Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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– Soy Rebecca Wilcher. El señor Larkin ha tenido que salir y me ha pedido que la atienda. -Se sentó en la silla del señor Larkin.

A Solana no le gustaba tratar de esos asuntos con mujeres. Quiso protestar, pero se contuvo, deseosa de dar por concluida la transacción.

– Permítame que eche una rápida mirada para familiarizarme con la documentación del crédito -dijo la mujer. Empezó a hojearla, leyendo con demasiado detenimiento. Solana vio deslizarse sus ojos por cada línea impresa. La mujer alzó la vista y dirigió una breve sonrisa a Solana-. Veo que la han nombrado tutora del señor Vronsky.

– En efecto. Su casa pide atención a gritos. La instalación eléctrica está vieja, las cañerías en mal estado, y no hay rampa para la silla de ruedas, lo que lo convierte prácticamente en un prisionero. Tiene ochenta y nueve años y es incapaz de cuidar de sí mismo. Sólo me tiene a mí.

– Entiendo. Lo conocí cuando empecé a trabajar aquí, pero hace meses que no lo vemos. -Dejó la carpeta en la mesa-. Todo parece en orden. Esto se presentará en el juzgado para su aprobación y, una vez resuelto ese trámite, le entregaremos el dinero del crédito. Por lo visto, falta un impreso. Tengo uno aquí en blanco que puede rellenar y devolver, si no le importa.

Metió la mano en el cajón, buscó en las carpetas y sacó un papel que le entregó por encima de la mesa.

Solana se lo quedó mirando con irritación.

– ¿Qué es esto? Ya he rellenado todos los impresos que me pidió el señor Larkin.

– Éste debió de pasársele por alto. Perdone las molestias.

– ¿Qué problema hay con los impresos que ya entregué?

– Ninguno. Este es un requisito nuevo. No le llevará mucho tiempo.

– No dispongo de tiempo para esto. Pensaba que ya estaba todo resuelto. El señor Larkin dijo que sólo tenía que pasar por aquí y me extendería el talón. Eso me dijo.

– No sin la aprobación del juzgado. Es el procedimiento habitual. Necesitamos el visto bueno del juez.

– ¿Qué me está diciendo? ¿Acaso pone en duda mi derecho a ese dinero? ¿Cree que la casa no necesita reformas? Debería venir a verla.

– No es eso. Sus planes para la casa nos parecen excelentes.

– Hay riesgo inminente de incendio. Si no se hace algo pronto, el señor Vronsky se expone a morir quemado en la cama. Puede decírselo al señor Larkin. Si ocurre algo, le pesará en la conciencia. Y también en la suya.

– Le pido disculpas por cualquier malentendido. Tal vez pueda hablar un momento con el director y resolverlo. Si me disculpa un momento…

En cuanto se alejó de la mesa, Solana se puso en pie, aferrada al bolso. Tendió la mano hacia la mesa y agarró el sobre de papel marrón con todos los documentos. Se dirigió hacia la entrada, procurando comportarse como una persona con un objetivo legítimo. Al acercarse a la puerta, bajó la vista y levantó el sobre para ocultar su cara a la cámara de vigilancia que, como bien sabía, estaba allí. ¿Qué le pasaba a esa mujer? Ella no había hecho nada para despertar sospechas. Había cooperado y demostrado buena disposición en todo momento, ¿y ahora la trataban así? Telefonearía más tarde. Hablaría con el señor Larkin y pondría el grito en el cielo. Si él insistía en que tenía que rellenar el impreso, lo haría, pero quería que él supiese lo molesta que estaba. Tal vez cambiase de banco. Se lo mencionaría. La aprobación de un juez podía tardar un mes, y siempre existía el riesgo de que la transacción se sometiera a examen.

Sacó el coche del aparcamiento y se fue derecha a casa, demasiado alterada para preocuparse por los cuadros del maletero. Advirtió que otros conductores miraban la palabra muerta grabada en la puerta del conductor. Quizás eso no había sido tan buena idea. El pequeño gamberro al que había contratado lo había hecho bien, pero ahora tenía que cargar con los daños. Era como ir con una pancarta a cuestas: miradme, soy rara. Su plaza de aparcamiento delante de la casa seguía vacía. Entró de frente y luego tuvo que maniobrar hasta que el coche quedó paralelo al bordillo.

