Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Paddy no sabía si creerlo o no. Dio unos golpecitos a la ventanilla de Billy y, cuando éste la bajó, le preguntó si volvían a la redacción. Billy miró al cielo.

– Claro -dijo-, de lo contrario nos quedaremos colgados por la nieve.

La nieve amortizaba el ruido de la ciudad nocturna. La poca gente que vieron por la calle intentaba cobijarse del tiempo, y avanzaba con cuidado como si anduvieran de puntillas por una gran mancha de aceite. Billy se concentraba en la carretera mientras McVie y Paddy escuchaban los avisos por la radio, que cada vez eran menos y más espaciados entre ellos. La ciudad se echaba a dormir. Pasaron frente a los Gorbals y las luces estridentes del complejo residencial de Hutchie E, pasado el borde del Glasgow Green y del canódromo del Shawfield Stadium, y, luego, enfilaron por Rutherglen. Cuando llegaron a Eastfield, había al menos tres centímetros de nieve.

La nieve había dejado la Estrella de Eastfield impoluta. Los tejados de las casas se veían uniformes, y los desaliñados jardines parecían ordenados. Con aquella capa de nieve, el diseño general del complejo era claro y coherente. Las luces brillaban con fuerza y calidez desde todas las casas. Paddy se sintió orgullosa de proceder de un lugar tan sólido de clase trabajadora. Deseó que McVie hubiera tenido algunos amigos en el trabajo a los que pudiera contárselo. Tal vez, entonces, se hablaría de ello y la respetarían; tal vez, Billy se lo contara a alguien.

Salió del coche y, luego, volvió a inclinarse hacia la puerta para decirles a Billy y a McVie que volvieran a su casa si se quedaban colgados en la nieve; les dijo que serían más que bienvenidos si tenían que pasar la noche allí, no tenían que dudarlo ni un instante.

– Lárgate -le dijo McVie-. No vamos a volver a tu casita roñosa.

Contempló al coche alejarse hasta que se lo tragó la blanca cortina de nieve. Sólo sonrió cuando se volvió de espaldas y tuvo el rostro escondido en su abrigo acolchado. Era periodista. Tuvo que dar dos vueltas a la manzana antes de entrar en casa para que se le pasara el subidón.

Capítulo 9

En la mesa de luz

I

Paddy se sonrió y apoyó la cabeza en la ventanilla del tren que salía a primera hora de la mañana; se puso a mirar los bloques de viviendas, oscuros y soñolientos, y los hogares en los que se saboreaba la última y deliciosa media hora antes de que sonara el despertador. Estaba encantada con su noche en la unidad móvil. Era capaz de hacer aquel trabajo, lo sabía.

Más allá del frío cristal de la ventana, lleno de escarcha y empañado por su aliento, la fina capa de nieve había desdibujado los límites del paisaje, con lo que se suavizaba la silueta de los árboles sin hojas y los edificios recortados, y se redondeaban los vagones de carbón por los lados, y se ponía una capa blanca de dos dedos sobre los cables que colgaban de los postes. El sol salió de súbito y llenó el cielo de un azul transparente y brillante. Paddy veía ahora todo su futuro del mismo color.

II

Buena parte del personal del Daily News se había retrasado inexplicablemente a causa de los escasos centímetros de nieve fundente. El edificio estaba medio cerrado, el aparcamiento casi vacío, y hasta el rumor de las rotativas sonaba apagado.

Por la puerta abierta de la rotativa, Paddy vio que tan sólo funcionaban dos de las prensas. La puerta lateral seguía cerrada y con la cadena puesta, y tuvo que dar la vuelta y entrar por el vestíbulo principal. Dentro, una solitaria Alison se sentaba frente a su mostrador con su abrigo de cuello de piel.

– ¿Has llegado bien? -le preguntó Paddy.

Alison se encogió de hombros, parecía reacia a hablar.

– Supongo -contestó desganada, mientras se rascaba la oreja con una uña pintada.

Cuando iba a subir las escaleras, Paddy cogió un ejemplar del periódico y se quedó encantada al encontrar la noticia del suicidio callejero de Eddie y Patsy con su propio recuadro de texto en la página cinco. McVie había logrado darle la forma de una noble historia de amor frustrado, de una muerte con significado.

