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Denise Mina: Muerte en Glasgow

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Denise Mina Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente. A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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Iba al Hospital Albert desde que Angus Farrell de la Clínica Rainbow la envió allí ocho meses atrás. Antes de su primera sesión con Louisa sabía que no iría bien, que la terapia era un gesto inútil para tratar su profunda tristeza. Intentó dejar de acudir a las citas con la psiquiatra pero su madre, Winnie, le dio mucho la lata, la llamaba cuatro veces al día para preguntarle cómo se encontraba. Volvió al Albert y dijo que había estado resistiéndose al avance de la terapia.

Al haberse criado en la fe católica parecía que siempre buscaba que los demás aprobaran su vida interior. Por eso mentía. Cambiaba nombres e inventaba historias para divertirse. Pocas veces hablaba de su familia. Louisa sonreía con tristeza y le daba consejos obvios.

Cogió un atajo hacia High Street y bajó hasta el Pizza Pie Palace, un restaurante que pretendía tener un aire americano y que estuvo destinado a la insolvencia desde el principio. Las paredes eran de ladrillo rojo, y en ellas colgaban carteles de lata descantillados que anunciaban cigarrillos y gasolina. Dos maltrechos cactus de cartón piedra presidían ambos lados de la puerta. El capó de un Cadillac sobresalía de la pared imprudentemente, justo por encima de la caja registradora, a la altura de la frente. Vio a Leslie sentada a una mesa al fondo del local. Todavía llevaba la desgastada chupa de cuero, tenía dos cócteles enormes delante de ella y un cigarrillo en la mano. Tenía el pelo negro y corto. Lo llevaba siempre sucio por culpa del casco y las puntas le salían en todas direcciones. Tenía la nariz chata y ancha, los ojos grandes y marrones, casi negros, los dientes grandes y bien alineados. El efecto era alocado y sexy. Desplazó uno de los cócteles hacia Maureen, mientras ésta se dirigía a la mesa.

– Aloha -dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Un camarero joven de cara resplandeciente se acercó a la mesa e interrumpió a Leslie, mientras pedía una pizza, para decirle que su chupa era muy sexy. Leslie le echó el humo a la cara.

– Que venga una camarera, joder -dijo y miró cómo se alejaba.

– Leslie -dijo Maureen-, no deberías hablarle así a la gente. El chico no sabe qué ha hecho para ofenderte.

– Que se joda, puede arreglárselas. Y si no puede, pues se ofenderá y ya seremos dos.

– Es de mala educación. No sabe qué ha hecho.

– Tienes razón, Mauri -dijo-, pero creo que es importante que nuestro joven amigo aprenda que soy una maleducada y que debería apartarse de mi vista.

Una camarera joven y enérgica se acercó a la mesa. Leslie pidió para las dos una pizza grande y crujiente con anchoas, champiñones y aceitunas negras. Maureen pidió una jarra del vino tinto más barato.

Al contrario que con Liz, era genial hablar con Leslie. Pasara lo que pasara se ponía de parte de su amiga incondicionalmente, criticaba al contrario como si nada, y nunca volvía a mencionar el asunto, pero odiaba a Douglas y se alegraba de que Maureen dijera que quería romper con él.

– Es un capullo -pescó una cereza de su copa con los dedos-. Se ha aprovechado de ti. Hacía poquísimo que habías salido del hospital y te metió mano.

– No me metió mano -dijo Maureen-. Yo le metí mano a él.

– Da igual. Liarse con una paciente es aprovecharse de la situación.

– Pero yo no era paciente suya -dijo Maureen, poniéndose al instante a la defensiva-. Yo era paciente de Angus.

– Os conocisteis en la clínica, ¿no?

– Sí -asintió Maureen incómoda.

– Y es una clínica para víctimas de abusos sexuales, ¿no?

– Sí.

– Él trabajaba allí y sabía que eras una paciente, ¿no?

– Sí, pero…

– Entonces se aprovechó de ti -dijo Leslie, alzó la copa y se la bebió demasiado rápido.

– No lo sé, Leslie, no todos se aprovechan, ¿no crees? Quiero decir que yo quería que pasara. Yo fui tan responsable como él.

