Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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Sólo había dos fotos en las que Douglas y Elsbeth estaban juntos. Una pertenecía a un día de Navidad ya lejano: estaban sentados juntos en un sofá marrón y miraban una tostadora nueva que Douglas sostenía sobre las rodillas. Una solitaria borla de navidad colgaba de la pared, detrás de él. La otra era de su boda. Era una fotografía informal: estaban en un jardín, hablando con un hombre mayor, de negro, que podría ser el cura. Elsbeth se reía y parecía frágil y hermosa con un vestido blanco y sencillo, largo hasta los pies. Cogía a Douglas por la cintura. Él a ella no. Tenía los brazos a los lados y una expresión que era una mezcla familiar de desaprobación y entretenida arrogancia. A veces, cuando llevaba un par de copas encima, miraba a Maureen con esa cara; hacía que ella se sintiera como si hubiese hecho algo increíblemente estúpido. La mayor de las fotografías en color era de la madre de Douglas. El grupo de personalidades que la rodeaba miraba algo con el ceño fruncido a la izquierda del fotógrafo. Ella sujetaba un ramo de flores y miraba a la cámara. Una sonrisa pétrea, que decía «saca la foto ya», dominaba su rostro. Elsbeth la vio mirar esa fotografía.

– Una mujer extraordinaria -sonrió-. Mi intención es recortar la foto para quitar a los demás, excepto a Jacques Delors, por supuesto. No creo que se tomara a bien que lo recortara.

Soltó una carcajada sonora y enlatada. Maureen también se rió porque lamentaba haberse follado al marido de esta mujer y al hijo de aquella otra.

Se iba haciendo evidente que nadie había invitado a Maureen a tomar parte en un intercambio sincero de buenos recuerdos. Se subió a un taburete cojo de la barra de la cocina y se armó de valor como buena penitente. Elsbeth se sentó frente a ella y respiró hondo. Quería que Maureen supiera que Douglas había tenido una serie de aventuras y que ella estaba enterada de todo. Él le había dicho que había aceptado un trabajo en Peebles en una clínica privada para drogadictos, de ahí que no durmiera en casa los lunes por la noche. Pero a él nunca le había interesado ese tipo de trabajo. Ganaban entre los dos 65.000 libras al año, así que no necesitaban el dinero.

– Ya lo ves -dijo Elsbeth, revistiendo de amabilidad su propósito de venganza-, tan sólo eres la última de una larga lista de mujeres.

– Sí -dijo Maureen con resignación-. Lo suponía. ¿Soy la primera que conoces?

– ¡Qué va! -negó, sin ser consciente de la imagen tan lamentable que daba de sí misma-. No, no eres la primera.

Entonces, pensó Maureen, ¿por qué coño mantenían esta conversación tan frivola e indiferente, como si nada importase, como si a Douglas no le hubieran cortado el cuello unas horas antes? Dejó a un lado sus divagaciones. «Es el momento de Elsbeth», se dijo, «es su triunfo. Deja que lo saboree. Sé amable». Maureen intentó imaginar cómo sería estar casada con un mujeriego, cuánta amabilidad le quedaría a ella después de vivir una década con Douglas.

De repente, le vino la imagen de la segunda noche que pasaron juntos. Él se había pasado por su casa, aparentemente para disculparse, pero se había quedado. Maureen había vuelto al salón con un vaso de agua y le había visto recostado donde lo había dejado. Parecía la imagen de la Olimpia de Manet. Tenía los pantalones bajados hasta las rodillas y la camiseta subida hasta el pecho, toda arrugada, mostrando con indiferencia su ardiente erección. No tenía la polla redondeada sino extrañamente rectangular, al igual que el culo, que tenía una forma curiosamente geométrica. Pero lo que recordaba con mayor cariño era la forma obscena y desvergonzada con la que Douglas la había mirado. Maureen se había arrodillado a su lado y se había inclinado para apoyar la cara en la piel suave y caliente de su velluda barriga.

Sentada frente a Elsbeth, intentando mantener la compostura, podía sentir el vello del pecho de Douglas rozándole la cara, arriba y abajo, arriba y abajo.

