Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Capítulo 10

La estrella de Eastfield

I

Los copos de nieve caían con la misma fuerza que el día anterior, pero ahora se fundían nada más tocar el suelo. Paddy se ajustó la bufanda alrededor de la cabeza, con la capucha puesta, y emprendió la caminata por la empinada colina que llevaba a la estrella de Eastfield.

El hogar familiar de los Meehan estaba en un pequeño complejo municipal, en el extremo sureste de Glasgow. La finca había sido construida para una pequeña comunidad de unos cuarenta mineros que trabajaban en el ya desaparecido filón de carbón de Cambuslang. De un núcleo central de casas, salían cinco alas con seis viviendas cada una, algunas con cuatro apartamentos, otras individuales con cinco dormitorios para albergar a familias numerosas o a clanes enteros. Construidas al estilo rural, las casas tenían techos de dos aguas, tejados de teja y ventanas pequeñas.

Los Meehan vivían en Quarry Place, en el primer flanco a la izquierda de la estrella. La casa de dos pisos era baja, y construida tan a ras de suelo que todas las habitaciones tenían humedad. La madre de Paddy, Trisha, tenía que blanquear los zócalos del armario del recibidor cada tres meses para quitarle el moho. Pequeños lepismas grises y sin ojos habían colonizado la moqueta del baño, lo cual obligaba a hacer una pausa entre el momento de encender la luz y la entrada en la estancia para dejar que se ocultaran en los rincones oscuros. No era una casa grande: Paddy compartía habitación con Mary Ann; los chicos pudieron gozar de habitaciones individuales cuando se casó su hermana Caroline, y los padres tenían un dormitorio.

Cada una de las casas de Eastfield tenía una parcela de terreno digna alrededor, unos pocos metros de jardín frontal y una franja de unos treinta metros detrás. El señor Anderson, de la rotonda, cultivaba cebollas, patatas, ruibarbos y otras cosas amargas que los niños no tenían nunca tentación de robar, pero el resto de jardines eran pura tierra yerma, pasto seco en invierno y más espeso en verano. Había verjas de madera que se caían hacia los lados, y hierbajos que crecían descontroladamente entre las losas del pavimento.

Estaban tan sólo a dos o tres de millas del centro de Glasgow, cerca de campos abiertos y granjas, pero las familias que vivían en la estrella eran gente de ciudad, trabajadores de la industria pesada, y no sabían ni cómo cuidar sus jardines. La mayoría sentía la persistente invasión de la naturaleza como algo inquietante y un poco alarmante. Al fondo del jardín de los Meehan había un árbol que, de alguna manera, se había puesto a crecer. Empezó a crecer antes de su llegada, y pensaron que era un arbusto hasta que realmente se disparó. Nadie sabía de qué tipo de árbol se trataba, pero se hacía más grande y echaba ramas nuevas cada año.

Paddy, encogida para protegerse de la nieve que caía, remontaba con cuidado la calle cuesta arriba que llevaba a su casa familiar, pasó frente al garaje, empujó la puerta del jardín y tropezó con el ladrillo bajo el que los Beatty, los vecinos de la puerta de al lado, guardaban la llave del garaje. El garaje estaba construido en el lado de la verja que lindaba con la casa de los Meehan, pero, de alguna manera, los Beatty se lo habían anexionado a lo largo de los años y, ahora, lo utilizaban para almacenar muebles en desuso y cajas llenas de juguetes y de recuerdos. Connor Meehan nunca había accedido a cedérselo, pero evitaba la discusión. El pánico que tenía Con por los enfrentamientos era un factor que había determinado su vida de una manera más drástica que la elección de esposa, la ciudad o la época en la que vivía, incluso más que su trabajo en la ingeniería de los Ferrocarriles Británicos. Era el motivo por el que nunca se había beneficiado de un ascenso y por el que nunca se apuntó a un sindicato, a pesar de ser un hombre lógico y políticamente sincero; asimismo, también, era la causa que hacía que, nunca, ni siquiera dentro de su corazón, pusiera en duda las enseñanzas de la Iglesia.

