Se marcharon a última hora de la mañana. La madre estaba bien y el bebé se veía más fuerte y menos pálido. Mamaba con fruición y sus pulmones parecían en forma.
Sally y Billy les dieron las gracias, e incluso Jesse consiguió emitir un gruñido. Pero Lou se dio cuenta de que la cocina estaba fría y que no olía a comida.
George Davis y sus hombres estaban en los campos, pero antes de que Billy se reuniera con ellos, Louisa lo llevó a un lado y le habló de cosas que Lou no oyó.
Al sacar el carro pasaron por establos llenos de ganado suficiente para formar un rebaño, y cerdos y ovejas, un corral lleno de gallinas, cuatro buenos caballos y el doble de muías. Los campos de cultivo se extendían hasta donde alcanzaba la vista y estaban circundados por una peligrosa alambrada. Lou vio que George y sus hombres trabajaban los campos con equipos mecanizados, los cuales levantaban nubes de polvo a su paso.
– Poseen más campos y ganado que nosotros -observó Lou-. ¿Cómo es que no tienen nada de comer?
– Porque su padre lo quiere así. Y el padre de él se comportó igual. Siempre controlando el dinero. No soltó un dólar hasta que estuvo metido en el ataúd.
Pasaron por delante de un edificio, y Louisa indicó el robusto candado de una puerta.
– El hombre dejará que la carne de esa caseta de ahumados se pudra antes de dársela a sus hijos. George Davis vende hasta el último grano de su cosecha al campamento maderero y a los mineros y la transporta hasta Tremont y Dickens. -Señaló un edificio grande que tenía una hilera de puertas alrededor de la primera planta. Estaban abiertas y se veían claramente las grandes hojas verdes colgadas de unos ganchos del interior.
– Es tabaco curándose -explicó-.
Debilita la tierra, y lo que no masca él lo vende. Tiene una destilería y nunca ha bebido una gota, sino que vende el whisky de maíz que produce a otros hombres que deberían dedicar el tiempo y el dinero a sus familias. Y va por ahí con un fajo de dólares y tiene esta granja enorme con todas esas máquinas modernas y deja morir de hambre a su familia. -Dio una sacudida a las riendas-. En cierto modo, sin embargo, me da pena, porque es el hombre más miserable que he conocido. Un día Dios hará saber a George Davis lo que piensa de él, pero ese día todavía no ha llegado.
Eugene guiaba el carro tirado por las muías. Oz, Lou y Diamond iban en la parte trasera, sentados sobre sacos de semillas y otras provisiones que habían comprado en McKenzie's Mercantile con el dinero de la venta de los huevos y algunos dólares que Lou se había guardado después de hacer sus compras en Dickens.
El trayecto les condujo cerca de un afluente de caudal considerable del río McCloud, y Lou se sorprendió al ver varios automóviles y carromatos cerca de la orilla llana y herbosa. La gente estaba dispersa al lado del río, y vio a algunas personas metidas en el agua pardusca. En aquel preciso instante un hombre con la camisa arremangada estaba sumergiendo a una joven en el agua.
– Vamos a echar un vistazo -propuso Diamond.
Eugene hizo detener a las muías y los tres niños se apearon del carro. Lou volvió la vista hacia Eugene, quien no hizo ademán de moverse.
– ¿Tú no vienes?
– Vayan ustedes, señorita Lou, yo me quedaré aquí, descansando.
Lou frunció el ceño ante la respuesta, pero se unió a los demás.
Diamond se había abierto camino entre una multitud de curiosos y observaba algo con ansiedad. Cuando Lou y Oz se acercaron a él y vieron lo que era, los dos dieron un respingo.
Una anciana, tocada con lo que parecía un turbante hecho con trapos y vestida con sábanas prendidas con alfileres y ceñidas en torno a la cintura, se movía describiendo pequeños círculos mientras entonaba un cántico incomprensible, como si estuviera ebria, loca o fuera una fanática de una religión desconocida. Junto a ella había un hombre vestido con una camiseta y unos pantalones holgados, que sostenía un cigarrillo entre los labios. Con las manos cogía sendas serpientes, que permanecían rígidas, inmóviles.
