Peter James - Muerte Prevista

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Cuando encuentra un CD de ordenador que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, Tom Bryce hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y cuando llega a casa intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el horrible contenido del disquete: un estremecedor asesinato. En un principio, duda sobre la veracidad de los hechos de los que es testigo, ¿realidad o ficción? Sin embargo, a partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro.
Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía.

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Quizá porque en su mente, Sandy estaba en esa habitación. Pero ahora no estaba.

Los dedos delgados de Cleo buscaban su cinturón. Otro beso, en el cuello, justo debajo de la barbilla. Oyó el ruido metálico de la hebilla. Otro beso en el cuello, ahora más abajo. Luego, de repente, notó que sus pantalones se aflojaban, las manos de Cleo dentro de sus calzoncillos, tan cálidas y, al mismo tiempo, tan increíble, deliciosa, sensualmente frías.

– Oh, Dios mío. -Se estremeció, estaba casi loco de excitación; pero parecía decidido a alargar aquel momento mucho, mucho tiempo.

Ella le sonrió, la sonrisa más absoluta y totalmente lasciva que había visto en su vida. Luego, siguió con los botones de la camisa otra vez, desabrochando cada uno, abriendo el tejido más y más.

Luego, apretó los labios contra su pezón derecho y Grace creyó que iba a morir de felicidad.

Cleo siguió acariciándole despacio, marcando su propio ritmo lento, muy lento, tentadoramente lento. Le pellizcó el pezón izquierdo con los dedos, con suavidad, luego más fuerte, mirándolo ahora fijamente a los ojos, esbozando esa sonrisa malvada, hermosa, tan increíble…

Tan increíblemente…

Lasciva.

Y estaba tan empalmado que apenas podía soportarlo un segundo más.

Cleo introdujo la lengua en su ombligo. Le bajó los pantalones y los calzoncillos, hasta las pantorrillas, hasta los zapatos. Entonces, empezó a chupársela.

Sus pulmones se quedaron sin aire, el aire que tenía muy adentro, en algún lugar o zona que no sabía que aún existiera, que creía muerta hacía mucho tiempo. Y deslizó las mano debajo de la sudadera de Cleo, sintió su piel, la piel suave de su abdomen tonificado, le levantó despacio la sudadera, poco a poco hacia arriba, no quería que este momento acabara, no quería quitársela, sólo quería estar así siempre, quitándole siempre el jersey, todos los días, horas, minutos, segundos, na-nosegundos, picosegundos, femtosegundos de su vida. Que el tiempo se detuviera.

Entonces, le tocó los pechos. No llevaba sujetador. Eran grandes, mucho mayores de lo que había imaginado, firmes, redondos, y Cleo soltó un gemido cuando se los acarició, luego siguió chupándosela, más y más profundamente.

Al cabo de unos momentos, aún con los zapatos puestos y los pantalones y los calzoncillos en los tobillos, estaban tumbados en la cama sobre una colcha de leopardo. Mirándose en silencio. Grace pasó la mano por sus hombros, tocando sus fuertes omóplatos, el contorno de su espalda, su piel cálida, y pensó -e intentó no hacerlo, pero no hubo forma de evitarlo-, qué tacto tan distinto tenía comparado con Sandy. No era mejor, sólo distinto.

Empezaron a venirle a la mente imágenes de Sandy. Comparaciones. Sandy era más baja, estaba más rellenita, menos tonificada; tenía los pechos más pequeños, de una forma distinta, los pezones más grandes, más rosados. Los de Cleo eran más pequeños, como tacos color carmesí. Sandy tenía el vello púbico castaño, una maraña poblada. Cleo lo tenía del color del trigo en invierno, depilado, arreglado. Estaba entrelazada con él, sus extremidades fuertes y maravillosas como un impresionante pura sangre, contorsionándose.

– Roy, eres increíble -le susurró-. Dios, Roy, hace tanto tiempo que quería esto. Hazme el amor.

Y Grace la levantó hacia él, incapaz de agarrarla toda, como si estuviera perdido en un cuento de hadas. Ella intentaba tenerlo dentro, pero Grace aún no estaba listo, aún no. Hacía tanto tiempo, intentaba recordar, tenía que contenerse, tenía que recordar cómo contenerse.

Tenía que ralentizarlo todo, como pudiera. Tenía que darle placer primero a ella. Era la regla privada que tenía con Sandy y con el reducido número de novias con las que se había acostado antes.

