Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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El cartero sólo había dejado algunas facturas. Se fue a la cocina, puso la tetera al fuego y se sentó en la mesa. En el exterior hacía un frío muy seco. La escarcha gris se mezclaba con la suciedad negra en la ventana, enmarcando la vista de la autopista como si fuera una foto mal enfocada de una tarjeta de Navidad. Vio la torre de Ruchill y se rascó la cabeza con las dos manos, clavándose las uñas en el cuero cabelludo. Tenía el pelo lacio y pesado. Se levantó, apartando la vista de la ventana, cruzó el recibidor y se fue al baño.

Tenía la estantería llena de botes de cosméticos, sobres de muestra, aplicadores y cremas milagrosas, todo muy caro. Le vino a la cabeza la imagen de Jimmy, un hombre demasiado pobre como para comprar papel higiénico que había ido a Londres con la British Airways. No tenía ningún sentido. Había muchas otras compañías mucho más baratas con las que podría haber ido por la mitad de lo que costaba un billete con la British. Si Leslie lo supiera, se acabaría de convencer de que era culpable, e insistiría en que le diésemos las fotografías de Ann a la policía. Esas fotos lo sentenciarían.

Se lavó la cara y se preguntó si estaría en lo cierto, Jimmy no era la clase de tipo que mataría a su rebelde mujer. Cuando lo vio, no tenía el control de nada y ni siquiera intentó defenderse cuando creyó que ella le estaba mintiendo. Lo único que negó con rotundidad fue haber pegado a su mujer. Maureen barajó la posibilidad de que hubiera estado en Londres y hubiera matado a Ann, pero el colchón le planteaba un problema. Eso indicaba la existencia de una casa, de una cama, de una privacidad y de una camioneta para llevarla hasta el río. Tendría que tener algún contacto en Londres. Volvió a rascarse la melena de pelo y echó una ojeada a la bañera. Había una botella de cristal azul destapada y quedaba un poco de colágeno hidrológico de lavanda derramado encima de la repisa de cerámica. Liam le había lavado el pelo con un suavizante muy fuerte.

Cuando volvió a la cocina se preparó un café, sintiendo la mirada de la torre del hospital clavada en su cuerpo. Se sentó, ignorándola, encendió un cigarro y respiró hondo. Era como respirar arena, y el dolor la hizo volver al presente. Oyó el ruido de unos pies andando por el suelo de la habitación. Leslie entró por la puerta de la cocina en camiseta y bragas. El vello púbico negro le sobresalía por las ingles.

– Joder, ¡qué frío! Mauri, ¿me preparas un café, por favor?

Cruzó el recibidor y se fue al baño, colocándose bien las bragas por el camino.

Maureen se levantó y preparó dos tazas de café. No le diría nada a Leslie de lo del billete a Londres, primero se lo preguntaría a Jimmy. Estaba segura de que no había sido él, en lo más profundo de su ser lo sabía.

Se oyó la cisterna del váter al fondo del recibidor y Leslie volvió a la cocina.

– Dios -dijo-, tienes un montón de potingues ahí.

Entró en el dormitorio, se puso un par de jerséis y los pantalones de piel antes de sentarse a la mesa para tomarse el café. Observó que Maureen miraba fijamente algo fuera y que de repente apartaba la mirada rápidamente, fumando nerviosa. Leslie miró hacia fuera, por encima de los tres edificios en George's Cross y las colinas nevadas. Unas nubes gruesas de color crema cruzaban el cielo, dejando que los rayos de sol las iluminaran.

– ¿Qué miras ahí afuera? -dijo, señalando el cielo gris.

– Odio esa torre -dijo Maureen, avergonzada de que Leslie la hubiera visto-. No me la puedo sacar de la cabeza.

Leslie, desconcertada, miró la irregular torre de Ruchill que asomaba por la colina.

– ¿Por qué?

Maureen se encogió de hombros.

– Es muy fea -dijo. No podía ni mirarla.

Leslie se preguntó si era porque se trataba de un hospital; quizá le recordaba a Maureen su estancia en el hospital.

– El hospital está cerrado -dijo Leslie-. Lo van a convertir en un edificio de viviendas.

Maureen lo miró.

