Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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– Bien -dijo McEwan, sin notar la alegría de su protegido- ha dicho que Douglas trabajaba en la clínica Rainbow.

– Sí.

– ¿Y no estuvo nunca allí?

– Fui un par de veces a verle, pero nunca como paciente.

Había ido a la Rainbow a que Angus, el compañero de Douglas, la visitara en dos ocasiones antes de que la enviaran al Hospital Albert con Louisa, pero sabía que no descubrirían que había mentido. Cuando salió del Northern la mandaron a un psiquiatra de una pequeña clínica en la Great Western Road que resultó ser un capullo. Se sentaban uno frente a otro. Él ponía una mirada triste y aburrida mientras le hacía preguntas inductivas acerca de los sucesos más dolorosos de su vida. Llevó la técnica silencio-pregunta demasiado lejos y se negó a aceptar que no funcionaría con Maureen. Pasaban la mayor parte de las sesiones mirándose en un silenció triste y de confrontación. Maureen empezó a llamar a otras clínicas para buscarse otro psiquiatra.

Sacó el número de la Rainbow de las páginas amarillas. La clínica ofrecía un programa externo para víctimas de abusos sexuales y dejaba que sus pacientes utilizaran un nombre falso si así lo deseaban. Maureen se hizo llamar Helen y nadie excepto Douglas sabía su nombre auténtico. Joe McEwan sólo podría descubrir que había sido paciente de la Rainbow a través de Louisa Wishart del Hospital Albert.

La primera vez que fue a la Rainbow, Maureen se puso a hablar con Shirley, la recepcionista. Ella le presentó a Douglas cuando entró en la sala de espera para comprobar las consultas de ese día. Maureen no volvió a pensar en él. Llevaba cuatro meses fuera del hospital y tenía miedo de sufrir otra crisis. Tenía la cabeza ocupada con otras cosas.

Después de su última sesión con Angus Farrell, mientras esperaba en la parada del autobús enfrente de la clínica, Douglas pasó con el coche, se detuvo y se ofreció a llevarla a la ciudad. Estaba molesta, en medio de la nada, y tenía que esperar una hora a que pasara el siguiente autobús. En el coche, se pusieron a hablar y fueron a tomar una copa. Se bebió varios whiskies triples mientras él estaba en el servicio. Se despertó a las cuatro y diez de la madrugada, con la cara iluminada por un potente rayo de luna, justo a tiempo para ver a Douglas forcejeando con los pantalones al borde de la cama.

– Bien-dijo McEwan, y se inclinó sobre un archivador de cartón que había junto a su silla, extrajo una bolsa de polietileno y la puso encima de la mesa.

– ¿Es suyo?

El impermeable amarillo de plástico estaba doblado pulcramente dentro de la bolsa, abierta por uno de los lados. Habían lavado gran parte de la sangre pero el cordón blanco de la capucha tenía un color rosado desigual. En una etiqueta rectangular pegada sobre una esquina de la bolsa había escrito un número larguísimo. McEwan murmuró algo a la grabadora.

Maureen no quería tocarlo, no quería ni tocar la bolsa. Apartó las manos de la mesa y las descansó sobre su regazo.

– No es mío-dijo.

McEwan percibió su incomodidad. Le acercó la bolsa con la punta de los dedos.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– ¿Lo había visto antes de esta mañana?

– No.

McEwan devolvió el impermeable al archivador, sacó una bolsa más pequeña y la tiró sobre la mesa. Dentro había cuatro trozos de cuerda ensangrentados.

– ¿Sabe de dónde ha salido esto?

Maureen los miró. Eran de nailon reluciente y estaban teñidos de rosa como el cordón del impermeable. Eran demasiado gruesos para que procedieran de las cuerdas del tendedero de la cocina. Repasó mentalmente el piso.

– No -dijo al fin-. No se me ocurre de dónde ha podido salir. ¿Son de mi casa?

– No se trata de una pregunta trampa -dijo McEwan-. Queremos saber si puede identificarlos antes de que empecemos a investigar de dónde han salido. ¿Los había visto antes?

– No.

Guardó la bolsa y sacó otra.

– ¿Son sus zapatillas?

