Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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McAskill no respondió.

– Había algo más aparte de las zapatillas, ¿verdad?

Maureen le oyó suspirar al otro lado del aparato.

– Es mejor que no lo sepa, cielo -dijo con dulzura-. Llamaré a la casa y les haré saber que va a ir.

– Ha sido muy amable -dijo Maureen, y lo decía en serio.

Mientras subía las escaleras que daban a su rellano, miró por la ventana. Unos ocho policías de paisano inspeccionaban el patio trasero. Tres de ellos examinaban el contenido esparcido por el suelo de los enormes cubos de basura comunitarios.

Un policía de uniforme custodiaba la puerta de entrada. Maureen le dijo que la esperaban. El agente le pidió que aguardara un momento, entró y le cerró la puerta en las narices. La abrió dos segundos más tarde. No-sé-qué McMummb estaba en el salón con dos hombres del equipo forense, que todavía se paseaban por allí vestidos con sus trajes especiales. Miró a Maureen con atención.

– Es ella -dijo.

El policía de la puerta le advirtió de que tendrían que examinar lo que quisiera llevarse y que no le permitirían entrar en determinadas habitaciones de la casa.

En el piso ya no hacía calor y se estaba más fresco. La puerta del armario del recibidor estaba sellada con cinta adhesiva amarilla. Vio las primeras pisadas marrones en el salón. McMummb se movió hacia un lado y le bloqueó la entrada. De esa forma le hacía saber que no se le permitía entrar allí. Maureen bajó la vista y se fue derecha a su habitación. McMummb se quedó atrás, hablando con alguien en el recibidor.

Todo estaba como lo había dejado: el edredón reposaba a los pies de la cama, el vestido que había llevado al trabajo estaba arrugado en el suelo, cubriendo parte de su bolso, y su reloj estaba sobre la mesilla de noche junto al bote destapado de crema desmaquilladora. Se quedó de pie junto al lado de la cama que no solía utilizar. Quería sentarse y masajearse los pies doloridos pero sabía que no debía tocar nada hasta que McMummb entrara para supervisar sus movimientos. Alargó la mano y tocó las sábanas de algodón arrugadas. La almohada todavía conservaba la forma de su cabeza empapada en sudor.

Miró la moqueta y vio la esquina rota de la caja de un CD. Puso el pie encima y, arrastrándola sin inclinarse, la sacó de debajo de la cama. Era el CD de grandes éxitos de Selector, el que Benny le había dejado y estaba convencida de haberle devuelto. Se había mostrado tan inflexible. Benny jamás dejaría que Maureen olvidara aquello.

McMummb entró en la habitación y la encontró de pie junto a la cama, mirando hacia abajo y con una sonrisa en los labios.

– Tengo que ver las cosas -dijo.

Maureen lo observó y esperó a que terminara la frase, pero su voz fue apagándose. McMummb miraba la moqueta con ojos tristes.

– Bien -dijo Maureen y le pasó el reloj para que lo examinara.

Sacó unos vaqueros, la mochila de piel y un jersey de punto color mostaza. McMummb le devolvió el reloj y miró dentro.de la bolsa. Examinó la ropa, la miró a contraluz y registró los bolsillos. Otro hombre, vestido con el traje especial del equipo forense entró en la habitación y volvió a inspeccionarlo todo.

Maureen cogió cuatro de sus braguitas más recatadas, algunas camisetas, una bufanda escocesa y el abrigo de cachemira gris. Los dos hombres examinaron las prendas con gran profesionalidad, recorriendo con los dedos el forro de seda del abrigo. Se las devolvieron y Maureen metió las camisetas y las braguitas en la mochila.

– ¿Puedo sacar algo del bolso?

McMummb lo vio en el suelo y lo recogió, adoptando una postura defensiva. Lo sujetaba por el asa con las dos manos y los brazos extendidos, como si empujara un cochecito.

– ¿Qué quiere?

– Cigarrillos.

Sacó el paquete de tabaco y lo miró. No sabía qué se suponía que debía buscar en él. Se lo pasó al hombre del equipo forense, que se tomo el trabajo de abrirlo, mirar en su interior y remover los pitillos con su dedo largo y huesudo.

