A las ocho menos cuarto, Min la llamó.
– Elizabeth, todo el mundo pregunta por ti. ¿Estás bien?
– Por supuesto. Sólo quiero estar tranquila.
– ¿Estás segura de que te sientes bien? Debes saber que Ted en particular está muy preocupado.
«Felicitaciones a Min. Nunca se rinde.»
– Estoy bien, Min. ¿Puedes hacer que me envíen una bandeja con la cena? Comeré algo ligero y luego iré a nadar. No te preocupes por mí.
Colgó el teléfono. Caminó de un lado a otro de la habitación, deseando ya estar en el agua.
in aqua sanitas, decía la inscripción. Por una vez, Helmut tenía razón. El agua la tranquilizaría, le pondría la mente en blanco.
Estaba a punto de colocarse el tanque de oxígeno cuando oyó que llamaban a la puerta. Se arrancó la máscara de la cara y logró sacar las mangas del pesado traje de neopreno. Escondió todo el equipo en el armario y luego corrió al baño a abrir el agua de la ducha.
Volvieron a golpear con impaciencia. Terminó de quitarse el traje y lo arrojó detrás del sofá al tiempo que se ponía una bata.
Adoptó un tono molesto y dijo:
– Ya voy, ya voy. -Luego, abrió la puerta.
– ¿Por qué has tardado tanto? Tenemos que hablar.
Eran casi las diez cuando por fin pudo acercarse a la piscina. Llegó justo a tiempo para ver a Elizabeth que regresaba a su bungalow. En su prisa por llegar había rozado una de las sillas del patio. Ella se volvió y él tuvo apenas tiempo de esconderse tras un arbusto.
Mañana a la noche. Todavía existía una posibilidad para que se quedara. Si no, arreglaría otro tipo de accidente.
Al igual que Alvirah Meehan, ella había comenzado a sospechar y despertaría también la sospecha de Scott.
Ese ruido. Era el de una silla golpeando contra el suelo de baldosas. Sin embargo, la brisa que corría no era lo suficientemente fuerte como para hacer que algo cayera. Se volvió, y por un instante le pareció ver que alguien se movía. Pero era una tontería, ¿por qué iba nadie a esconderse detrás de los árboles?
Aun así, Elizabeth aceleró el paso y se alegró de estar de regreso en su bungalow con la puerta cerrada con llave. Llamó al hospital. Ningún cambio en el estado de Alvirah Meehan.
Tardó bastante en dormirse. ¿Qué se le escapaba? Algo que había sido dicho, y que tendría que haberle llamado la atención… Por fin, la venció el sueño.
Estaba buscando a alguien… Se encontraba en un edificio vacío con paredes oscuras… Su cuerpo ardía de deseo… Tenía los brazos extendidos… ¿Cuál era ese poema que había leído en alguna parte? «Existe alguien, recuerdo sus ojos y sus labios, que me busca en la noche.» Lo susurraba una y otra vez… Vio una escalera… Bajó corriendo… Él estaba allí. De espaldas. Se arrojó sobre él y lo abrazó. Él se volvió, la abrazó y la sostuvo en sus brazos. Luego, la besó. «Ted, Ted, te amo»… repitió una y otra vez…
Se despertó bruscamente. Durante el resto de la noche, se mantuvo despierta en aquella cama donde Leila y Ted habían dormido juntos tantas veces, decidida a no volver a dormirse.
A no soñar.
3 de septiembre
CITA DEL DÍA:
«El poder de la belleza, aún lo recuerdo.»
Dryden
Queridos huéspedes de «Cypress Point»:
Tengan un muy buen día. Espero que mientras lean esto estén disfrutando de uno de nuestros deliciosos zumos. Como algunos de ustedes sabrán, todas las naranjas y pomelos son cultivados especialmente para nosotros.
¿Han hecho alguna compra en nuestra boutique esta semana? Si todavía no lo hicieron, tienen que pasar a ver las maravillosas prendas que acabamos de recibir para hombres y mujeres. Todas prendas únicas, por supuesto, ya que cada uno de nuestros huéspedes es único.