Bajó por su cuerpo, acariciándole los pechos con los labios, luego el contorno de la tripa, recorriendo con la lengua el pubis color trigo y luego saboreando su humedad, respirándola, un sabor increíble, y un olor a almizcle aún más embriagador que el perfume que llevaba.

Estaba gimiendo.

Oh, Dios santo, qué bien sabía, qué bien, qué maravillosamente bien.

Su móvil empezó a sonar.

Ella se rio. El teléfono insistió. Luego paró. Grace la penetró más con la lengua.

– ¡Roy! -murmuró ella-. ¡Roy! ¡Oh, Roy! ¡Dios mío, Roy!

Dos pitidos agudos de su maldito teléfono. Un mensaje. Le daba absolutamente igual.

Capítulo 64

Chris Willingham se quedó mirando al hombre histérico con manchas de vómito en la camiseta que le gritaba desde la puerta del salón e intentó desesperadamente recordar de su reciente curso de formación cómo enfrentarse a una situación como ésta.

– ¡¡Tiene que hacer algo!! ¡¡Por favor, tiene que hacer algo!! ¡¡Tiene que ayudarme a encontrar a mi mujer!!

«No alces la voz», recordó. Eso era lo primero. Así que, con voz suave dijo:

– ¿Qué ha sucedido exactamente?

– ¡¡Está gritando!! ¡¡Está muerta de miedo, joder!! ¿¿Vale?? -Tom Bryce entró en la habitación y lo cogió por los hombros-. ¡¡Tiene que hacer algo, joder!!

Al joven agente de Relaciones Familiares le entraron arcadas al oler el vómito.

– Dígame, señor Bryce, ¿qué ha pasado? -dijo manteniendo la voz baja.

Tom Bryce se dio la vuelta y salió de la habitación.

– ¡Venga, venga a ver! ¡Está en mi ordenador!

El agente subió las escaleras y siguió a Tom hasta el pequeño estudio flanqueado de libros y archivos y marcos de fotos de su mujer y sus hijos. Vio un portátil sobre la mesa, la tapa abierta, la pantalla en negro. Tom Bryce pulsó la tecla de retorno y apareció la bandeja de entrada de su correo electrónico.

El hedor a vómito aún era más fuerte allí dentro, y Willingham, concentrándose en la pantalla, intentó con cuidado no pisar el estropicio de la moqueta. Observó a Bryce sentarse, mirar la pantalla, fruncir el ceño y, luego, bajar el cursor.

– Estaba aquí -dijo Tom-. Estaba aquí, un e-mail con un puto documento adjunto. Dios santo, ¿dónde cono está?

Willingham no dijo nada; Tom pareció tranquilizarse un momento. Entonces, volvió a perder los nervios.

– ¡¡Estaba aquí!!

Tom miraba la pantalla con incredulidad. El puto e-mail había desaparecido. Tecleó una tras otra, a modo de búsqueda, las palabras que recordaba del mensaje. Pero no apareció nada. Se hundió hacia delante, y sostuvo la cabeza entre las manos, sollozando.

– Por favor, ayúdeme. Haga algo, por favor, encuéntrela, haga algo, por favor. Dios mío, tendría que haberla oído.

– La ha visto, ¿en la pantalla?

Tom asintió.

– Pero ¿ahora no está?

– Nooooo.

Willingham se preguntó si aquel individuo estaría loco. ¿Se lo estaba imaginando? ¿Estaba perdiendo la chaveta por culpa de la presión?

– Cuéntemelo todo desde el principio, ¿de acuerdo, señor?

Intentando mantener la calma, Tom le explicó exactamente lo que había visto y lo que había dicho Kellie.

– Si ha recibido un e-mail -dijo el policía-, tiene que estar en algún lugar en el ordenador.

Tom buscó en la carpeta de mensajes borrados, en la de correo basura, luego en el resto de carpetas de la base de datos de su correo electrónico. Había desaparecido.

Y comenzó a preguntarse, sólo por un momento, si lo había imaginado.

Pero el grito no. Imposible.

Se volvió hacia el agente.

– Seguramente pensará que han sido imaginaciones mías, pero no. Lo he visto. Sea quien sea esa gente, son muy hábiles con la tecnología. Ya me ha pasado antes. Esta semana he recibido mensajes que luego han desaparecido y me han borrado toda la base de datos.

Willingham estaba allí inmóvil, sin saber qué creer o hacer. El hombre estaba muy mal, pero no parecía loco, sólo en estado de choque. Había pasado algo, eso seguro, pero según sus limitados conocimientos de informática, los e-mails no desaparecían así como así. Podía ser que quedaran mal archivados; a él le había pasado.

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