Mientras el hombre se dirigía hacia ellos Lou se preguntó cuál sería el apodo de aquel desconocido.
– ¿Quién es? -preguntó Oz.
– Lou, Oz, os presento a Cotton Longfellow, el mejor abogado de por aquí -anunció Louisa en voz alta.
El hombre sonrió y le estrechó la mano a Louisa.
– Bueno, dado que soy uno de los pocos abogados que hay por aquí se trata de un mérito más bien discutible, Louisa.
Lou nunca había oído una voz como aquélla, mezcla de acento sureño con la entonación propia de Nueva Inglaterra. No supo decidir de dónde era, algo que por lo general se le daba bien. ¡Cotton Longfellow! Dios Santo, el nombre no le había decepcionado en absoluto. 1
Cotton dejó el maletín en el suelo y les estrechó la mano con solemnidad, aunque le brillaron los ojos al hacerlo.
– Encantado de conoceros, aunque Louisa me ha contado tantas cosas de vosotros que es como si os conociera de toda la vida. Siempre había deseado veros algún día, y lamento muchísimo que sea en estas circunstancias. -Pronunció las últimas palabras con suma delicadeza.
– Cotton y yo tenemos que hablar de varios asuntos. Cuando hayáis acabado de dar de comer a los puercos ayudad a Eugene con el resto del ganado y dadles heno. Luego terminad de recoger los huevos.
Mientras Cotton y Louisa se encaminaban hacia la casa Oz recogió el cubo y fue a buscar más sobras. Sin embargo, Lou siguió a su bisabuela y al abogado con la mirada, y resultaba obvio que no estaba pensando en los puercos. Se estaba haciendo preguntas sobre aquel hombre con un nombre tan raro, Cotton Longfellow, que hablaba de manera extraña y parecía saber mucho sobre ellos. Finalmente, vio un puerco de más de ciento cincuenta kilos que evitaría que pasaran hambre durante el invierno y siguió a su hermano. Las paredes montañosas parecieron cerrarse en torno a Lou.
1. Literalmente «Algodón Tipolargo», aunque las traducciones podrían ser múltiples: «Hombrelargo de Algodón», «Algodón Extralargo», «Gran Algodón», etc. (N. de los T.)
Cotton y Louisa entraron en la casa por la puerta trasera. Mientras iban por el pasillo de camino al salón, Cotton se detuvo y miró por la puerta entreabierta de la habitación en que Amanda yacía en la cama.
– ¿Qué dicen los médicos? -preguntó Cotton.
– Trau… ma men… tal -Louisa pronunció lentamente aquellas extrañas palabras-. Así lo llamó la enfermera.
Entraron en la cocina y se sentaron en unas sillas de patas de roble cepillado a mano tan suave que la madera parecía cristal. Cotton extrajo varios documentos del maletín y unas gafas de montura metálica del bolsillo. Se las puso, observó los documentos por unos instantes y luego se echó hacia atrás para hablar sobre los mismos. Louisa le sirvió una taza de café de achicoria. Cotton tomó un sorbo y sonrió.
– Si esto no te despierta, entonces es que estás muerto.
Louisa se sirvió una taza.
– Bueno, ¿qué has averiguado? -inquirió.
– Tu nieto no dejó testamento, Louisa. No es que importase mucho, porque la verdad es que no tenía dinero.
Louisa parecía perpleja.
– ¿Y todo lo que escribió, todos esos maravillosos libros?
Cotton asintió con aire pensativo.
– Por muy buenos que fueran lo cierto es que no se vendían mucho. Tenía que aceptar encargos para llegar a fin de mes. Cuando Oz nació tuvo problemas de salud. Muchos gastos. Y Nueva York no es lo que se dice barata.
Louisa bajó la mirada.
– Y eso no es todo -dijo. Cotton la observó con curiosidad-. Jack me envió dinero durante todos esos años. Le escribí una vez y le dije que no era justo, que tenía su propia familia y todo eso. Pero me dijo que era rico. ¿Puedes creerlo? Explicó que quería darme el dinero por todo lo que había hecho por él. Pero yo no había hecho nada.
– Bueno, parece que justo antes del accidente Jack planeaba trabajar para unos estudios de cine en California.