Un recordatorio en cuanto a la belleza. En estos momentos, deben de estar sintiendo músculos que habían olvidado que tenían. Recuerden, el ejercicio nunca es dolor. Una leve molestia demuestra que están logrando el estiramiento. Y cada vez que se ejerciten, recuerden mantener las rodillas relajadas.
¿Tienen una buena apariencia? Para aquellas diminutas líneas que el tiempo y las experiencias de la vida han dejado en nuestro rostro, recuerden que el colágeno, como una mano amable, está aguardando para suavizarlas.
Manténganse serenos, tranquilos, felices. Y disfruten de un buen día.
Barón y baronesa Von Schreiber
Mucho antes de que los primeros rayos de sol anunciaran otro día brillante en la península de Monterrey, Ted estaba despierto pensando en las semanas que tenía por delante. El juicio. El banquillo del acusado, donde se sentaría, sintiendo las miradas de los demás posadas sobre él, tratando de captar el impacto del testimonio sobre los miembros del jurado. El veredicto: culpable de asesinato en segundo grado. «¿Por qué segundo grado? -le había preguntado a su primer abogado-. Porque en el Estado de Nueva York, el primer grado se reserva para los agentes del orden público. Pero en realidad, en lo referente a sentencias, es lo mismo.». «De por vida -se dijo-. Una vida en prisión.»
A las seis se levantó para salir a correr. La mañana era clara y fresca, pero sería un día caluroso. Sin saber muy bien adonde ir, dejó que sus pasos eligieran solos el camino y no se sorprendió cuando, al cabo de veinte minutos, se encontró frente a la casa de su abuelo en Carmel. Quedaba frente al océano. En aquel entonces era blanca, pero los actuales propietarios la habían pintado de un verde musgo; era bonita, pero él la prefería de blanco porque de ese modo reflejaba el sol de la tarde. Uno de sus primeros recuerdos era de esa playa. Su madre lo ayudaba a construir castillos de arena, riendo, con el cabello oscuro sobre el rostro, feliz de estar allí y no en Nueva York, agradecida por el descanso. ¡Ese maldito bastardo que había sido su padre! La forma en que trataba a su madre, la ridiculizaba, se burlaba de ella. ¿Por qué? ¿Qué hace que una persona sea tan cruel? ¿O era el alcohol lo que poco a poco fue convirtiendo a su padre en ese ser salvaje y maligno en que finalmente se convirtió? Eso era su padre: botella y puños. ¿Había heredado él su carácter siniestro?
Ted permaneció de pie en la playa, observando la casa, viendo a su madre en el porche, recordando a sus abuelos en el funeral de su madre, escuchando que su abuelo decía: «Tendríamos que haber hecho que lo dejara.» Y su abuela que le respondía: «Ella no lo habría dejado, porque ello habría significado dejar a Ted.»
De niño se preguntó si todo habría sido por su culpa. Aún seguía haciéndose la misma pregunta. Y seguía sin hallar la respuesta.
Vio que alguien lo miraba desde una ventana y, rápidamente, retomó la marcha.
Bartlett y Craig lo aguardaban en su bungalow. Ellos ya habían desayunado. Ted fue hasta el teléfono y ordenó un zumo, café y tostadas.
– Regresaré en seguida -les dijo. Se duchó y se puso un par de pantalones cortos y una camiseta de algodón. Cuando salió, la bandeja del desayuno estaba aguardándolo-. Qué servicio más rápido. Min sí que sabe cómo dirigirlo. Habría sido una buena idea hacer una franquicia de este lugar para nuevos hoteles.
Ninguno de los dos hombres le respondió. Permanecieron sentados junto a la mesa de la biblioteca observándolo como si supieran que Ted no esperaba, o no quería, ningún comentario al respecto. Bebió el zumo de un trago y tomó la taza de café.
– Mañana partiremos a Nueva York. Craig, organiza una reunión de dirección urgente para el sábado por la mañana. Voy a renunciar como presidente y director de la compañía y te nombraré en mi lugar.
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