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Arturo Pérez-Reverte: Un Día De Colera

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Arturo Pérez-Reverte Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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El ministro de la Guerra levanta un dedo admonitorio, marcial, y ensarta en él un aro de humo habanero.

– Me hago responsable, descuiden. Les recuerdo que toda la tropa está acuartelada con órdenes estrictas. Y sin munición, como saben.

– Entonces, ¿cómo pretende que contengan al pueblo? -se interesa, guasón, Gil de Lemus-. ¿A bofetadas?

Un silencio incómodo sucede a las palabras del ministro de Marina. Pese a los bandos publicados por la Junta y por el duque de Berg, fijando horas de cierre para tabernas, rondas de vigilancia y responsabilidades de patronos y padres de familia respecto a empleados, hijos y criados que molesten a los franceses, los incidentes menudean en las seis semanas transcurridas desde la llegada de Murat a Madrid: al día siguiente, 24 de marzo, ya ingresaban en el Hospital General tres soldados franceses malheridos en peleas con paisanos a causa de su descomedimiento y abusos, que a partir de entonces incluyeron crímenes por robo, exacciones diversas, violaciones, ofensas en iglesias, y el sonado asesinato del comerciante Manuel Vidal en la calle del Candil por el general príncipe de Salm-Isemburg y dos edecanes suyos. Como respuesta, la lucha sorda de navajas contra bayonetas resulta ya imposible de parar: tabernas, barrios bajos y lugares de prostitución frecuentados por la tropa francesa, con su peligrosa mezcla de mujeres, rufianes, aguardiente y puñaladas, se han convertido en focos de conflicto; pero también sitios respetables de la ciudad amanecen con franceses degollados por propasarse con la hija, hermana, sobrina o nieta de alguien. Sin contar los presuntos desertores, así declarados por el mando imperial, en realidad desaparecidos en pozos o enterrados discretamente en patios o sótanos. El registro del Hospital General, sin contar otros establecimientos de la ciudad, basta para advertir la situación: el 25 de marzo se anotaron los casos de un mameluco de la Guardia Imperial, herido, un artillero de la Guardia, muerto, y otro soldado del batallón de Westfalia que falleció al poco rato. Dos franceses apaleados y tres muertos, uno de ellos de un balazo, fueron anotados en los días siguientes. Y entre el 29 de marzo y el 4 de abril se consignaron las muertes de tres soldados de la Guardia, uno del batallón de Irlanda, dos granaderos y un artillero. Desde entonces, el número de imperiales que han ingresado heridos o muertos en el Hospital General es de cuarenta y cinco, y el total en Madrid, de ciento setenta y cuatro. Tampoco escasean las víctimas españolas. La comisión militar hispano-francesa que debe controlar estos incidentes incluye, además del general Sexti, al general de división Emmanuel Grouchy; pero Sexti suele inhibirse a favor de su colega francés, con el resultado de que casi todos los conflictos provocados por los imperiales quedan impunes. En cambio, en sucesos como el del presbítero de Carabanchel don Andrés López, que hace días mató de un tiro a un capitán francés llamado Michel Moté, no sólo la justicia es rigurosa, sino que los propios imperiales la toman por su mano, saqueando, como fue el caso, la vivienda del sacerdote homicida y maltratando a criados y vecinos.

En cualquier caso, convencida de su propia impotencia, la Junta de Gobierno que, nominalmente, aún rige España en esta mañana del lunes 2 de mayo, ha tomado, incluso contra la opinión de sus miembros más irresolutos, una decisión con ribetes de gallardía que salva para la Historia algunos flecos de su honor. Al tiempo que accede al deseo del duque de Berg de trasladar a Bayona a los últimos miembros de la familia real española y ordena que las tropas permanezcan en sus cuarteles sin que se les permita «juntarse con el paisanaje» , también, a propuesta del ministro de Marina, nombra una nueva Junta fuera de Madrid, en previsión de que la actual «quede privada de libertad en el ejercicio de sus funciones» . Y a esa junta paralela, compuesta exclusivamente por militares, le otorga poderes para establecerse libremente allí donde sea posible; aunque el lugar de reunión recomendado es una ciudad española todavía libre de tropas francesas: Zaragoza.

