– ¡Es la armadura! -gritó-. ¡Es la armadura!
Telamón vio los rostros morenos de los oficiales persas vestidos con preciosos yelmos y armaduras. Comprendió el miedo de Cleito. Ahora estaban siendo atacados por el alto mando persa. Los generales y comandantes habían reconocido a Alejandro y, con el apoyo de sus guardias personales, intentaban dar caza y matar al macedonio. La batalla se convirtió en una reñida lucha cuerpo a cuerpo; escudo contra espada, espada contra escudo. Telamón optó por atacar todo lo que se movía a su alrededor. El olor de la sangre, el barro, el sudor, los excrementos humanos y todo aquello propio del siniestro hedor de la batalla formaban una nube que lo encerraba. Un persa intentó sujetarle los brazos. Otro, desmontado, intentó tumbarlo del caballo. Telamón lo derribó de un puntapié. Alejandro libraba un duelo con un oficial persa. Lo mató atravesándole el pecho. Otro lo rodeó, con el brazo levantado y la cimitarra iluminada por el sol dispuesta a asestar el golpe mortal. Telamón gritó. Intentó avanzar. Apareció Cleito. Había pasado con su caballo por delante de Alejandro y ahora cabalgaba entre su rey y el persa: de un solo golpe cercenó el brazo del atacante a la altura del hombro. La sangre brotó como un surtidor, y el chorro salpicó a Alejandro y al caballo. El animal, enloquecido por el ardor de la batalla, se levantó sobre las patas traseras y Alejandro intentó mantenerse montado, pero resbaló. Se apartó del caballo en el preciso momento en que un jinete persa que había conseguido abrirse paso descargaba un golpe mortal contra la cabeza del rey. Alejandro vio el peligro y se movió. La espada golpeó contra el yelmo de refilón mientras Cleito y el resto de los guardaespaldas rodeaban al rey, que se desplomó de rodillas. Atraparon al atacante persa y lo derribaron del caballo. Cleito le echó la cabeza hacia atrás, le cortó la garganta como si fuera un pollo y lo apartó de un puntapié. La guardia macedonia formó un círculo de hierro alrededor de su rey caído. Telamón desmontó de un salto, se desprendió del yelmo y la espada y quitó el yelmo a Alejandro. Los ojos del rey estaban desenfocados y la piel del rostro, blanca como la nieve, aparecía manchada de sangre. El físico buscó debajo de la cabellera rubia y palpó el chichón y el corte en el cuero cabelludo. Cleito estaba a su lado. El anillo alrededor de Alejandro se hacía cada vez mayor a medida que nuevas unidades de los Compañeros de a pie ocupaban sus posiciones. Alejandro, mareado, miró a su alrededor.
– ¿Cómo va? -susurró.
– ¿No te das cuenta? -replicó Cleito con una sonrisa-. ¿Mi señor, no lo escuchas?
Telamón controló el pulso de Alejandro y buscó alguna otra herida. Él también notaba un cambio. El peligro había desaparecido. Los macedonios avanzaban a paso redoblado.
– ¡Hemos roto sus líneas! -gritó Cleito-. La falange de Ptolomeo cruzó el río. ¡Los persas están en plena retirada!
– ¿Es posible? -susurró Telamón- ¿Se ha acabado?
– ¿Cómo está el rey? -preguntó Cleito vivamente.
– Maltrecho y dolorido -replicó Telamón-. Pero vivirá.
El rostro de Alejandro había recuperado un poco de color. Sonrió y, apoyándose en Cleito a modo de bastón, se puso de pie.
– ¡Vamos a matar a todos! -dijo con una voz pastosa- ¡Y deprisa, antes de que caiga la noche!
«Después de ofrecer un sacrificio en el templo de Atenea, Alejandro depositó su propia armadura, y tomó a cambio las armas que habían estado colgadas allí desde la guerra de Troya… Se dice que las usó en la batalla del Gránico.»
Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 2, capítulo 4
Memnón gritaba poseído por una furia tremenda. Sin el yelmo, con un profundo corte en el brazo de la espada, miraba a Arsites hecho un basilisco. No sentía ni la más mínima compasión por este arrogante comandante persa, que ahora no era más que una sombra de su antiguo ser. La magnífica armadura del sátrapa estaba abollada y rota. Tenía una herida en la mejilla izquierda y el rostro bañado en sangre.
