Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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Miró la bolsa de deporte que estaba en el suelo, entre los pies descalzos de Jodie: las zapatillas se habían quedado en el lavabo de la habitación del Cleo. La bolsa contenía más dinero del que jamás había soñado. Más que para un nuevo comienzo. Sabía que podía abandonar el Boxster en el sur de la ciudad, donde en un día quedaría convertido en un esqueleto, tomar un taxi hasta un concesionario del condado de Orange y pagar en efectivo como Jane Davis. No habría ninguna conexión, ninguna pista. Luego cruzaría la frontera y tomaría un avión de Ensenada a Ciudad de México. Y desde allí podía elegir su destino.

– Al lugar donde el desierto es océano -dijo en voz alta.

Volvió a guardarse los pasaportes en el bolsillo y apagó la luz. Al hacerlo su mano tocó las monedas del I Ching que colgaban del espejo. Las monedas de la buena fortuna de Leo. Se balancearon y captaron su mirada como el reloj de oro de un hipnotizador.

Finalmente apartó la mirada y se fijó en su hija dormida. Los labios de Jodie estaban ligeramente separados y revelaban sus dientecitos blancos. Cassie sintió ganas de tocarlos. Quería conocer cada parte de su hija.

Estiró un brazo y le recogió un mechón de pelo detrás de la oreja. La niña no se despertó.

Cassie volvió a mirar a la carretera justo cuando el Porsche se aproximaba a un cartel con flechas que indicaban los carriles adecuados para el tráfico que se dirigía hacia el sur.

Capítulo 48

Jodie se despertó lentamente cuando Cassie la acarició con suavidad. Abrió los ojos y parecía preocupada cuando miró el coche, pero al ver el rostro de Cassie la preocupación dejó paso a la confianza. Era casi imperceptible, pero estaba allí y Cassie lo notó.

– Ya estás en casa, Jodie.

La niña se enderezó en el asiento y miró por la ventanilla. Estaban ascendiendo por Lookout Mountain Road, a punto de pasar junto a la escuela Wonderland.

– ¿Están en casa mamá y papá?

– Estarán dentro esperándote, estoy segura.

Cassie levantó la mano y desenredó del retrovisor el cordel con las monedas del I Ching. Se las entregó a la niña.

– Quédatelas. Dan buena suerte.

Las niña aceptó las monedas, pero la preocupación asomó de nuevo a su rostro.

– ¿Vas a entrar a conocer a mamá y papá?

– No, cariño.

– Bueno, ¿y adonde vas?

– Lejos, muy lejos.

Cassie esperó. Todo lo que la niña tenía que decir era «llévame contigo» y habría cambiado de opinión, y girado el coche. Pero estas palabras no salieron de la boca de la niña, y tampoco las había esperado.

– Pero quiero que recuerdes algo, Jodie. Aunque no me veas, yo estoy contigo. Siempre te estaré cuidando, te lo prometo.

– Vale.

– Te quiero.

La niña no dijo nada.

– Y, ¿puedes guardar un secreto?

– Claro, dime.

Estaban a sólo unas manzanas de la casa.

– El secreto es que tengo a alguien más que me ayuda a cuidar de ti. Siempre, aunque no puedas verlo.

– ¿Quién es?

– Se llama Max y también te quiere mucho. -Cassie sonrió a la niña y se recordó que se había hecho la promesa de no llorar delante de ella-. Así que ahora tienes dos ángeles guardadores. Es mucha suerte para una sola niña, ¿no te parece?

– Ángeles de la guarda. Me lo has dicho antes.

– Sí, ángeles de la guarda.

Cassie levantó la mirada y vio que ya habían llegado. A pesar de que eran poco más de las cinco de la mañana, las luces estaban encendidas tanto dentro como fuera de la casa. No había vehículos de la policía en las inmediaciones, sólo el Volvo familiar blanco en el sendero de entrada. Cassie suponía que el último sitio en el que la buscaría la policía sería en la casa de Jodie. Aparcó junto al bordillo y dejó el motor en marcha. Inmediatamente se inclinó por encima de la niña y abrió la puerta de la derecha. Sabía que tenía que hacerlo deprisa, no porque pudiera haber policías ocultos en la casa, sino porque su decisión era tan frágil que en cinco segundos podía cambiar de opinión.

