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Arturo Pérez-Reverte: Un Día De Colera

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Arturo Pérez-Reverte Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Dejando el tazón de China sobre su bandeja, Moratín se levanta y da unos pasos hasta el balcón. Aliviado, sin apartar del todo los visillos, comprueba que el puesto de la cabrera está cerrado. Tal vez anda lejos, con la gente que se congrega en la puerta del Sol. Todo Madrid es un hervidero de desconcierto, rumores y odio, y eso no puede terminar bien para nadie. Ojalá, se dice el literato, ni la junta de Gobierno ni los franceses -confía más en éstos que en la junta, de todas formas- pierdan el control de la situación. El recuerdo de los horrores callejeros del año 1792, que vivió de cerca en París, le estremece el ánimo. Su talante de hombre culto, viajado, cortés y prudente, se acobarda ante los excesos que recela, pues los conoce, del pueblo sin freno: la calumnia hace dudosa la más firme reputación, la crueldad adopta la máscara de la virtud, la venganza usurpa la balanza de la Justicia, y la celebridad situada en lugar equívoco acarrea, a menudo, consecuencias funestas. Si todo eso fue posible en una Francia templada por las ideas ilustradas y la razón, a Moratín lo amedrenta lo que un estallido popular puede desencadenar en España, donde a la gente analfabeta, cerril, la mueve más el corazón que la cabeza. Ya en la noche del 19 de marzo, cuando la sublevación de Aranjuez hizo caer a su protector Godoy, Moratín tuvo ocasión de oír, bajo la ventana, su propio nombre en gritos de amotinados que le hicieron temer verse fuera de casa, arrastrado por las calles. La certeza de cómo el populacho sin freno ejerce la soberanía cuando se apodera de ella, lo aterroriza. Y esta mañana parece a punto de repetirse la pesadilla, mientras él permanece inmóvil tras los visillos, la frente helada y el corazón latiéndole inquieto. Esperando.

El dramaturgo Moratín no es el único que desconfía del pueblo y sus pasiones. A la misma hora, en Palacio, en el salón de consejos de la junta de Gobierno, los próceres encargados del bienestar de la nación española en ausencia del rey Fernando VII, retenido en Bayona por el emperador Napoleón, siguen discutiendo abatidos y desconcertados, con las huellas de la noche que han pasado en blanco impresas en la cara, arrugadas las ropas, despuntando las barbas en los rostros ojerosos que reclaman la navaja de un barbero. Sólo el infante don Antonio, presidente de la junta, hermano del viejo rey Carlos IV y tío del joven Fernando VII, utilizó el privilegio de su sangre real para retirarse a dormir un rato después de una última entrevista con el embajador de Francia, monsieur Laforest, y no ha vuelto a aparecer. Los demás siguen allí sosteniéndose como pueden, tirados por los sillones y sofás bajo las imponentes arañas del techo, apoyados de codos en la gran mesa cubierta de tazas sucias de café y ceniceros rebosantes de gruesas colillas de cigarros, los puños en las sienes.

– Lo de ayer nos llevó al extremo, señores -opina el secretario de la junta, conde de Casa Valencia-. Abuchear a Murat ya era insolencia; pero llamarlo troncho de berzas en su cara, y apedrearlo luego hasta encabritarle el caballo en medio de la rechifla general, eso no lo perdonará nunca… Para más escarnio, todos vitorearon luego al infante don Antonio cuando pasaba en coche por el mismo sitio… La gente baja terminará por ponernos a todos la soga al cuello.

– Fea metáfora esa -apunta Francisco Gil de Lemus, ministro de Marina, entre dos bostezos-. Me refiero a lo de la soga.

– Pues llámelo como le dé la gana.