De camino hacia la puerta del Sol, don Ignacio Pérez Hernández, presbítero de la parroquia de Fuencarral, se cruza con un batidor imperial cuando baja por la calle Montera. El francés, un cazador a caballo, parece tener prisa y se aleja calle arriba, al galope y con mucha desconsideración, casi atropellando a los vendedores que acaban de montar sus puestos en la red de San Luis. Aunque algunos gritos e insultos lo siguen en la galopada, don Ignacio no abre la boca, si bien sus ojos negros y vivos -tiene veintisiete años- perforan al jinete como si pretendieran que la ira de Dios lo fulminase allí mismo con su montura y las órdenes que lleva en el portapliegos. El clérigo aprieta los puños dentro de los amplios bolsillos de la sotana que viste. En el derecho estruja un folleto recién impreso, que el amigo en cuya casa ha pasado la noche, párroco de San Ildefonso, le dio esta mañana: Carta de un oficial retirado a uno de sus antiguos compañeros . En el izquierdo -don Ignacio es zurdo- aprieta las cachas de una navaja que, pese a las órdenes que ostenta, lleva encima desde que ayer se presentó en Madrid en compañía de un grupo de feligreses para hacer bulto contra los franceses y a favor de Fernando VII. La navaja es como la que todo español de las clases populares usa para cortar pan, ayudarse en la comida o picar tabaco. Al menos es la excusa que el sacerdote, en debate interior que a veces llega a angustiarlo un poco, se plantea ante su conciencia. Pero lo cierto es que nunca la había llevado en el bolsillo, como ahora.

Don Ignacio no es hombre fanático: hasta ayer, como la mayor parte de los eclesiásticos españoles, mantuvo un silencio prudente, según instrucciones recibidas de su párroco, y éste del obispo correspondiente, sobre los turbios asuntos de la familia real y la presencia francesa en España. Ni siquiera durante la caída de Godoy o el asunto de El Escorial el joven clérigo abrió la boca. Pero un mes de humillaciones por parte de las tropas imperiales acampadas en Fuencarral colma ya su vaso de paciencia cristiana. La última gota de hiel rebosó hace una semana, cuando un pobre cabrero fue apaleado ante la iglesia por varios soldados franceses para robarle sus animales; y cuando don Ignacio corrió a impedirlo, se encontró con una bayoneta ante los ojos. Para acabar la faena, los franceses se entretuvieron orinando, entre risotadas, en los escalones del recinto sagrado. Así que, cuando ayer corrió la voz de que en Madrid se anunciaba jarana, don Ignacio no lo pensó dos veces. Después de la misa de ocho, sin decir palabra a su párroco, vino a la ciudad acaudillando a una docena de feligreses con ganas de gresca. Y con ellos, tras pasar la jornada ronco de abuchear a Murat, aplaudir al infante don Antonio y dar vivas al rey, durmiendo luego cada uno donde pudo, quedó en verse con ellos a estas horas, para averiguar si han llegado los mensajeros de Bayona.

Navaja aparte, tampoco el contenido del otro bolsillo de la sotana sosiega el talante del joven clérigo, que repite una y otra vez, de memoria, uno de sus más infames párrafos: «La conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones por la nueva de los Napoleones, muy enérgicos» . La furia de don Ignacio sería mayor si supiera -como se averiguará tiempo después- que el autor del escrito no es ningún oficial retirado, como afirma el título, sino el abate José Marchena, personaje complejo y famoso en los círculos ilustrados españoles: un ex clérigo renegado de religión y patria, al que paga Francia. Antiguo jacobino y conocido de Marat, Robespierre y madame de Staël, temido hasta por los afrancesados mismos, Marchena pone su talento oportunista, su ácida prosa y su abundante bilis al servicio de la propaganda imperial. Y en estos turbulentos días madrileños, frente a unas clases superiores recelosas o indecisas y a un pueblo indignado hasta la exasperación, la letra impresa, con su cascada de pasquines, libelos, folletos y periódicos leídos en cafés, colmados, botillerías y mercados para un auditorio inculto y a menudo analfabeto, también es eficaz arma de guerra, tanto en manos de Napoleón y el duque de Berg -que ha instalado su propia imprenta en el palacio Grimaldi- como en las de la Junta de Gobierno, los partidarios de Fernando VII y este mismo, desde Bayona.

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