– Sí -afirmó convencida-, no todos se aprovechan, pero él lo hizo. ¿Crees que podría haber adivinado que tu consentimiento estaba condicionado por el hecho de que llevaras cuatro meses fuera del psiquiátrico?

– No lo sé.

– Vamos, Maureen. Cuatro meses fuera del manicomio. Incluso un gilipollas como Douglas sabe que no es lo correcto. Está con otra persona, te pide que lo mantengas en secreto, ejerce un gran poder sobre ti. Se ha aprovechado de ti.

– De hecho no me pidió que lo mantuviera en secreto -dijo Maureen, y se puso roja de lo enfadada que estaba.

– ¿Te llevó a que conocieras a su mamá? -Leslie esbozó una sonrisa-. ¿Qué le debes a ese tipo, Mauri? Tiene acceso a tu historial psiquiátrico, joder. ¿Te parece que estáis en igualdad de condiciones?

La camarera trajo la jarra de tinto y lo sirvió como si se tratara de un buen vino. Se llevó las copas vacías. Maureen no sabía qué decir. Dio una calada al cigarrillo para ocultar su disconformidad, y lo apagó en el cenicero de cristal. Leslie tenía razón. Douglas era un verdadero capullo.

La jarra ya estaba medio vacía cuando llegó la pizza gigante. Se la comieron con los dedos, y se pusieron al día de las novedades y los cotilleos. Habían retirado la subvención para la casa de acogida a mujeres maltratadas donde trabajaba Leslie y quizá tendrían que cerrarla dentro de un mes. Llevaba a cabo una campaña para que les devolvieran la subvención y todo el mundo se hacía el sordo.

– Dios mío, es deprimente -dijo-. Estábamos tan desesperados que hasta mandamos una circular a los periódicos para contarles que iba a darse la espalda al ochenta por ciento de las mujeres maltratadas y no nos llamó nadie. A nadie le importa una mierda.

– ¿Por qué no les pedís a ellas que hablen con los periódicos? Apuesto a que cubrirían una historia de interés humano.

Leslie se sirvió un vaso de vino y pensó en ello.

– Es una idea espantosa -dijo rotundamente- . No podemos pedir a esas mujeres que prostituyan su experiencia en nuestro provecho. Las han utilizado toda su vida y a la mayoría todavía las persigue su psicópata particular.

– Vale, está bien. -Maureen se apoyó en la mesa-. No puedo evitar pensar que si a nivel mediático no ganamos el debate a favor del aborto fue porque los antiabortistas entrenaron a las mujeres para que lloraran en la tele y utilizaron fotos de bebés muertos y nosotros siempre recurrimos a las estadísticas. Deberíamos emplear discursos y argumentos emotivos.

Leslie sonrió burlonamente. El vino debía de ser muy barato porque tenía los dientes manchados de un rojo oscuro. Maureen supuso que los suyos también lo estarían.

– Sensiblería barata -dijo Leslie-. La mejor forma de convencer al ignorante.

– Por eso mismo. Deberíais hacerlo.

– Estoy harta de intentar ganar las discusiones -dijo Leslie en voz baja-. No entiendo por qué no nos unimos todas y atacamos. Doris Lessing dice que los hombres temen a las mujeres porque creen que se reirán de ellos y que las mujeres temen a los hombres porque creen que las matarán. Deberíamos ponernos violentas y acojonarles a ellos, que vieran lo que se siente.

– ¿Pero qué justificación hay para recurrir a la violencia?

– Las negociaciones -dijo Leslie, poniendo acento de Belfast- se han roto definitivamente.

– No acepto esa explicación -dijo Maureen-. Creo que lo que sucede es que has perdido la paciencia.

Era injusto que Maureen dijera eso. Leslie trabajaba en una casa de acogida con mujeres a quienes sus compañeros habían golpeado y violado sistemáticamente. En el mundo de Leslie los hombres violaban a sus hijos, golpeaban a sus mujeres en las tetas y en la boca, y les rompían botellas en la espalda. Les robaban el dinero y las dejaban medio muertas, y luego se ofendían cuando ellas los abandonaban. Si alguien tenía justificación para perder la paciencia era ella.

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