Paddy sacó las llaves y abrió la puerta para adentrarse en aquel aroma hogareño de abrigos húmedos y carne picada. Mojó un dedo en la pila de agua bendita del recibidor y se santiguó antes de sentarse en el primer peldaño para desatarse las botas y quitarse los gruesos leotardos. Los colgó en la barandilla y se dirigió al salón.

Connor estaba tumbado de lado en el sofá, mirando las noticias, con las manos entre las rodillas, todavía amodorrado después de su siesta de antes de cenar.

– Hola, hola, ¿cómo estás?

– Hola, papá -Paddy se detuvo y le tocó el pelo con las puntas de los dedos. A su padre le incomodaban las demostraciones de cariño, pero ella no siempre era capaz de reprimirse-, buenas tardes.

– Buena chica -dijo a la vez que señalaba a la Thatcher, que salía en ese momento por la televisión-. Esta foca no tiene buenas intenciones.

– Menuda babosa.

Paddy se paró un momento a ver la tele porque empezaban las noticias locales. La primera noticia era un informe sobre el hallazgo del cuerpo de Brian Wilcox. Las imágenes mostraban un corto terraplén verde con una tienda de acam pada pequeña y blanca montada, y a muchos policías de uniforme que merodeaban a su alrededor con aire muy serio.

Paddy abrió la puerta de la pequeña cocina; su madre se volvió y le sonrió educadamente.

– Gracias a Dios que ya estás en casa -dijo en tono formal para indicarle que tenían compañía.

Sean estaba sentado a la mesa y tomaba un plato enorme de pastel de carne picada y nabos. Sorprendido de sí mismo, exclamó:

– Hoy es la segunda vez que ceno.

– Lleva casi una hora esperando -dijo Trisha indignada. Trisha creía que las mujeres debían esperar a los hombres y nunca lo contrario, lo cual era en parte el motivo de que Caroline se hubiera conformado con un marido tan perezoso. Paddy se sentó a la mesa mientras su madre le servía sopa de coliflor salpicada de pimienta negra en un cuenco.

– Si sigue este mal tiempo, todos los trabajos cerrarán y no dejaré de tropezarme con todos vosotros durante los dos días siguientes.

Paddy la compadeció, aun a sabiendas que el sueño de su madre había sido siempre tener a cinco niños con apetito voraz en casa.

– Yo iré al trabajo de todos modos.

Sean cogió una rebanada de pan con mantequilla del plato del centro de la mesa, al tiempo que estiraba las piernas y envolvía los tobillos de Paddy con los suyos.

Ella, al ver el pomelo en una bolsa de redecilla colgada del alféizar de la ventana, sintió una punzada de culpabilidad. Decidió que, sólo por esta vez, gozaría de la comida. Mañana podía volver a empezar la dieta.

Trisha montó un plato de pastel de carne, puré de patatas y acompañamiento de nabos, y lo puso junto al codo de Paddy cuando ésta se estaba acabando la sopa.

– Toma un poco de pan -dijo a la vez que le señalaba con un gesto el plato de pan con mantequilla que había en la mesa-. Tienes que recuperar las fuerzas después de haber estado ahí afuera.

– No creo que vaya a desvanecerme, ¿no? -dijo Paddy sin dejar de mirar a Sean.

Trisha miró a Sean.

– Uf, no irás a empezar otra vez con toda esta tontería de que estás gorda, ¿verdad?

– Mamá -dijo Paddy, dirigiéndose de nuevo a Sean-. Estoy gorda, sencillamente, lo estoy.

– Paddy -dijo Trisha con firmeza-, eso es grasa infantil. En un par de años, se te habrá ido y estarás tan delgada como cualquier otra. -Se volvió rápidamente, como si a ella también le costara creerlo.

Sean mojó el pan en la salsa de su plato y pareció confuso cuando Paddy le puso mala cara. Pensó que, al menos, podía haberla apoyado.

II

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