– ¿California? -Louisa pronunció la palabra como si fuera una enfermedad, y a continuación dejó escapar un suspiro-. Ese muchacho nunca se olvidó de mí, pero que me diera dinero sin que lo tuviera es el colmo. Maldita la hora en que lo acepté. -Puso los ojos en blanco por unos instantes antes de proseguir-. Tengo un problema, Cotton. Tres años de sequía y ninguna cosecha. Me quedan cinco puercos y tendré que matar uno dentro de poco. Sólo tres puercas y un verraco. En la última carnada hubo más crías que nunca. Tres vacas aceptables. Hice preñar a una, pero todavía no ha parido y estoy preocupada. Y Bran tiene la fiebre. Las ovejas me dan más lata que otra cosa. La vieja jamelga ya no hace nada de nada y se me come la casa entera. Pero durante todos estos años se ha dejado la piel trabajando aquí. -Se calló y tomó aire-. Y McKenzie, el de la tienda, ya no me fía.
– Tiempos duros, Louisa, no voy a negártelo.
– Sé que no puedo quejarme; esta vieja montaña me ha dado todo lo que tenía.
Cotton se inclinó hacia delante.
– Bueno, lo que no puede negarse es que tienes tierras, Louisa. Esa es una gran baza.
– No puedo venderlas, Cotton. Cuando llegue el momento pasarán a manos de Lou y Oz. Su padre amaba este lugar tanto como yo. Y Eugene también. Él es como de la familia. Trabaja duro. Se quedará con una parte de las tierras para criar a los suyos. Sólo lo justo.
– Me parece bien -dijo Cotton.
– Cuando me escribieron preguntándome si acogería a los niños, ¿cómo iba a negarme? A Amanda ya no le queda nadie, soy cuanto tienen. Vaya salvadora estoy hecha, ya no valgo para nada. -Unió los dedos, nerviosa, y miró inquieta por la ventana-. He pensado en ellos todos estos años, preguntándome cómo serían. Leyendo las cartas de Amanda y mirando las fotografías que me mandaba. Me enorgullecía de lo que Jack había hecho. Y de sus bonitos hijos. -Sacudió la cabeza con cara de preocupación; las profundas arrugas de la frente parecían surcos en un campo.
– Saldrás adelante, Louisa. Si me necesitas para algo, ayudarte a plantar o cuidar de los niños, dímelo. Vendré más que gustoso.
– Vamos, Cotton, eres un abogado ocupado.
– A los de aquí no les hace falta alguien como yo. Puede que así sea mejor. Si tengo un problema voy a ver al juez Atkins, al juzgado, y lo resuelvo con él. Los abogados sólo saben complicar las cosas. -Sonrió y le dio una palmada en la mano a Louisa-. Todo saldrá bien, Louisa. Lo mejor para todos es que los niños se queden contigo.
Louisa sonrió y luego, lentamente, frunció el ceño.
– Cotton, Diamond me ha dicho que hay varios hombres rondando por las minas de carbón. No me gusta nada.
– He oído decir que son topógrafos, expertos en minerales.
– ¿Es que no están cavando en las montañas lo bastante rápido? Cada vez que veo otro agujero me entran náuseas. Nunca vendo nada a los del carbón. Destrozan todo lo que es bonito.
– He oído decir que no buscan carbón sino petróleo.
– ¡Petróleo! -exclamó ella, incrédula-. No estamos en Tejas.
– Eso es lo que he oído.
– No pienso preocuparme por esas tonterías. -Louisa se incorporó-. Tienes razón, Cotton, todo saldrá bien. El Señor nos traerá lluvias este año. Y si no es así, ya se me ocurrirá algo.
Mientras Cotton se ponía de pie para marcharse, miró hacia el pasillo.
– Louisa, ¿te importa si le doy el pésame a la señora Amanda?
Louisa caviló al respecto.
– Oír otra voz le vendrá bien. Y eres buena persona, Cotton. ¿Cómo es que no te has casado?
– Todavía no he encontrado a la mujer que sepa soportar mis penas.
Ya en la habitación de Amanda, Cotton dejó el maletín y el sombrero en el suelo y se acercó silenciosamente a la cama.
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