Además de Casa Valencia y Gil de Lemus, que representa a la poca Armada española que queda después de Trafalgar, en la sala están presentes, entre otros, don Antonio Arias Mon, anciano gobernador del Consejo; Miguel José de Azanza, ministro de la inexistente Hacienda española; Sebastián Piñuela, por una Gracia y Justicia de la que se burlan los franceses y en la que no confían los españoles; y el general Gonzalo O’Farril como tibio representante de un Ejército confuso, indefenso e irritado ante la invasión extranjera. Durante toda la noche, convocados también dignatarios de los Consejos y Tribunales Supremos, todos han discutido hasta enronquecer, pues tienen sobre la mesa un ultimátum de Murat, a quien el incidente del día anterior dejó fuera de sí: de no obtener la colaboración incondicional de la Junta, dice, tomará el mando de ésta, pues tiene fuerza suficiente para tratar a España como país conquistado.

– No siempre es el número lo que vence -sugería, de madrugada, el fiscal Manuel Torres Cónsul-. Recuerden que Alejandro derrotó a trescientos mil persas con veinte mil macedonios. Ya saben: Audaces fortuna iuvat , y todo eso.

El impulso patriótico de Torres Cónsul, de una energía inusitada a tales horas, hizo levantar la cabeza, sobresaltados, a varios consejeros que daban cabezadas en sus asientos. Sobre todo a los que sabían latín.

– Sí, claro -respondió el gobernador del Consejo, Arias Mon, resumiendo el sentir general-. ¿Y quién de nosotros es Alejandro?

Todos miraron al ministro de la Guerra; que, ajeno a todo, como si no escuchara la conversación, encendía un cigarro de Cuba.

– ¿Qué opina usted, O’Farril?

– Opino que este habano tira fatal.

Así están las cosas, amanecido el día. Asustados, indecisos -hace tiempo que firman sus tímidos bandos y decretos en nombre del rey , sin especificar si se trata de Carlos IV o Fernando VII-, la parálisis de la Junta se alimenta con la falta de noticias. Los correos de Bayona no han llegado, y los ministros y consejeros carecen de instrucciones del joven monarca, de quien ignoran si sigue allí por su voluntad o como prisionero del Emperador. Pero algo está claro: la sombra del cambio de dinastía oscurece España. El pueblo ruge, ofendido, y los imperiales se refuerzan, arrogantes. Después de haberse llevado a la familia real y a Godoy, Murat pretende hacer lo mismo -se ejecuta en este preciso instante- con la reina viuda de Etruria y el infante don Francisco de Paula, que cuenta sólo doce años. La de Etruria es amiga de Francia y se va de mil amores; pero lo del infantito es otra cosa. De cualquier modo, tras resistirse con cierta decencia a esta última imposición, la Junta ha debido doblegarse ante Murat, aceptando lo inevitable. Con las tropas españolas alejadas de la capital, la escasa guarnición acuartelada y sin medios, la única fuerza que puede oponerse a tales designios es un estallido popular. Pero, en opinión de los allí reunidos, eso justificaría la brutalidad francesa, dándole al lugarteniente de Napoleón el pretexto para aplastar Madrid con una victoria fácil, sometiéndola al saqueo y la esclavitud.

– No hay otra que ser pacientes -opina al fin, cauto como siempre, el general O’Farril-. No podemos sino calmar los ánimos, precaver las inquietudes populares, y contenerlas, llegado el caso, con nuestras propias fuerzas.

Al oír eso, el ministro de Marina, Gil de Lemus, da un respingo en su asiento.

– ¿A qué se refiere?

– A nuestras tropas, señor mío. No sé si me explico.

– Me temo que se explica demasiado bien.

Algunos consejeros se miran significativamente. Gonzalo O’Farril se lleva de maravilla con los franceses -por eso es ministro de la Guerra con la que está cayendo-, extremo que la Historia confirmará con su actuación en el día que hoy comienza y con sus posteriores servicios al rey José Bonaparte. Entre los miembros de la Junta, sólo unos pocos participan de sus ideas. Aunque, tal como andan las cosas, casi todos ahorran comentarios. Sólo el contumaz Gil de Lemus vuelve a la carga:

– Es lo que nos faltaba, caballeros. Hacerles el trabajo sucio a los franceses.

– Si lo hacen ellos, será más sucio todavía -opone O’Farril-. Y sangriento.

– ¿Y con qué fuerzas quiere usted contener a la gente en Madrid?… Demasiado es que los soldados no se unan al populacho.

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