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Denise Mina: Muerte en Glasgow

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Denise Mina Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente. A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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Inness le hizo las mismas preguntas que ya le había hecho en su casa y otra vez asentía y negaba con la cabeza mientras Maureen respondía. Les contó quién era Douglas, les habló de Elsbeth y que la madre de éste era eurodiputada. Los dos policías se miraron nerviosos. Inness le preguntó qué número de zapato usaba y por qué no había informado del asesinato la noche anterior. Maureen contestó que no había mirado dentro del salón, ya que estaba a la derecha de la puerta de entrada y su dormitorio a la izquierda, así que no tenía por qué pasar por delante a menos que quisiera ir al baño. Se había ido directa a la cama porque estaba borracha.

Inness dejaba largas pausas entre sus preguntas y las respuestas de Maureen. Esperaba que esos silencios hicieran que le entrase el pánico y que, al intentar llenarlos, les diese pistas importantes. Maureen había visto actuar a muchos psiquiatras y sabía lo que Inness pretendía. Le resultaba familiar y tranquilizador, como si, en medio de toda esa confusión, se hubiera tropezado con un conjunto de normas que entendía. Hizo lo que siempre había hecho con la técnica de las pausas prolongadas: se quedaba sentada mirando a la persona que la interrogaba, con una mirada inexpresiva, a la espera de que el interrogador se diera cuenta de que su técnica no funcionaría. Lo que él debía hacer como profesional era devolverle la mirada, encajar el golpe e intentar otra cosa, pero Inness no pudo. Tendió la vista por toda la sala. Sus ojos iban de un lado a otro, de Maureen a la pared, de su cabeza a la grabadora. Se dio por vencido y hojeó su libreta pasando las páginas hacia adelante y hacia atrás. Cada vez parecía más confuso.

McEwan tomó el control.

– Señorita O'Donnell, ¿quién más aparte de usted tiene llaves de su casa?

– Mi hermano Liam, Douglas y nadie más. Bueno, supongo que el administrador debe de tener una copia.

– ¿Cómo se llama?

Se lo dijo y le dio un número de teléfono al azar. McEwan lo anotó en una libreta.

– No estoy segura de que el número sea el correcto -dijo.

– No pasa nada -dijo, complacido por su voluntad de colaborar-. Podemos buscarlo. ¿Dónde podemos encontrar a su hermano?

No podía dejar que aparecieran en casa de Liam sin avisar. Sabía que siempre dejaba material por todas partes. Se cagaría de miedo o algo peor. Nunca había tenido ningún altercado con la ley.

– Bueno -dijo-, ahora vive con unos amigos, pero le puedo traer aquí si quieren hablar con él.

McEwan no estaba satisfecho.

– ¿Podemos ponernos en contacto con él?

– Bueno, la gente con la que vive no tiene teléfono. Es difícil contactar con ellos. Yo me ocuparé de que venga.

– Está bien -dijo McEwan, levantando las cejas repetidamente, frunciendo el ceño de modo que la frente se le arrugaba y se le formaban tres pliegues profundos. Maureen pensó que debía de poner esa cara a menudo-. Pero tenemos que verle hoy.

– Lo traeré, lo prometo. ¿Por qué hacía tanto calor en la casa?

McEwan la miró.

– ¿Qué quiere decir?

– Normalmente no hace tanto calor.

Le indicó a Inness con el codo que anotara eso y se volvió hacia Maureen.

– ¿Así que Douglas tenía llaves? -preguntó con timidez.

– Sí.

– ¿Le invitó ayer a su casa?

– No. La última vez que le vi fue el lunes. Se quedó a dormir y se marchó por la mañana, antes de que yo me levantara.

– ¿Le mencionó si alguien le estaba amenazando, si se había peleado con alguien, si le seguían, o algo parecido?

Maureen pensó en la conversación de aquella noche. Estaba cansado cuando llegó y ni le dio un beso al entrar. Se quitó los zapatos y se sentó en el sofá. Le contó los cotilleos habituales, las quejas de siempre acerca de la gente que trabajaba con él. Nada fuera de lo normal. No hicieron el amor. Douglas se durmió un minuto después de meterse en la cama y Maureen se quedó tumbada muy despierta a su lado observando cómo la saliva le caía en la almohada. Llevaban cinco semanas sin hacer el amor. Douglas había empezado a rechazarla cuando ella le tocaba. Ya casi nunca la besaba.

