Erica Spindler - Todo para el asesino

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Conejo Blanco es mucho más que un juego. Es más que la vida y que la muerte. Y cualquiera puede sucumbir antes de que la partida acabe… y el asesino se lo lleve todo.
Cuando una amiga apareció brutalmente asesinada en su apartamento de Nueva Orleans, la ex detective de homicidios Stacy Killian relacionó su muerte con Conejo Blanco, un juego de rol de culto, oscuro, violento y adictivo.
Stacy se había visto expuesta en innumerables ocasiones al horror del crimen y era una realidad de la que trataba de alejarse, pero cuando conoció a Spencer Malone, el detective de homicidios encargado del caso, le pareció un policía novato y pagado de sí mismo, que no estaba a la altura de la misión. Por ello, se propuso atrapar por su cuenta al asesino. Sus pesquisas la condujeron al círculo íntimo del brillante creador de Conejo Blanco, Leo Noble, un hombre cuyo pasado ocultaba oscuros secretos.
A medida que empezaron a acumularse los cadáveres y el juego avanzaba, Stacy y Spencer se vieron forzados a trabajar codo con codo. Pronto se encontraron atrapados en el escalofriante y desquiciado universo de un juego en el que Leo Noble y cuantos lo rodeaban eran sospechosos, y nadie, absolutamente nadie, se encontraba a salvo.

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– ¿Alguna pista?

– Unas cuantas. Vamos a pasarnos por la universidad, por los sitios por donde solían salir. Hablaremos con sus amigos, con sus profesores… Con sus novios, si tenían alguno.

– Bien. ¿Algo más?

– Hemos interrogado a los vecinos -continuó Spencer-. Con la excepción de la mujer que nos llamó, nadie oyó nada.

– ¿Su historia cuadra?

– Parece auténtica. Es una ex policía. Del Departamento de Policía de Dallas. De Homicidios.

Ella frunció un poco el ceño.

– ¿Ah, sí?

– Voy a ver qué tenemos sobre ella en la base de datos. Llamaré a la policía de Dallas.

– Hazlo. ¿Los de la oficina del forense han avisado a los familiares?

– Sí.

O'Shay echó mano del teléfono y les indicó que la reunión había acabado.

– No me gustan los homicidios dobles en mi jurisdicción. Y menos aún sin resolver. ¿Entendido?

Ellos dijeron que sí, se levantaron y se acercaron a la puerta. O'Shay llamó a Spencer antes de que la alcanzara.

– Detective Malone… -él miró hacia atrás-. Vigile su temperamento.

Él le lanzó una sonrisa.

– Lo tengo bajo control, tía Patti. Palabra de monaguillo.

Mientras se alejaba la oyó reír. Seguramente porque recordaba que como monaguillo había sido un completo desastre.

Capítulo 5

Lunes, 28 de febrero de 2005

10:30 a.m.

Spencer entró en el Café Noir. El olor a café y galletas horneadas lo golpeó como un mazazo. Hacía mucho tiempo que había desayunado: un hojaldre relleno de salchicha en un figón de carretera, al rayar el alba.

Lo de las cafeterías no le entraba en la cabeza. ¿Tres pavos por una taza de café con nombre extranjero? ¿Y qué era eso de taza alta, supergrande y gigante? ¿Qué tenían contra las tazas pequeñas, medianas y grandes? ¿O incluso con las extra grandes? ¿A quién querían engañar?

Una vez había cometido el error de pedir un americano, creyendo que le servirían una buena taza de café americano a la vieja usanza. Pero aquello no se parecía en nada.

Un chorro de café solo y agua. Sabía a pis quemado.

Decidió ahorrarse el dinero y esperó a volver al cuartel general para tomarse un café. Al mirar alrededor vio que, hasta donde alcanzaba a ver, aquélla era la típica cafetería. Colores terrosos y densos, asientos grandes y confortables intercalados entre mesas para estudiar o conversar. El edificio, situado en una parcela triangular de las que en Nueva Orleans se llamaban suelo neutral, tenía incluso una chimenea vieja y grande.

Para lo que servía, pensó Spencer. A fin de cuentas, estaban en Nueva Orleans. Calor y humedad y entre veinticinco y veintisiete grados nueve meses al año.

Se acercó al mostrador y le preguntó a la chica de la caja por el propietario o el encargado. La chica, que parecía tener edad de ir a la universidad, sonrió y señaló a la rubia alta y espigada que estaba surtiendo el bufé.

– Es la dueña, Billie Bellini.

Él le dio las gracias y se acercó a la mujer.

– ¿Billie Bellini? -preguntó.

Ella se dio la vuelta y levantó la vista. Era preciosa. Una de esas mujeres inmaculadamente bellas que podían (y probablemente lo hacían) elegir a cualquier hombre. La clase de mujer que uno no esperaba encontrarse regentando una cafetería.