– ¿Cómo, qué han vendido los terrenos?

– No, es un edificio protegido. No pueden derribarlo.

– ¿Ahora son casas? -Maureen sonaba muy tensa y Leslie estaba segura de que la había ayudado.

– No lo sé -dijo Leslie-, pero ya no es un hospital.

Maureen se levantó y cogió su bolso de maquillaje de la encimera. Sacó un espejo de aumento para no tener que verse toda la cara y se puso base de maquillaje en la nariz. Leslie sabía que no le gustaba recordar lo del hospital.

– Lo mismo pasa con Ann, ¿no? -dijo, intentando hacer que Maureen volviera al presente-. También tendremos que afrontarlo, Jimmy parece ser el principal sospechoso.

– Jimmy es el único sospechoso hasta ahora -dijo Maureen-. Es la única persona relacionada con Ann que conocemos.

Leslie miró su taza de café.

– Para serte sincera, no me sorprende especialmente que se volviera violento.

Maureen cogió el rímel, asegurándose de que fuera resistente al agua.

– ¿Es violento? -preguntó.

– Tiene un pasado muy violento.

– Pero Jimmy no es violento.

– No -dijo Leslie-, pero es hereditario, ¿no?

– Bueno, también lo es tu familia y tú no eres violenta -sonó como un reproche, pero esa no era su intención.

Leslie no lo tuvo en cuenta.

– En realidad, no estuvimos muy en contacto con esa parte de la familia. No había visto a Jimmy desde que era pequeña.

Maureen volvió a meter el aplicador del rímel en el bote y lo cerró.

– ¿Por qué no? -preguntó-. El resto de la familia estáis muy unidos.

– Sí -dijo Leslie-. Ya sabes cómo funciona, las familias se mantienen unidas a través de las mujeres. Somos diplomáticas por naturaleza.

Maureen sonrió. Leslie era la persona más grosera que jamás había conocido.

– ¿Tú eres diplomática por naturaleza, Leslie?

Leslie le devolvió una sonrisa cariñosa.

– No, pero yo estoy chapada a la antigua -dijo-. Un aviso de la naturaleza. De todos modos -dijo, recuperando el tono serio-, por la razón que sea, las mujeres somos las que decimos perdón y negociamos en las familias. Somos las que estamos en contacto con las demás y cuidamos de los otros. Jimmy nunca llamó a nadie, ni cuidó de los niños de nadie, ni invitó a nadie a nada, y nosotros sólo, no sé, lo fuimos perdiendo.

Respiró hondo y miró por la ventana, una ojeada panorámica de la ciudad. De repente pareció demacrada y vieja.

– Esto va a matar a Isa.

– La asistenta social no dejará que se quede con los niños, Leslie, ni siquiera los conoce.

– No se trata sólo de quedarse con los niños… Es una larga historia. Mauri, ¿Me acompañarás? No llorará si tú estás ahí, y la consolarás mejor que yo, a mí no se me da muy bien.

Maureen cerró la cremallera del bolso de maquillaje.

– Venga, vamos a ver a tu mami.

15. Isa

Leslie no encontraba una salida a aquella situación. Su madre tenía una afección cardíaca y ella no quería preocuparla, pero si le mentían e Isa se enteraba, se preocuparía aún más. Leslie adoraba a su madre. Cuando hablaba de Isa se le inundaban los ojos de lágrimas de conmoción y frustración porque su madre era una persona extremamente buena, no sólo amable sino alguien que había cuidado y se había ocupado de otros durante toda su vida. Isa estaba por encima de las acciones desinteresadas, era casi invisible, una entre muchas mujeres que había sido abandonada sin un céntimo y que había cargado con el dolor de una vida de trabajos domésticos y cuidados a los demás, mujeres que se pasaban el día deseando que se acabara el trabajo. Pero nunca se acababa: siempre había una patata que pelar, otro niño que lavar, otro suelo que fregar. Leslie nunca hablaba de eso, pero saltaba a la vista el carácter sumiso que Isa había adoptado ante la rebeldía patológica de Leslie. Isa deseaba muy poco para sí misma: su idea de uno de los mejores momentos de su vida eran los dulces, con su familia alrededor y un niño cantando viejas canciones.

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