Poco después desatracaban la balsa, bajo el mando de Tom, con Huck en el remo de popa y Joe en el de proa. Tom iba erguido en mitad de la embarcación, con los brazos cruzados y la frente sombría, y daba las órdenes con bronca a imperiosa voz.
– ¡Cíñete al viento!… ¡No guiñar, no guiñar!… ¡Una cuarta a barlovento!…
Como los chicos no cesaban de empujar la balsa hacia el centro de la corriente, era cosa entendida que esas órdenes se daban sólo por el buen parecer y sin que significasen absolutamente nada.
– ¿Qué aparejo lleva?
– Gavias, juanetes y foque.
– ¡Larga las monterillas! ¡Que suban seis de vosotros a las crucetas!… ¡Templa las escotas!… ¡Todo a babor! ¡Firme!
La balsa traspasó la fuerza de la corriente, y los muchachos enfilaron hacia la isla, manteniendo la dirección con los remos. En los tres cuartos de hora siguientes apenas hablaron palabra. La balsa estaba pasando por delante del lejano pueblo. Dos o tres lucecillas parpadeantes señalaban el sitio donde yacía, durmiendo plácidamente, más allá de la vasta extensión de agua tachonada de reflejos de estrellas, sin sospechar el tremendo acontecimiento que se preparaba. El Tenebroso Vengador permanecía aún con los brazos cruzados, dirigiendo una «última mirada» a la escena de sus pasados placeres y de sus recientes desdichas, y sintiendo que «ella» no pudiera verle en aquel momento, perdido en el proceloso mar, afrontando el peligro y la muerte con impávido corazón y caminando hacia su perdición con una amarga sonrisa en los labios. Poco le costaba a su imaginación trasladar la Isla de Jackson más allá de la vista del pueblo; así es que lanzó su «última mirada» con ánimo a la vez desesperado y satisfecho. Los otros piratas también estaban dirigiendo «últimas miradas» y tan largas fueron que estuvieron a punto de dejar que la corriente arrastrase la balsa fuera del rumbo de la isla. Pero notaron el peligro a tiempo y se esforzaron en evitarlo. Hacia las dos de la mañana la embarcación varó en la barra, a doscientas varas de la punta de la isla, y sus tripulantes estuvieron vadeando entre la balsa y la isla hasta que desembarcaron su cargamento. Entre los pertrechos había una vela decrépita, y la tendieron sobre un cobijo, entre los matorrales, para resguardar las provisiones. Ellos pensaban dormir al aire libre cuando hiciera buen tiempo, como correspondía a gente aventurera.
Hicieron una hoguera al arrimo de un tronco caído a poca distancia de donde comenzaban las densas umbrías del bosque; guisaron tocino en la sartén, para cenar, y gastaron la mitad de la harina de maíz que habían llevado. Les parecía cosa grande estar allí de orgía, sin trabas, en la selva virgen de una isla desierta a inexplorada, lejos de toda humana morada, y se prometían que no volverían nunca a la civilización. Las llamas se alzaron iluminando sus caras, y arrojaban su fulgor rojizo sobre las columnatas del templo de árboles del bosque y sobre el coruscante follaje y los festones de las plantas trepadoras. Cuando desapareció la última sabrosa lonja de tocino y devoraron la ración de borona, se tendieron sobre la hierba, rebosantes de felicidad. Fácil hubiera sido buscar sitio más fresco, pero no se querían privar de un detalle tan romántico como la abrasadora fogata del campamento.
– ¿No es esto cosa rica? -dijo Joe.
– De primera -contestó Tom.
– ¿Qué dirían los chicos si nos viesen?
– ¿Decir? Se morirían de ganas de estar aquí. ¿Eh, Huck?
– Puede que sí -dijo Huckleberry-; a mí, al menos, me va bien, no necesito cosa mejor. Casi nunca tengo lo que necesito de comer…, y además, aquí no pueden venir y darle a uno de patadas y no dejarle en paz.
– Es la vida que a mí me gusta -prosiguió Tom-: no hay que levantarse de la cama temprano, no hay que ir a la escuela, ni que lavarse, ni todas esas malditas boberías. Ya ves, Joe, un pirata no tiene nada que hacer cuando está en tierra; pero un anacoreta tiene que rezar una atrocidad y no tiene ni una diversion, porque siempre está solo.