– No, que yo recuerde-dijo.

McEwan garabateó algo en un bloc de notas.

– ¿Y ésa fue la última vez que le vio? -dijo sin levantar la vista.

– Sí.

– Exceptuando esta mañana -observó Inness innecesariamente.

– Sí -dijo Maureen, desconcertada por su estúpida desconsideración-. Exceptuando esta mañana.

– Bien -dijo McEwan-, cuando ha encontrado el cuerpo esta mañana, ¿ha tocado algo?

Maureen pensó en ello.

– No -contestó.

– ¿Ha entrado en el salón antes de llamarnos?

– No.

– ¿Se ha metido en el armario del recibidor?

– ¿El de los zapatos?

– Sí -dijo McEwan-. El armario pequeño del recibidor, el que tiene cajas de zapatos dentro.

– No, no me he metido en él. He visto el cuerpo y les he llamado inmediatamente.

– ¿Inmediatamente? En la escena del crimen le ha dicho al inspector Inness que se había sentado un rato en el recibidor.

– Bueno, sí. He visto el cuerpo y me he sentado un rato porque me ha impresionado mucho y tan pronto como he sido capaz de levantarme, he cogido el teléfono y les he llamado.

– ¿Cuánto tiempo se ha quedado sentada en el recibidor?

– No lo sé, he sufrido un shock.

– ¿Una hora? ¿Dos?

– Diez minutos, quizá. Veinte, como mucho.

– ¿Y en qué parte del recibidor se ha sentado?

– ¿Qué importa eso? -dijo con impaciencia.

– Conteste a la pregunta, señorita O'Donnell.

– Estaba sentada justo enfrente del armario del recibidor.

– ¿Y la puerta del armario estaba…?

Joe McEwan parecía intentar inducirla a que hiciera alguna declaración significativa acerca del estado del armario pero Maureen no estaba segura de cuál. Se encogió de hombros.

– No lo sé. ¿Qué? ¿Rota?

– ¿Estaba abierta? -preguntó McEwan-. ¿Estaba cerrada?

– Entiendo. No, estaba cerrada.

– ¿Veía el interior del salón desde donde estaba?

– He visto algunas pisadas.

– ¿Cuántas pisadas ha visto desde allí?

Lo pensó un momento.

– Dos -dijo-. He visto dos, pero en total había siete.

McEwan la miró con recelo.

– Parece estar muy segura de ello.

– Lo recuerdo porque me han parecido raras. No habían arrastrado los pies, no había manchas de sangre en los tacones, pero las pisadas estaban demasiado juntas. Me han parecido raras. Como si alguien hubiera caminado de una forma rara.

– ¿Como si las hubieran hecho a propósito? -preguntó Inness en voz baja, mirando sus notas.

El comentario molestó a McEwan por alguna razón. Se volvió y miró a Inness. Éste se dio cuenta de su error y dirigió a McEwan una mirada de disculpa, como buen subordinado que era.

– ¿Por qué le interesa tanto el armario del recibidor? -preguntó Maureen-. ¿Había algo ahí dentro?

McEwan contestó de manera evasiva.

– No se preocupe por lo que había dentro.

Maureen se pasó los dedos por el pelo grasiento.

– ¿Pueden darme un cigarrillo? -preguntó.

Hacía unos minutos que había salido de su estado de shock y se moría por fumarse un pitillo. Tenía una cajetilla en el bolso, en el suelo de su habitación.

Inness resopló y miró a McEwan como diciendo que la petición de Maureen era muy oportuna. McEwan no respondió. Con evidente desgana, Inness sacó un paquete de Silk Cut de su bolsillo y le alargó un cigarrillo a Maureen. Encendió una cerilla y la sostuvo por encima de la mesa. Maureen se inclinó y posó el cigarrillo en la llama. Se oyó un crepitar suave. Le dio una calada y sintió cómo el humo penetraba cálidamente en sus pulmones. Sintió un hormigueo en los dedos. De repente, McEwan alargó la mano y sacó un cigarrillo de la cajetilla de Inness y se inclinó hacia adelante para encenderlo con la misma llama. Inness pareció sorprenderse. McEwan dio una calada e hizo una mueca.

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