– Entendido -dijo Rider-. Ella fue la primera en sacar la conclusión de que algo fallaba. Encontró un número que no cuadraba, porque el billete de cien dólares ya estaba bajo custodia y por tanto no podían haberlo robado durante el golpe.
– Exactamente -dije-. Uno de los números que Simonson se inventó correspondía a un billete del que se tenía noticia. Lo mismo ocurrió después cuando detuvieron a Mousouwa Aziz en la frontera. Uno de los billetes de cien que llevaba coincidía con la lista falsa de Simonson. Eso llevó a que Milton y los pesos pesados de la seguridad nacional cayeran sobre él, y era todo mentira. La verdad era que los dos casos no estaban relacionados.
Lo que significaba que había pasado la noche en una celda federal por nada y que Milton había muerto cuando perseguía una pista que no llevaba a ninguna parte. Traté de no pensar en eso y continué con el relato.
– Cuando Marty Gessler descubrió el problema llamó a Jack Dorsey porque su nombre estaba en la lista que se pasó a otras agencias de seguridad. Ahí empezó.
– Estás diciendo que Dorsey sumó dos y dos y descubrió a Simonson -dijo Lindell-. Tal vez sabía lo de la falsificación o tal vez sabía algo más. El caso es que sabía lo suficiente para descubrirlo. Acudió a Simonson y le pidió una parte del pastel.
Me di cuenta de que los tres estábamos asintiendo. La historia funcionaba.
– Dorsey tenía problemas económicos -añadí-. El investigador del seguro hizo exámenes de rutina de todos los polis implicados. Dorsey estaba hasta el cuello de deudas, tenía dos hijos en la universidad y otros dos que tendrían que ir.
– Todo el mundo tiene problemas económicos -dijo Rider enfadada-. Eso no es excusa.
Eso nos dejó a todos en silencio durante unos segundos y luego retomé el relato.
– En ese momento sólo había un problema.
– La agente Gessler-dijo Rider-. Sabía demasiado. Tenía que desaparecer.
Rider no sabía nada de la relación de Lindell con Gessler, y Lindell hizo poco para revelarlo. Se limitó a quedarse sentado con la mirada baja. Yo proseguí.
– Mi intuición es que Simonson y sus chicos utilizaron a Dorsey mientras se ocupaban del problema de Gessler. Dorsey sabía lo que hicieron, pero no podía hacer ni decir nada porque estaba demasiado implicado. Entonces Simonson se ocupó de él en Nat's. Cross y la camarera eran parte del decorado.
Rider entrecerró los ojos y negó con la cabeza.
– ¿Qué? -preguntó Lindell.
– No me cuadra -dijo ella-. Aquí hay una desconexión. Gessler desapareció sin dejar el menor rastro. Tres años después, ¿quién sabe dónde está el cadáver?
Yo estaba poniéndome en la piel de Lindell, pero traté de no mostrarlo.
– Pero con Dorsey es un tiroteo del Oeste. Dorsey, Cross, la camarera. Son dos estilos completamente diferentes. Uno suave como la seda y el otro un baño de sangre.
– Bueno -dije-, con Dorsey querían que pareciera un atraco que fue mal. Si simplemente desaparecía, entonces lo obvio habría sido revisar sus viejos casos. A Simonson no le interesaba eso. De modo que orquestó el gran desparrame para que los investigadores pensaran en un atraco.
– Sigo sin tragármelo. Creo que lo hicieron personas diferentes. Mira, yo no recuerdo todos los detalles, pero ¿no desapareció Marty Gessler cuando conducía por el paso de Sepúlveda?
– Alguien chocó con su coche por detrás y ella aparcó a un lado.
– De acuerdo, entonces tenemos allí a una agente armada y preparada. ¿Vas a decirme que Simonson y esos chicos consiguieron que aparcara y acabaron ella? Vamos tíos. Ni hablar. No sin luchar. No sin que alguien viera algo. Creo que se detuvo porque se sentía segura. Se detuvo por un poli.
Ella me señaló e hizo una señal de asentimiento con la cabeza cuando dijo la última frase. Lindell descargó un puñetazo en la mesa. Rider le había convencido. Yo había defendido mi teoría, pero de repente veía sus fisuras. Empecé a pensar que Rider podría tener razón.
