Erica Spindler - Todo para el asesino

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Conejo Blanco es mucho más que un juego. Es más que la vida y que la muerte. Y cualquiera puede sucumbir antes de que la partida acabe… y el asesino se lo lleve todo.
Cuando una amiga apareció brutalmente asesinada en su apartamento de Nueva Orleans, la ex detective de homicidios Stacy Killian relacionó su muerte con Conejo Blanco, un juego de rol de culto, oscuro, violento y adictivo.
Stacy se había visto expuesta en innumerables ocasiones al horror del crimen y era una realidad de la que trataba de alejarse, pero cuando conoció a Spencer Malone, el detective de homicidios encargado del caso, le pareció un policía novato y pagado de sí mismo, que no estaba a la altura de la misión. Por ello, se propuso atrapar por su cuenta al asesino. Sus pesquisas la condujeron al círculo íntimo del brillante creador de Conejo Blanco, Leo Noble, un hombre cuyo pasado ocultaba oscuros secretos.
A medida que empezaron a acumularse los cadáveres y el juego avanzaba, Stacy y Spencer se vieron forzados a trabajar codo con codo. Pronto se encontraron atrapados en el escalofriante y desquiciado universo de un juego en el que Leo Noble y cuantos lo rodeaban eran sospechosos, y nadie, absolutamente nadie, se encontraba a salvo.

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– ¿Algo más?

– Tengo una corazonada.

– ¿Intuición femenina? -preguntó Malone.

Ella achicó los ojos, irritada.

– La intuición de una detective con mucha experiencia.

Vio que el otro torcía la boca, como si le hiciera gracia.

– ¿Qué hay de su compañera de piso? -preguntó Tony-. Beth. ¿Ella también jugaba a eso?

– No.

– ¿Tu amiga tenía ordenador? -preguntó Malone.

Stacy fijó la vista en él.

– Un portátil. ¿Por qué?

Él no contestó.

– ¿Jugaba a esos juegos por ordenador?

– A veces sí, creo. Pero casi siempre jugaba en grupo de juego.

– Entonces, se puede jugar online .

– Creo que sí -los miró a ambos-. ¿Por qué?

– Gracias, Killian. Has sido de gran ayuda.

– Esperad -agarró del brazo al mayor de los dos-. Su ordenador ha desaparecido, ¿verdad?

– Lo siento, Stacy -murmuró Tony con aparente sinceridad-. No podemos decirte nada más.

Ella habría hecho lo mismo, pero aun así se molestó.

– Os sugiero que investiguéis ese juego, el Conejo Blanco. Preguntad por ahí, a ver quién juega. De qué va el juego.

– Lo haremos, Killian -Malone cerró su libreta-. Gracias por tu ayuda.

Ella abrió la boca para añadir algo, para preguntar si la mantendrían al corriente de sus avances, y volvió a cerrarla sin decir nada. Porque sabía que no lo harían. Aunque aceptaran, no sería más que una promesa vacía.

Ella no tenía derecho a aquella información, se dijo mientras los miraba alejarse. Era una ciudadana de a pie. Ni siquiera era familia de las víctimas. Ellos no estaban en la obligación de ofrecerle nada, salvo cortesía.

Por primera vez desde que había abandonado el cuerpo, comprendió las implicaciones de lo que había hecho. De lo que era.

Una civil. Fuera del círculo azul.

Sola.

Stacy Killian ya no era una poli.

Capítulo 4

Lunes, 28 de febrero de 2005

9:20 a.m.

Spencer y Tony entraron en el cuartel general de la policía. Situado en el Centro Municipal, en el 1300 de Perdido Street, el edificio acristalado albergaba no sólo la sede del Departamento de Policía, sino también la oficina del alcalde, el cuartel general del Departamento de Bomberos de Nueva Orleans y el Concejo Municipal, entre otras cosas. La División de Integridad Pública, la versión de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Nueva Orleans, tenía su sede fuera del cuartel general, al igual que el laboratorio de criminalística.

Ficharon y tomaron el ascensor hasta la DAI. Cuando las puertas se abrieron con un suave susurro, Tony se fue derecho a la caja de pastas de desayuno, y Spencer fue a ver si tenía mensajes.

– Hola, Dora -le dijo a la recepcionista. Aunque era una empleada municipal, llevaba uniforme. Su opulenta figura, muy ancha de pecho, estiraba los confines de la tela azul, dejando al descubierto atisbos de encaje rosa-. ¿Algún mensaje?

La mujer le dio las hojitas amarillas donde se anotaban los mensajes al tiempo que lo miraba de arriba abajo con admiración.

Él no hizo caso.

– ¿Está la comisaria?

– Te está esperando, semental -él la miró levantando una ceja y ella se echó a reír-. Vosotros los blancos no tenéis sentido del humor.