La redacción estaba medio vacía. Había tan poco personal que hasta Dr. Pete había sido reclutado por el departamento de Sucesos. Estaba allí sentado en silencio, sin la americana, y miraba fijamente una máquina de escribir como si ésta justo lo acabara de insultar. Antes de que Paddy tuviera tiempo de colgar su abrigo en el gancho de detrás de la puerta, él levantó la mano para llamarla. Mientras cruzaba la sala, tecleó tres letras consecutivas y se reclinó en el asiento, sin dejar de mirar la máquina con expresión desconfiada.

– Ve a preguntarle a algún redactor de sucesos si tengo alguna obligación de hacer esto.

Paddy miró por la redacción pero vio sólo a un redactor, y estaba hablando por teléfono. En el despacho de iconografía, las luces estaban encendidas; a veces, los redactores y periodistas se escondían allí para hacer llamadas personales o fumarse un cigarrillo tranquilamente.

Llamó a la puerta y no le contestaron. La luz que salía por debajo parecía más fuerte de la habitual. Abrió la puerta y una luz extremamente blanca surgió de ella. La mesa de luz, un metro cuadrado de luz zumbante que se utilizaba para mirar negativos, había sido retirada al fondo de la sala. A su lado, estaba sentado Kevin Hatcher, el editor de fotografía que siempre estaba borracho. Estaba sentado en una silla de despacho de manera que formaba un ángulo extraño; la cabeza le colgaba a un lado y tenía las manos apoyadas en el regazo. Parecía un cadáver.

– ¿Kevin? ¿Estás bien?

Parpadeó con sus ojos enrojecidos para indicar que sí, que estaba bien, y volvió a parpadear. La luz tan fuerte parecía como si le estuviera secando los ojos. Ella se acercó al panel blanco y vio dos fotos de gran formato colocadas sobre la superficie caliente, encima de la cual el papel fotográfico se ondulaba para escapar al calor. Recogió las fotos, las sostuvo con las puntas de las uñas para no quemarse y apagó la luz de la mesa.

Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la luz. Parpadeó mientras miraba la foto de arriba hasta que fue capaz de enfocar. No tenía una calidad publicable, había sido tomada a través de la ventanilla diminuta de un furgón policial en movimiento. Un tercio del cuadro era la mancha quemada de flash de una mano pegando hacia fuera. Dentro había un policía sentado en un banco, ligeramente desplazado del asiento, al lado de un chaval rubio pequeño agarrado al borde del asiento, con los nudillos blancos, con la cabeza agachada en un gesto defensivo de modo que se le veía el remolino de la coronilla. La segunda imagen estaba tomada desde la ventanilla siguiente. Se veía un chico de pelo oscuro sentado al otro lado del policía, con los ojos cerrados con fuerza y los labios abiertos en una mueca de pánico. La foto hirviendo le cayó de la mano y voló al suelo en zigzag. Paddy reconoció al chico. Era Callum Ogilvy, un primo de Sean.

Se agachó para mirar la foto en el suelo. No había visto a Callum desde que su padre había muerto, y Sean la había llevado a su funeral, hacía un año y medio, pero tenía la cara con la misma forma, los dientes todavía con manchas negras, de un gris verdoso, sobre unas encías muy visibles.

El muchacho era pariente de Sean por parte de sus difuntos padres, que eran primos o hermanos, no estaba segura. La familia de Callum vivía en Barnhill, al otro lado de la ciudad de la de Sean, y su madre tenía una enfermedad mental no identificada de la que a nadie le gustaba hablar. Paddy sólo la había visto en el funeral del padre y tenía una pinta de hippy insulsa, de pelo canoso y rizado y piel curtida. Los niños Ogilvy eran muy apagados, de eso Paddy se acordaba, pero su padre se acababa de morir, así que no le pareció algo tan raro. Recordó cuando Callum intentaba desesperadamente llamar la atención de sus primos mayores, adivinando cuál era el futbolista favorito de Sean y, también, cuando saltó de arriba de una pared para fanfarronear. Sean se mostró cortésmente tolerante con los chicos, pero no le gustaban. No había vuelto a visitar a sus familiares.

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