Michael Connelly - Luz Perdida

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Desencantado con el cuerpo de policía de Los Ángeles, Harry Bosch decide abandonarlo tras casi treinta años como miembro del mismo. Sin embargó, desea seguir ejerciendo y retomar aquellos casos que no pudo resolver durante sus años como agente. Uno de ellos es el asesinato de Angella Benton, una joven que trabajaba en unos estudios cinematográficos. Su muerte se produjo días antes del robo de dos millones de dólares que iban a utilizarse durante el rodaje de una película, y Bosch cree que ambos hechos podrían estar relacionados.Si en el ámbito profesional Bosch prefiere ahora actuar por su cuenta, en el terreno personal también es un solitario. El recuerdo de Eleanor, su ex mujer, sigue vivo en su memoria; tanto, que Bosch decidirá visitarla en Las vegas.

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Los ojos de Cross se abrieron como platos y abrió la boca para buscar aire. Estaba sin oxígeno.

– Hijo de puta -dijo Burnett Biggar-. ¿Quién es este tío?

No dije nada. Observé en silencio, con la rabia creciendo en mi interior. Biggar tenía razón. En el vocabulario de los polis, «hijo de puta» era el insulto definitivo, el que se reservaba al peor criminal, a tu peor enemigo. Sentí ganas de decirlo, pero no me salió la voz. Estaba demasiado consumido por lo que había visto en pantalla. Lo que me habían hecho a mí no era nada comparado con la humillación de Lawton Cross.

En la pantalla, Cross estaba tratando de hablar, pero sin aire en los pulmones no podía articular palabra. El rostro del agente, que ahora sabía que se llamaba Milton, mostraba una mueca despectiva.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Qué es eso? ¿Qué me quieres decir?

Cross lo intentó otra vez, pero no pudo.

– Di que sí con la cabeza si quieres decirme algo. Ah, es verdad, no puedes mover la cabeza.

Al final el federal soltó los tubos y Cross empezó a inspirar aire como un hombre que acaba de salir a la superficie después de una inmersión a quince metros de profundidad. Su pecho se hinchaba y las ventanillas de la nariz se le ensanchaban mientras trataba de recuperarse.

Milton se colocó delante de la silla, miró a su víctima y sonrió.

– ¿Lo ves? ¿Ves qué fácil es? ¿Ahora quieres cooperar?

– ¿Qué quiere?

– ¿Qué le dijiste a Harry Bosch?

Los ojos de Cross se dirigieron a la cámara por un instante antes de volver a Milton. En ese momento no creo que estuviera mirando la hora. De pronto pensé que quizá Lawton conocía la existencia de la cámara. Había sido un buen poli. Tal vez había sabido en todo momento lo que yo había estado haciendo.

– Le hablé del caso. Nada más. Vino y yo le dije lo que sabía. No lo recuerdo todo. Me hirieron, ¿sabe? Me hirieron y mi memoria no es tan buena. Las cosas empiezan a volverme. Yo…

– ¿Por qué vino aquí esta noche?

– Porque olvidé que tenía algunos archivos. Mi mujer lo llamó y le dejó un mensaje. Vino a buscar los archivos.

– ¿Qué más?

– Nada más. ¿Qué quieren?

– ¿Qué sabes del dinero que se llevaron?

– Nada. Nunca llegamos tan lejos.

Milton se adelantó y puso los dedos en torno a los tubos de oxígeno. Esta vez no los apretó. Bastó con la amenaza.

– Le estoy diciendo la verdad -protestó Cross.

– Será mejor que lo hagas.

El agente soltó los tubos.

– Has terminado de hablar con Bosch, ¿entendido?

– Sí.

– Sí, ¿qué?

– Sí, he terminado de hablar con Bosch.

– Gracias por tu cooperación.

Cuando Milton se apartó de la silla, vi que Cross tenía la mirada baja. Al salir los agentes, uno de ellos -probablemente Milton- apretó el interruptor y la habitación quedó a oscuras.

Nos quedamos allí mirando la pantalla y en el minuto que transcurrió antes de que la cámara se apagara pudimos oír -pero no ver- a Lawton Cross llorando. Eran los sollozos profundos de un animal herido y desamparado. No miré a los dos hombres que estaban conmigo y ellos no me miraron a mí. Nos limitamos a clavar la vista en la pantalla negra y escuchar.