– Es verdad -dijo Joe-, pero no había pensado bastante en ello, ¿sabes? Quiero mucho más ser un pirata, ahora que ya he hecho la prueba.
– Tal vez -dijo Tom- a la gente no le da mucho por los anacoretas en estos tiempos, como pasaba en los antiguos; pero un pirata es siempre muy bien mirado. Y los anacoretas tienen que dormir siempre en los sitios más duros que pueden encontrar, y se ponen arpillera y cenizas en la cabeza, y se mojan si llueve, y…
– ¿Para qué se ponen arpilleras y ceniza en la cabeza? -preguntó Huck-
– No sé. Pero tienen que hacerlo. Los anacoretas siempre hacen eso. Tú tendrías que hacerlo si lo fueras.
– ¡Un cuerno haría yo! -dijo Huck.
– Pues ¿qué ibas a hacer?
– No sé; pero eso no.
– Pues tendrías que hacerlo, Huck. ¿Cómo te ibas a arreglar si no?
– Pues no lo aguantaría. Me escaparía.
– ¿Escaparte? ¿Vaya una porquería de anacoreta que ibas a ser tú! ¡Sería una vergüenza!
Manos Rojas no contestó por estar en más gustosa ocupación. Había acabado de agujerear una mazorca, y, clavando en ella un tallo hueco para servir de boquilla, la llenó de tabaco y apretó un ascua contra la carga, lanzando al aire una nube de humo fragante. Estaba en la cúspide del solaz voluptuoso. Los otros piratas envidiaban aquel vicio majestuoso y resolvieron en su interior adquirirlo en seguida. Huck preguntó:
– ¿Qué es lo que tienen que hacer los piratas?
– Pues pasarlo en grande…; apresar barcos y quemarlos, y coger el dinero y enterrarlo en unos sitios espantosos, en su isla; y matar a todos los que van en los barcos…: les hacen «pasear la tabla».
Y se llevan.las mujeres a la isla-dijo Joe-; no matan a las mujeres.
– No -asintió Tom-; no las matan: son demasiado nobles. Y las mujeres son siempre preciosísimas, además.
– ¡Y que no llevan trajes de lujo!… ¡Ca! Todos de plata y oro y diamantes -añadió Joe con entusiasmo.
– ¿Quién? -dijo Huck.
– Pues los piratas.
Huck echó un vistazo lastimero a su indumento.
– Me parece que yo no estoy vestido propiamente para un pirata -dijo, con patético desconsuelo en la voz-; pero no tengo más que esto.
Pero los otros le dijeron que los trajes lujosos lloverían a montones en cuanto empezasen sus aventuras. Le dieron a entender que sus míseros pingos bastarían para el comienzo, aunque era costumbre que los piratas opulentos debutasen con un guardarropa adecuado.
Poco a poco fue cesando la conversación y se iban cerrando los ojos de los solitarios. La pipa se escurrió de entre los dedos de Manos Rojas y se quedó dormido con el sueño del que tiene la conciencia ligera y el cuerpo cansado. El Terror de los Mares y el Tenebroso Vengador de la América Española no se durmieron tan fácilmente. Recitaron sus oraciones mentalmente y tumbados, puesto que no había allí nadie que los obligase a decirlas en voz alta y de rodillas; verdad es que estuvieron tentados a no rezar, pero tuvieron miedo de ir tan lejos como todo eso, por si llamaban sobre ellos un especial y repentino rayo del cielo. Poco después se cernían sobre el borde mismo del sueño, pero sobrevino un intruso que no les dejó caer en él: era la conciencia. Empezaron a sentir un vago temor de que se habían portado muy mal escapando de sus casas; y después, se acordaron de los comestibles robados, y entonces comenzaron verdaderas torturas. Trataron de acallarlas recordando a sus conciencias que habían robado antes golosinas y manzanas docenas de veces; pero la conciencia no se aplacaba con tales sutilezas. Les parecía que, con todo, no había medio de saltar sobre el hecho inconmovible de que apoderarse de golosinas no era más que «tomar», mientras que llevarse jamón y tocinos y cosas por el estilo era, simple y sencillamente, «robar» y había contra eso un mandamiento en la Biblia. Por esó resolvieron en su fuero interno que, mientras permaneciesen en el oficio, sus piraterías no volverían a envilecerse con el crimen del robo. Con esto la conciencia les concedió una tregua, y aquellos raros a inconsecuentes piratas se quedaron pacíficamente dormidos.
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