– Creo que deberíamos quedárnoslos -dijo, dirigiéndose a McMummb con solemnidad.

– Creo que deberíamos quedárnoslos -dijo McMummb.

– De acuerdo -dijo Maureen-. ¿Puedo coger mi cartera?

McMummb sacó la cartera y pasó los dedos entre los recibos del cajero automático y los billetes. El hombre del equipo forense hizo lo mismo y se la dio a Maureen.

– ¿Y las llaves?

– No puede entrar a menos que estemos presentes -dijo McMummb.

Maureen asintió con la cabeza.

– ¿Cuándo podré instalarme de nuevo?

– Se lo notificaremos -dijo McMummb mientras abría el bolso y sacaba las llaves. Las agitó, como si en ellas estuviera escondida alguna pista vital, y se las pasó al hombre del equipo forense. Éste las cogió y las volvió a agitar. Esperó a que dejaran de tintinear y se las dio a Maureen.

– Gracias -dijo, y las metió en la mochila.

Cuanto menos supiera la policía sobre los movimientos de Liam, mejor. Prefirió llamarle desde una cabina telefónica destrozada y toda meada de la calle de abajo antes que desde su propio teléfono. Al fin, lo localizó en casa de Benny.

Al pie de Garnethill, en Sauchiehall Street hay un café pequeño y agradablemente sucio llamado Equal. A veces, Maureen llevaba a Douglas a desayunar allí. La decoración le devolvía a uno a los años sesenta, justo cuando la moda de los años cincuenta había llegado a Glasgow: la mesas eran de fórmica negra con una mancha dorada, y la máquina de café parecía el prototipo en cromo de una locomotora de color rojo.

Se sentaron a una mesa vacía cerca de la ventana.

Liam le dio unos golpecitos en el brazo.

– ¿Dónde has estado todo el día, preciosa? -le preguntó mirándola atentamente para ver cómo estaba.

– He ido de un lado para otro -dijo Maureen y sacudió la cabeza con nerviosismo al intentar relajar los hombros-. No quería pararme por si era incapaz de arrancar otra vez. No he comido en todo el día. Por eso debo de sentirme tan débil.

– Probablemente tenga algo que ver con lo que ha pasado, ¿eh?

– Bueno -dijo-, sí, eso también.

– Un día terrible, ¿verdad?

– Los he tenido peores.

La valentía de Maureen hizo sonreír a Liam.

– ¿Podrás comer algo?

Cuando Maureen estaba alterada, lo primero que había que controlar era su apetito. Estuvo a punto de morir de inanición antes de que Liam la encontrara en el armario del recibidor y la llevara al hospital.

– Aunque parezca raro, hoy me muero de hambre.

El carácter surrealista del café lo acentuaba una camarera deprimida, de avanzada edad con dolores en las piernas. Cuando les trajo por segunda vez lo que no habían pedido, no dijeron nada para ahorrarle el viaje de vuelta a la cocina.

– Mamá ha estado dando la lata a la policía -dijo Maureen, mientras abría con el cuchillo la base del pastel de carne que no había pedido para que saliera toda la grasa-. Ha estado llamando a la comisaría todo el día para exigirles que me soltaran.

– Sí. -Liam bebió un sorbo de café-. Se comporta como si fuera una activista a favor de los derechos humanos. Me lo contaron y llamé a casa. Hice que Una desconectara el teléfono.

– ¿Qué te ha preguntado la policía?

– Me han preguntado por ti y por Douglas. No sabían en qué ando metido, así que no pasó nada.

– Jim Maliano se ha portado súper bien conmigo -dijo Maureen.

– Normalmente es un poco capullo, ¿no?

– Normalmente es todo un capullo. Me trajo una silla, una taza de té, de todo. Y me prestó esa camiseta del Celtic tan bonita para el interrogatorio.

Liam estrujó el bote de salsa de tomate algo aguada para mojar en ella las patatas fritas.

– Eso ha debido de impresionar a los polis. Observó cómo su hermana ponía a un lado del plato el rastro de aceite que habían dejado las patatas y las judías. Lo limpió con una servilleta de papel.

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