Sólo cuando salió y cerró, notó algo extraño. Permaneció inmóvil y escrutó la calle. Recorrió las casas una por una con la mirada, llegando hasta la esquina y luego retrocediendo. El coche familiar de Henry estaba aparcado en el otro extremo de la calle, tres casas más allá, con un parasol plateado tras el parabrisas que impedía ver el interior. ¿Por qué lo había sacado del garaje y dejado en la calle?

Vio el sol moteado reflejarse en el cristal. Le pareció distinguir pequeñas sombras irregulares en el asiento del conductor, pero a esa distancia no sabía qué era lo que veía. Dio media vuelta, dudando si debía cruzar la calle y echar una mirada. Kinsey Millhone no se atrevería a desafiar la orden de alejamiento, pero quizá Henry la vigilaba. No se le ocurría qué motivo podía llevarlo a ello, pero era más sensato actuar como si no sospechase nada.

Entró en la casa. El salón estaba vacío, lo que significaba que Tiny y el señor Vronsky se habían ido a hacer la siesta como buenos chicos. Descolgó el teléfono y marcó el número de Henry. El timbre sonó dos veces y él contestó:

– ¿Sí?

Dejó el auricular en la horquilla sin pronunciar palabra. Si no era Henry quien estaba en el coche, ¿de quién se trataba? La respuesta era evidente.

Salió por la puerta y bajó los peldaños. Cruzó la calle en diagonal y fue derecha hacia el coche de Henry. Aquello tenía que acabarse. No podía consentir que la espiaran. La ira que le subía a la garganta amenazaba con ahogarla. Vio que los seguros no estaban puestos. Abrió de un tirón la puerta del conductor.

Nadie.

Solana respiró hondo, aguzando los sentidos como un lobo. El olor de Kinsey flotaba en el aire: una tenue pero perceptible mezcla de champú y jabón. Solana tocó el asiento, y habría jurado que seguía caliente. No la había sorprendido allí por cuestión de segundos y experimentó una frustración tan profunda que a punto estuvo de lanzar un gemido. No debía perder el control. Cerrando los ojos, pensó: «Calma. Conserva la calma». Pasara lo que pasara, seguía siendo dueña de la situación. ¿Y qué más daba si Kinsey la había visto salir del coche? ¿Qué importancia tenía?

Ninguna.

A menos que, provista de una cámara, estuviese tomando fotografías. Solana se llevó una mano a la garganta. ¿Y si había visto la foto de la Otra en la residencia de ancianos y quería una foto reciente de ella para compararla? Solana no podía correr ese riesgo.

Regresó a la casa y cerró la puerta a sus espaldas como si la policía fuera a llegar de un momento a otro. Entró en la cocina y sacó un limpiador en aerosol de debajo del fregadero. Mojó una esponja, la escurrió y luego la roció de espray. Empezó a limpiar la casa, borrando toda huella de sí misma, de cuarto en cuarto. Ya se ocuparía después de la habitación de los chicos. Entretanto, tendría que hacer las maletas. Tendría que recoger las cosas de Tiny. Tendría que llenar el depósito de gasolina. Al salir de la ciudad, pasaría a buscar los cuadros y los llevaría a otra galería. Esta vez haría las cosas bien, sin cometer errores.

Capítulo 32

Según la orden de alejamiento, una vez entregada la notificación, disponía de un plazo de veinticuatro horas para entregar o vender toda pistola o arma en mi poder. No soy una fanática de las armas, pero siento apego por las dos que tengo. Una es una Heckler & Koch P7M13 de nueve milímetros; la otra, una pequeña Davis semiautomática del 32. Suelo llevar una de ellas, descargada, dentro de un maletín en el asiento trasero del coche. También guardo a mano munición; de lo contrario, ¿qué sentido tendría? Mi pistola preferida de todos los tiempos, una semiautomática del 32 sin marca, regalo de mi tía Gin, quedó destruida en la explosión de una bomba unos años antes.

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