Elsbeth tenía un empleo magnífico. Trabajaba en el Departamento de Artes Gráficas de la BBC. Hablaba de la cadena como si se tratara de un amigo íntimo de la familia.

– ¿A qué te dedicas? -preguntó. La sonrisa dibujada en sus ojos sugería que ya lo sabía.

– Trabajo en las taquillas del Teatro Apolo.

– Ah.

Maureen se había fumado dos cigarrillos sin tomar nada más que una taza de té y sentía que le apestaba el aliento. Una década de humillaciones mezquinas y un marido infiel y asesinado no harían que compadeciera a Elsbeth.

Cuando la acompañó a la puerta, Elsbeth le preguntó si Douglas le había dado dinero.

– No -dijo Maureen con rapidez.

Creyó que Elsbeth quería seguir avergonzándola hasta que percibió una expresión llena de inquietud en su rostro. La pregunta escondía algo más. Elsbeth buscaba algo. Buscaba dinero desaparecido.

– Bueno -dijo Maureen, como si estuviera pensando en ello-, ¿cuándo?

– ¿Hace un par de días?

– Cincuenta libras -mintió Maureen.

– ¿Sólo cincuenta?

– Sí. ¿Quieres que te las devuelva?

– No, no. No pasa nada.

Maureen se fue del piso con la sensación de verse envuelta inconscientemente en un círculo barriobajero de cambios de pareja. Ese pensamiento la deprimió sobremanera.

5. El café Equal

Fue caminando las tres manzanas que la separaban de Byres Road con la cabeza llena de imágenes de Douglas; Douglas deambulando por su elegante apartamento en el West End; Douglas en la cocina de Maureen comiendo panecillos con bacon; Douglas muerto, atado a la silla, degollado. Dejó de andar de repente y cerró los ojos. Se los frotó con fuerza para intentar borrar esa imagen.

Si se hubiera puesto al teléfono en el trabajo el día anterior, quizá Douglas le habría dicho por qué no estaba en la clínica trabajando, quizás habría mencionado a alguien, algo que le diera sentido a toda esta situación. Pensó en ello de forma realista: Douglas le habría mentido y habría dicho que no pasaba nada. Al hablarle de Leslie, él le habría preguntado primero por su sesión con Louisa y después si se iban a emborrachar. Pero no podía descartarlo por completo. Le preocupaba que hubiera llamado desde un teléfono público y le molestaba que lo hubiera hecho tres veces. Tendría que haber estado en el trabajo.

La cabina telefónica de Byres Road estaba en perfecto estado. Aceptaba tres formas de pago y la pantalla digital ofrecía sus opciones en francés y alemán. Escuchó la señal sin respuesta en casa de Benny durante un rato y luego, en un momento de flaqueza, llamó a Leslie. Dejó que el teléfono sonara hasta que se cortó la señal y pulsó la tecla de rellamada. Colgó al segundo tono. No podía hablar con Leslie sin necesidad, y el necesitarla aún haría que se sintiera peor. «Leslie tenía que preparar la apelación, -se dijo-, cálmate». Llamó a McEwan a la comisaría. La recepcionista pasó su llamada a un despacho. Un hombre de voz angustiada le dijo que el inspector jefe Joe McEwan estaba ocupado.

– Soy Maureen O'Donnell. Yo… Han asesinado a un hombre en mi casa y tengo que acercarme a recoger algo de ropa.

– Soy Hugh McAskill -parecía creer que Maureen reconocería el nombre.

– Sí -dijo ella.

– El de esta mañana. Estaba en el coche con usted. Estaba presente cuando la interrogaron. Soy el pelirrojo.

– Ah, sí -dijo ilusionada-. Le recuerdo.

– El equipo todavía está en la casa. Puede ir sin problemas.

– Estupendo.

– ¿Va a ir ahora?

– Sí.

– Diga quién es cuando llegue a…

Maureen le interrumpió.

– Señor McAskill, ¿puedo preguntarle algo?

Se lo pensó un momento.

– Depende -dijo inseguro.

– ¿Qué había en el armario?

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