnciame si quieres, chaval -le dijo Bosch.

– Vete a la mierda -replicó débilmente el joven.

Bosch sabía que no tenía nada que temer. El Departamento de Asuntos Internos nunca consideraría una bronca entre oficiales sin un testigo o una grabación que corroborara los hechos. La palabra de un poli contra otro era algo intocable en el departamento, porque en el fondo sabían que la palabra de un poli no vale una mierda. Por eso los de Asuntos Internos siempre trabajaban en parejas.

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