Maureen miró la bolsa. Dentro estaban sus zapatillas etiquetadas y selladas. Le dio la vuelta. Las suelas todavía mostraban marcas de sangre seca.

– Sí, son mis zapatillas pero no entiendo cómo puede haber sangre en ellas. Las dejé en el armario. Hace días que no me las pongo.

– ¿Pero son suyas?

– Sí, son mías.

McEwan devolvió la bolsa al archivador y lo cerró con una tapa de cartón. Maureen puso los cigarrillos de Benny sobre la mesa, sacó uno de la cajetilla y lo encendió.

McEwan la observó con hostilidad mientras se fumaba el pitillo.

– Quiero preguntárselo otra vez -dijo-. ¿Entró en el salón cuando vio el cuerpo?

– No. Seguro que no entré.

– ¿Se metió en el armario del recibidor?

McMummb dirigía emocionado su mirada de Maureen a McEwan y de éste a aquélla otra vez. Estaba claro que la pregunta era importante.

– No. No me metí en el armario.

– Bien -dijo despacio, anotó algo en su libreta, y remató la frase con un punto-. De acuerdo, otra cosa. ¿Tiene idea de dónde pueden estar las llaves de Douglas?

Lo pensó unos segundos.

– Las tenía él, no lo sé. ¿No las llevaba en el bolsillo?

– No. ¿Tenía la costumbre de dejarlas en algún sitio cuando entraba, digamos, en la mesa de la entrada, o algún sitio por el estilo?

– No. Se guardaba las llaves en el bolsillo. ¿Está seguro de que no las llevaba encima?

– No. Las hemos buscado a conciencia.

– ¿No estaban en el bolsillo de su chaqueta?

– «A conciencia» normalmente también significa haber mirado en todos los bolsillos -dijo McEwan con un tono de desprecio.

Pensó en ello con un sentimiento de pánico creciente.

– ¿Pudo el asesino habérselas llevado?

McEwan se encogió de hombros.

– No sabemos dónde están -dijo.

Maureen se hundió en su silla.

– Dios mío, ese tipo tiene llaves de mi casa.

– Parece estar muy segura de que fue un hombre, Maureen.

– Es una suposición.

– Claro que puede ser que no llevara las llaves encima -McEwan hablaba despacio, la observaba para ver su reacción-. Pudo haber entrado en la casa de otra forma.

– Yo no le abrí, si es eso lo que insinúa -dijo Maureen-. Me acordaría.

– Sí-dijo McEwan, que golpeaba ruidosamente el lápiz delgado contra la mesa. Levantó la mirada y le sonrió-. ¿Conoce a la esposa de Douglas, Elsbeth Brady?

– No.

– ¿No se han visto nunca?

– No.

Le pidió que repasara lo que había hecho el día anterior por la mañana y por la tarde. Maureen repitió los detalles que le había dado a Inness en su casa esa misma mañana. Había ido a trabajar a las nueve y media y no había salido hasta las seis. McEwan le preguntó con cautela si había salido de la taquilla en algún momento, para comer, por ejemplo. No había salido, estaba segura. Había estado en la taquilla con Liz todo el día, podían preguntárselo si querían.

– Lo haremos -dijo McEwan y cerró la libreta-. Por cierto, su madre ha estado llamando todo el día. Insiste en hablar con usted. Le sugiero que la llame. Está cada vez más y más… angustiada.

– De acuerdo. -Maureen sabía perfectamente cómo estaba Winnie cada vez más y más-. Siento que les haya estado molestando.

McEwan no le dio mayor importancia.

– Hablando de madres, ¿conoce a la madre de Douglas Brady?

– He visto su foto en el periódico.

– ¿Pero no la conoce personalmente?

Maureen negó con la cabeza.

– Bueno -dijo McEwan-, intentaremos que la prensa no se meta en esto mientras nos sea posible, pero lo ocurrido despertará mucho interés al ser ella eurodiputada. No quiero que hable con ningún periodista.

– De acuerdo -dijo y su corazón se encogió al pensar en la propensión de Winnie la Borracha a hablar y hablar y hablar. Maureen no podría estar con ella todo el día, y los temas preferidos de Winnie la Borracha eran los secretos familiares y la mierda de hijos que tenía.

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