– Ni sentido del estilo, tampoco -dijo Rupert, otro detective que pasaba por allí.

– Tiene razón -dijo Dora-. Rupert sí que sabe vestir.

Spencer miró al otro y se fijó en su elegante traje italiano, en su corbata de colores y en su luminosa camisa blanca. Luego se miró a sí mismo. Vaqueros, camiseta de cambray, chaqueta de tweed.

– ¿Qué?

Ella soltó un bufido.

– Ahora trabajas en la DAI, lo mejor de lo mejor, cariño. Tienes que vestirte como es debido.

– Eh, Niño Bonito, ¿estás listo?

Spencer se giró y sonrió a su compañero.

– Ahora no puedo. Estoy en plena lección de moda. Tony le devolvió la sonrisa.

– En pleno sermón, querrás decir.

– No empieces -Dora lo miró sacudiendo el dedo-. Tú no tienes remedio. Eres un desastre.

– ¿Quién? ¿Yo? -él estiró los brazos. La barriga le sobresalía por encima de los pantalones Sansabelt, cuya tela estaba tan repasada que brillaba, y tensaba los botones de la camisa de cuadros sin mangas.

Dora soltó un soplido de fastidio mientras le daba sus mensajes. Volviéndose hacia Spencer, dijo:

– Tú ven a ver a Dora, cariño, que yo te dejaré como nuevo.

– Lo tendré en cuenta.

– Hazlo, corazón -dijo ella a su espalda-. A las mujeres nos gustan los hombres con estilo.

Spencer se echó a reír.

– Tiene razón, corazón -bromeó Tony-. Te lo digo yo.

Spencer se echó a reír.

– ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Por cómo huyen en estampida?

– Exacto.

Doblaron la esquina y se encaminaron a la puerta abierta del despacho de la comisarla.

Spencer tocó en el marco.

– ¿Comisarla O'Shay? ¿Tiene un minuto?

La comisarla Patti O'Shay levantó la vista y les indicó que entraran.

– Buenos días, detectives. Tengo entendido que la mañana está siendo muy ajetreada.

– Tenemos un homicidio doble -dijo Tony, dejándose caer en una de las sillas que había frente a ella.

Patti O'Shay, una mujer elegante y sobria, era una de las tres únicas comisarlas que había en el Departamento de Policía de Nueva Orleans. Era lista y dura, pero también ecuánime. Se había dejado la piel para llegar donde estaba, había tenido que trabajar con el doble de ahínco que un hombre y superar dudas, prejuicios machistas y una tupida red de rancio corporativismo masculino. Había ascendido a la División de Apoyo a la Investigación el año anterior y algunos creían que algún día llegaría a jefa del Departamento.

Se daba también el caso de que era la hermana de la madre de Spencer.

A Spencer le costaba reconciliar a aquella mujer con la que de pequeño lo llamaba “Boo”. La que le daba galletas a escondidas cuando su madre no miraba. La tía Patti era su madrina, y para los católicos eso significaba un vínculo especial. Un vínculo que ella se tomaba muy en serio.

Sin embargo, el día que Spencer entró a trabajar en la unidad, le dejó bien claro que allí era su jefa. Y nada más.

Ella fijó en Spencer una mirada que no pasaba nada por alto.

– ¿Creéis que los de la UIC se han precipitado al llamarnos?

Él se irguió y carraspeó.

– En absoluto. No se trata de un homicidio involuntario.

Ella desvió su mirada hacia Tony.

– ¿Detective Sciame?

– Estoy de acuerdo. Será mejor que nos hagamos cargo enseguida, antes de que las pistas se enfríen.

– Las dos víctimas murieron por arma de fuego -prosiguió Spencer.

– ¿Nombres?

– Cassie Finch y Beth Wagner. Estudiantes en la Universidad de Nueva Orleans.

– Wagner se había mudado hacía una semana -añadió Tony-. Pobre chiquilla, menuda putada.

O'Shay no pareció molestarse por su forma de hablar, pero Spencer hizo una mueca.

– No parece que el móvil fuera el robo -dijo-, aunque falta el ordenador de una de las víctimas. Tampoco fueron violadas.

– Entonces, ¿cuál es el móvil?

Tony estiró las piernas.

– Esta mañana no nos funciona la bola de cristal, comisaria.

– Muy gracioso -dijo ella en un tono que afirmaba a las claras lo contrario-. ¿Cuál es su hipótesis, entonces? ¿O es pedirle demasiado después de haber comido sólo un par de donuts?

Spencer se apresuró a intervenir.

– Parece que a Finch la mataron primero. Suponemos que conocía a su asesino, que lo dejó pasar. Seguramente mató a Wagner porque estaba allí. Naturalmente, de momento sólo son conjeturas.

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