Me fijé en que Rider miraba a Lindell. Al fin estaba captando la vibración.
– Tú la conocías bien, ¿verdad? -preguntó.
Lindell se limitó a asentir. Entonces levantó la mirada para mirarme con furia.
– Y tú lo jodiste, Bosch -dijo.
– ¿Yo lo jodí? ¿De qué estás hablando?
– Con tu numerito de esta noche. Entrando como un puto Steve McQueen. ¿Qué creías? ¿Que se iban a asustar tanto que iban a ir a entregarse al Parker Center?
– Roy -dijo Rider-. Creo que…
– Querías provocarlos, ¿ no? Querías que fueran por ti.
– Eso es una locura-dije con calma-. ¿Cuatro contra uno? La única razón de que esté vivo y hablando con vosotros es que vi que me seguían y porque Milton los entretuvo lo suficiente para que pudiera escapar de la casa.
– Sí, exacto. Viste que te seguían. Y lo viste porque lo estabas esperando, y lo estabas esperando porque era lo que querías. La has cagado, Bosch. Si ese chico del hospital no se despierta con un cerebro que le funcione, nunca sabremos lo que le pasó a Marty ni dónde…
Se detuvo antes de que su voz se perdiera. Dejó de hablar, pero no dejó de mirarme.
– Chicos -dijo Rider-, hagamos una pausa. Dejemos de cuestionar motivos y de acusarnos. Aquí todos queremos lo mismo.
Lindell sacudió la cabeza despacio y enfáticamente.
– No, Harry Bosch, no -dijo con calma, sin apartar su mirada de la mía-. Siempre se trata de lo que quiere él. Siempre ha sido un detective privado, hasta cuando llevaba placa.
Miré de Lindell a Rider. Ella no dijo nada, pero sus ojos eludieron los míos, y ese movimiento era la clave. Vi su confirmación.
Ya amanecía cuando llegué a mi casa. El lugar seguía siendo un enjambre de actividad policial y periodística. No me permitieron entrar. La casa y el cañón conformaban una gran escena del crimen y como tal habían ordenado custodiarla. Me dijeron que volviera a intentarlo al día siguiente, o al otro. Ni siquiera iban a dejarme pasar a buscar mi ropa ni ninguna otra pertenencia. Era estrictamente persona non grata y me pidieron que me mantuviera alejado. La única concesión que obtuve fue acceder a mi coche. Dos policías de uniforme -Hurwitz y Swanny, que habían conseguido quedarse con las preciadas horas extras- me abrieron paso a través de los policías y los vehículos de la prensa y yo salí marcha atrás de la cochera y me alejé en el Mercedes.
El subidón de adrenalina que había acompañado a mi experiencia cercana a la muerte de la noche ya había desaparecido hacía mucho. Estaba exhausto y no tenía ningún sitio adonde ir. Conduje sin rumbo fijo por Mulholland hasta que llegué a Laurel Canyon Boulevard y giré a la derecha para adentrarme en el valle de San Fernando.
Empezaba a tener una idea de adonde dirigirme, pero era demasiado temprano. Cuando llegué a Ventura volví a doblar a la derecha y aparqué en el estacionamiento de Dupar's. Decidí que necesitaba algo de alto octanaje. Café y crepés cumplirían con ese requisito. Antes de salir del coche, saqué el móvil y lo encendí. Llamé a los números de Janis Langwiser y Sandor Szatmari, pero no obtuve respuesta. Les dejé mensajes de que la reunión de la mañana se había cancelado por circunstancias que escapaban a mi control.
La pantalla del teléfono mostraba que tenía mensajes. Llamé para recogerlos y escuché cuatro mensajes dejados durante la noche por Keisha Russell, la periodista del Times . Empezaba muy tranquila y se interesaba por mi estado. Quería hablar conmigo en cuanto me fuera posible para asegurarse de que estaba bien. Al tercer mensaje, su voz había adquirido una urgencia muy aguda, y en el cuarto me exigía que cumpliera con mi promesa de hablar con ella si ocurría algo en lo que estaba trabajando.
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