La cámara por fin -afortunadamente- se apagó al final del minuto, pero entonces la pantalla cobró vida de nuevo cuando se encendió la luz de la habitación y entró Danny. Me fijé en la hora sobreimpresa y vi que sólo habían transcurrido tres minutos desde que los agentes federales habían abandonado la habitación. El rostro del ex policía estaba arrasado en lágrimas. Y no podía hacer nada para ocultarlas.

Danny Cross cruzó la habitación y sin decir una palabra se subió en la silla y se colocó a horcajadas sobre los delgados muslos de su marido. Se abrió la bata y atrajo la cara de Lawton a sus pechos. Lo sostuvo ahí, y él lloró otra vez. Al principio ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Ella en voz baja y con ternura le pidió que se callara, y entonces empezó a cantarle.

Yo conocía el tema y Danny lo cantaba bien. La suya era una voz suave como la brisa, mientras que la del vocalista original tenía la aspereza de toda la angustia del mundo. Nunca pensé que alguien pudiera interpretar bien a Louis Armstrong, pero Danny Cross, sin duda lo hizo.

Vi cielos azules
y nubes blancas.
El día bendito, brillante,
la noche sagrada, oscura,
y pensé para mí
qué mundo maravilloso.

Y ésa fue la parte más dura de observar del vídeo de vigilancia. Era la parte que más me hizo sentirme como un intruso, como si hubiera cruzado una línea de decencia en mi interior.

– Apágalo -dije por fin.

24

El momento que más marcó mi carrera como oficial de policía no ocurrió en la calle, ni trabajando en un caso. Ocurrió el 5 de marzo de 1991. Fue por la tarde y yo estaba en la sala de la brigada en la División de Hollywood, ordenando papeles. Pero como todos los demás componentes de la brigada, estaba esperando. Cuando todos empezaron a abandonar sus escritorios para reunirse en torno a los televisores, yo también me levanté. Había uno instalado en el despacho del teniente y otro montado en la pared, encima de la mesa de robos. Yo no me llevaba bien con el teniente por aquel entonces, así que me fui con los chicos de robos. Ya habíamos oído hablar de la cinta, pero poca gente la había visto. Y allí estaba. En blanco y negro y con mucho grano, pero aun así lo suficientemente clara para darnos cuenta de que las cosas iban a cambiar. Cuatro agentes de policía uniformados rodeaban a un hombre desplomado en el suelo. Rodney King era un ex presidiario que se había dado a la fuga después de una infracción de tráfico. Dos de los policías le estaban golpeando con las porras. Un tercero le pegaba patadas mientras el cuarto controlaba la pistola de descargas. Un segundo anillo de agentes observaba desde un poco más lejos. En la sala de la brigada muchos se quedaron boquiabiertos y sintieron que el corazón se les encogía. Nos sentíamos traicionados de algún modo. Hasta el último hombre y la última mujer, todos sabíamos que el departamento no resistiría a esa cinta. Iba a cambiar. El trabajo policial en Los Ángeles iba a cambiar.

Por supuesto no sabíamos cómo, ni si el cambio sería para bien o para mal. Entonces desconocíamos que las motivaciones políticas y las emociones raciales iban a alzarse como un maremoto sobre el departamento, que después habría decenas de víctimas en unos disturbios y que el tejido social de la ciudad quedaría desgarrado por completo. Pero mientras veíamos aquella cinta de vídeo casero todos sabíamos que iba a ocurrir algo. Todo a causa de ese momento de rabia y frustración representado bajo una farola en el valle de San Fernando.

Mientras estaba sentado en la sala de espera de un bufete de abogados del centro de la ciudad pensé en ello por un momento. Recordé la rabia que sentí y me di cuenta de que había vuelto a través del tiempo. La grabación del maltrato de Lawton Cross no era la cinta de King. No haría retroceder décadas las relaciones entre las fuerzas del orden y la comunidad. No cambiaría la forma en que la gente veía a la policía ni por qué decidía si debía cooperar con ella o no. Aun así, tenía una clara similitud en su enfermizamente pura descripción del abuso de poder. No poseía la fuerza para cambiar una ciudad, pero podía cambiar una burocracia como el FBI. Si yo quería hacerlo.

Pero no quería. Lo que pretendía era otra cosa, y pensaba usar la grabación para obtenerla. Al menos a corto plazo. Todavía no estaba pensando en lo que ocurriría con la grabación o conmigo más adelante.

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