– ¿Son venenosas? -le susurró Lou a Diamond.
– ¡Por supuesto! Son peores que las peores víboras.
Oz, encogido de miedo, tenía la mirada clavada en los reptiles y parecía dispuesto a echar a correr en dirección a los árboles en cuanto las viera balancearse. Lou se dio cuenta, y cuando las serpientes comenzaron a moverse, agarró a Oz de la mano y lo apartó de allí. Diamond los siguió a regañadientes, hasta que estuvieron a solas.
– ¿Qué están haciendo con esas serpientes, Diamond? -preguntó Lou.
– Ahuyentando los malos espíritus, para que el agua sea buena para los hundimientos. -Los miró-. ¿A vosotros os han hundido?
– Querrás decir si nos han bautizado-puntualizó Lou-. Nos bautizaron en una iglesia católica. Y el cura se limita a rociarte la cabeza con un poco de agua. -Miró el río del que emergía la mujer, que en ese momento escupía agua-. No intenta ahogarte.
– ¿Catódica? Ésa no la he oído nunca. ¿Es nueva?
Lou estuvo a punto de echarse a reír.
– No mucho. Nuestra madre es católica, A papá nunca le importó demasiado la religión. Tienen sus propios colegios. Oz y yo fuimos a uno en Nueva York. Aprendes cosas como los sacramentos, el credo, el rosario y el padrenuestro. Y te enseñan cuáles son los pecados mortales y los veniales. Y haces la primera confesión, la primera comunión y luego la confirmación.
– Sí -corroboró Oz- y cuando te estás muriendo te dan… ¿cómo se llama eso, Lou?
– El sacramento de la extremaunción. Los últimos ritos.
– Para no pudrirse en el infierno -informó Oz a Diamond.
Diamond se mostró verdaderamente sorprendido.
– Jo, ¿quién iba a decir que creer en Dios daba tanto trabajo? Probablemente aquí arriba no haya catódicos por eso. Te carga demasiado la cabeza. -Dirigió la mirada al grupo que estaba cerca del río-. Éstos son baptistas primitivos. Tienen algunas creencias extrañas. Como que no puedes cortarte el pelo y las mujeres no pueden maquillarse. Además, tienen otras ideas curiosas sobre ir al infierno y tal. La gente que incumple las normas no es demasiado feliz. Viven y mueren de acuerdo con las Escrituras. Probablemente no sean tan especiales como vosotros los catódicos, pero por aquí tienen bastantes seguidores. -Bostezó y se desperezó-. ¿Veis?, por eso yo no voy a la iglesia. Dondequiera que esté, me imagino que tengo una iglesia. Si quiero hablar con Dios, pues digo: ¿Qué tal, Dios?, y charlamos un rato.
Lou se lo quedó mirando, absolutamente estupefacta ante aquella emanación de sabiduría eclesiástica del profesor de religión Diamond Skinner, que de repente exclamó:
– ¡Mirad eso!
Todos observaron a Eugene mientras bajaba a la orilla y hablaba con alguien, que a su vez llamaba al predicador que estaba en el río, mientras hacía salir a una de sus últimas «víctimas».
El predicador se acercó a la orilla, habló con Eugene durante un minuto o dos y luego lo condujo hasta el agua, lo sumergió por completo y pronunció unas palabras. El hombre mantuvo a Eugene sumergido tanto tiempo que Lou y Oz empezaron a preocuparse. Pero cuando Eugene emergió, sonrió, dio las gracias al hombre y regresó al carro. Diamond echó a correr hacia el predicador, que miraba alrededor en busca de otros candidatos a la inmersión divina.
Lou y Oz se acercaron sigilosamente mientras Diamond entraba en el agua con el hombre sagrado y se sumergía también por completo. Al final emergió a la superficie, habló con el hombre unos minutos, se introdujo algo en el bolsillo y, totalmente empapado y sonriente, se unió a ellos y se dirigieron todos juntos al carro.
– ¿Nunca te habían bautizado? -preguntó Lou.
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