– Dame un abrazo, Jodie.

La niña hizo lo que le pidió y durante diez segundos Cassie la apretó con tanta fuerza que temió lastimarla. Luego se retiró y sostuvo la cara de su hija entre sus manos y la besó en ambas mejillas.

– Serás una buena niña, ¿eh?

Jodie empezó a separarse.

– Quiero ver a mamá.

Cassie asintió y la dejó marchar. Observó mientras Jodie bajaba del Porsche y corría en dirección a la cerca y luego por el césped hacia la puerta iluminada.

– Te quiero -susurró mientras veía alejarse a la niña.

La puerta de entrada no estaba cerrada con llave. La niña la abrió y entró. Antes de que la puerta se cerrara, Cassie oyó que gritaban el nombre de Jodie en un grito desgarrador de alivio y dicha. Cassie se estiró para cerrar la portezuela del pasajero. Cuando se enderezó de nuevo, miró hacia la casa y vio a Jodie en los brazos de la mujer a quien la niña creía su madre. La mujer estaba completamente vestida y Cassie supo que no había dormido ni un minuto en toda la noche. Acunó la cabeza de Jodie en el hueco de su cuello y la apretó con tanta fuerza como Cassie hacía sólo un momento. A la luz del porche, Cassie vio que corrían lágrimas por las mejillas de la mujer. También vio que articulaba la palabra «Gracias» mientras miraba hacia el Porsche.

Cassie asintió, aunque sabía que en la oscuridad del coche, el gesto probablemente no podría verse. Puso la primera, soltó el freno de mano y se alejó del bordillo.

Capítulo 49

Cortó por Laurel Canyon hacia Mulholland y luego condujo por la serpenteante carretera en dirección este. En un apartadero con vistas al valle de San Fernando observó que el sol trepaba por las montañas en el este e inundaba los valles con su luz. Bajó el techo del Boxster antes de salir de nuevo a la carretera. El aire del amanecer era gélido, pero la mantenía despierta y de algún modo la hacía sentirse bien. Descendió por Mulholland hasta la autovía de Hollywood y puso rumbo al norte.

Evocó una imagen de Max con su camisa hawaiana, en Tahití, la noche en que se habían hecho promesas eternas, la noche que, Cassie estaba convencida de ello, su hija había sido concebida. Recordó cómo bailaron un lento descalzos en la playa, al son de una música que cruzaba la ensenada desde un distante hotel de lujo. Sabía que lo que compartían estaba en su interior. Todo. Siempre había sido de ese modo. El lugar donde el desierto se convertía en océano era el corazón. Y eso ella siempre lo tendría.

Cuando llegó al límite del condado de Ventura tuvo que ponerse las gafas de sol. El aire se estaba calentando y le levantaba el pelo en torno a las orejas. Tenía que abandonar el coche y conseguir otro, pero no podía detenerse. Creía que si levantaba el pie del acelerador o si reducía la velocidad por un momento todo lo que había dejado atrás la atraparía y la superaría. Todas las muertes y la culpa rugirían tras ella en la carretera. Lo único que sabía era que no podía dejarse atrapar.

Siguió conduciendo.

Agradecimientos

El autor quiere agradecer la ayuda y los esfuerzos de muchas personas durante el proceso de redacción de este libro.

Gracias muy especialmente a Jerry Hooten, por sus conocimientos sobre equipos y sistemas de vigilancia y en su instalación subrepticia. Toda la tecnología de vigilancia descrita en este libro existe en realidad y está disponible en el mercado. Cualquier error en este sentido es responsabilidad exclusiva del autor.

También gracias por su excelente aporte creativo a Bill Gerber y Eric Newman, así como a Bryan Burk, Mark Ross, Courtenay Valenti, Steve Crystal, Linda Connelly y Mary Lavelle.

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