Spencer habría sido un embustero o un eunuco si hubiera dicho que era inmune a sus encantos, si bien podía afirmar con sinceridad que Billie Bellini no era su tipo. Demasiado cara de mantener para un tipo corriente como él.

Una sonrisa tocó las comisuras de los labios carnosos de Billie Bellini.

– ¿Sí? -dijo.

– Soy el detective Spencer Malone, del Departamento de Policía de Nueva Orleans -contestó él mostrándole su insignia.

Una ceja perfectamente arqueada se levantó.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective?

– ¿Conoce a una chica llamada Cassie Finch?

– Sí, es una de nuestras clientas habituales.

– Una clienta habitual. ¿Qué significa eso exactamente?

– Que pasa mucho tiempo aquí. Todo el mundo la conoce -su tersa frente se arrugó-. ¿Por qué?

Él ignoró la pregunta y replicó con otra.

– ¿Y a Beth Wagner?

– ¿La compañera de piso de Cassie? Pues no. Sólo ha estado aquí una vez. Cassie nos la presentó.

– ¿Qué me dice de Stacy Killian?

– También viene con frecuencia. Son amigas. Pero supongo que eso ya lo sabe.

Spencer bajó la mirada. El anillo anular de la mano izquierda de Billie Bellini mostraba una enorme piedra y una alianza de oro tachonada de diamantes. Eso no le sorprendió.

– ¿Cuándo vio por última vez a la señorita Finch?

Sus ojos adquirieron de pronto una expresión preocupada.

– ¿A qué viene esto? -preguntó-. ¿Le ha pasado algo a Cassie?

– Cassie Finch ha muerto, señora Bellini. Ha sido asesinada.

Ella se llevó una mano a la boca, que había formado una O perfecta.

– Debe de haber algún error.

– Lo lamento.

– Perdóneme, yo… -buscó a tientas tras ella una silla y se dejó caer. Se quedó inmóvil un momento, luchando, sospechaba Spencer, por sobreponerse.

Cuando por fin levantó la mirada hacia él, no había lágrimas en sus ojos.

– Estuvo aquí ayer por la tarde.

– ¿Cuánto tiempo?

– Un par de horas. De tres a cinco, más o menos.

– ¿Estuvo sola?

– Sí.

– ¿Habló con alguien?

Ella juntó las manos con fuerza sobre su regazo.

– Sí. Con todos los sospechosos habituales.

– ¿Cómo dice?

– Disculpe -se aclaró la garganta-. Con otros clientes habituales. Vinieron los de siempre.

– ¿Stacy Killian vino ayer?

Su expresión se crispó de nuevo.

– No. ¿Stacy está… está bien?

– Que yo sepa, sí -hizo una pausa-. Nos ayudaría inmensamente conocer los nombres de las personas con las que Cassie solía salir. Los clientes habituales.

– Desde luego.

– ¿Tenía algún enemigo?

– No. Imagino que no, al menos.

– ¿Tuvo algún altercado con alguien?

– No -le tembló la voz-. No puedo creer que haya pasado esto.

– Tengo entendido que era aficionada a los juegos de rol -hizo una pausa; al ver que ella no lo negaba, prosiguió-. ¿Traía siempre su ordenador?

– Sí, siempre.

– ¿Nunca la vio sin él?

– No, nunca.

Él asintió con la cabeza.

– Me gustaría hablar con sus empleados, señora Bellini.

– Por supuesto. Nick y Josué llegan a las dos y a las cinco, respectivamente. Ésa es Paula. ¿Quiere que la llame? -él asintió con la cabeza y se sacó del bolsillo una tarjeta de visita. Se la entregó-. Si se le ocurre algo más, avíseme.

Resultó que Paula sabía aún menos que su jefa, pero Spencer le dio su tarjeta de visita de todos modos.

Salió de la cafetería a la mañana fresca y luminosa. La meteoróloga del Canal 6 había pronosticado que el mercurio alcanzaría los cuarenta grados, y a juzgar por el calor que hacía ya, no se equivocaba.

Spencer se aflojó la corbata y echó a andar hacia su coche, que había aparcado junto a la acera.

– ¡Eh, Malone, espera!

Se detuvo y dio media vuelta. Stacy Killian cerró la puerta de su coche y corrió hacia él.

– Hola, Killian.

Ella señaló la cafetería.

– ¿Has conseguido todo lo que necesitabas?

– De momento, sí. ¿En qué puedo ayudarte?

– Me estaba preguntando si habíais indagado ya sobre Conejo Blanco.

– Aún no.

– ¿Puedo preguntar a qué se debe la tardanza?

Spencer miró su reloj y luego fijó la vista en ella.

– Según mis cálculos, esta investigación dura sólo ocho horas.

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