– ¿Qué haré? -gimió el persa-. ¡Han muerto los parientes de Darío!
– ¡Muérete! -le gritó el rodio. Tiró salvajemente de las riendas y miró hacia el lugar donde había estado unos minutos antes. Anochecía. La brisa le refrescó el rostro. A su alrededor continuaban sonando los ruidos de la batalla. Las últimas unidades de élite de los persas se alejaban del frente a todo galope. Los caballos sin jinetes galopaban por todas partes y otros daban vueltas aterrorizados, con cadáveres ensangrentados tumbados sobre sus pescuezos. Un animal galopó en círculos hasta que el jinete muerto cayó al suelo y, después, se alejó al trote. Memnón se volvió. Arsites había desaparecido. Desde la orilla del río le llegó una ovación, tan estruendosa que fue como si el cielo se hubiera venido abajo.
– ¡Enyalios! ¡Enyalios por Macedonia!
El general rodio cabalgó hasta la ribera y contempló el espectáculo con una expresión de horror. Todo el ejército macedonio, liderado por la brigada de Ptolomeo, había cruzado el río. La falange se había hecho con el control de la orilla y ahora avanzaba con las temibles sarisas bajadas: una terrible pared de puntas de hierro que avanzaba contra hombres y caballos. Los persas estaban exhaustos y ya no disponían de más jabalinas. No podían hacer otra cosa que blandir sus inútiles cimitarras y alfanjes contra aquellas terribles lanzas de madera y hierro.
El Gránico era como una enorme mancha roja alumbrada por los rayos del sol poniente. Los cadáveres se amontonaban en la superficie. En la orilla, los muertos formaban pilas y los heridos intentaban escapar como podían. Las primeras bajas macedonias habían quedado cubiertas por otros muertos, la mayoría de ellos vestidos con las lujosas capas de los persas. Mientras contemplaba la infernal escena, Memnón escuchó otro griterío río abajo. Se cerraba la trampa. Parmenio y sus tropas… Los persas que todavía luchaban en la orilla abandonaron el combate e intentaron escapar. Los caballos resbalaron en el talud de fango y sus jinetes acabaron pisoteados o cruelmente atravesados por las lanzas enemigas. La falange ganó velocidad y subió la pendiente sin problemas. En las filas persas, desapareció todo rastro de disciplina; los jinetes en fuga comenzaron a pasar junto a Memnón. Uno de los oficiales del rodio se le acercó.
– ¡Se ha acabado! -le dijo.
Memnón se había quedado mudo. Notaba la garganta seca y la lengua hinchada. No conseguía entenderlo. La rapidez del ataque. Cómo los persas habían caído tan ingenuamente en la trampa de Alejandro. Tan sencilla, tan mortal en su lucidez. La finta de Alejandro por el centro, el golpe brutal por la derecha y las tropas de Arsites que abandonaban las posiciones para hacer frente a la nueva amenaza. Así y todo, los persas no se habían dado cuenta de lo que pasaba. Memnón recordó cómo Arsites y sus generales, imbuidos de una falsa seguridad, habían discutido cómo se encargarían personalmente de acabar con Alejandro, a quien distinguirían sin problemas por su espectacular armadura. Los generales persas habían cargado contra el rey macedonio y todos, salvo un puñado, ahora estaban muertos. A Mitrídates le habían cortado un brazo a la altura del hombro; los demás habían sido segados como si fueran hierba seca.
– Mi señor.
El oficial se inclinó para sacudir a Memnón. El general salió de su ensimismamiento y miró a su subordinado. Los persas que habían resistido unos minutos más al avance de los macedonios eran aniquilados. El olor de la sangre impregnaba todo. Los gritos de ayuda y los alaridos de los moribundos sonaban por doquier. Memnón dejó que su oficial guiara su caballo de la brida. Era muy consciente de lo que pasaría a continuación. El movimiento de pinzas de los macedonios los rodearía en un círculo de hierro que se iría estrechando y luego comenzaría la matanza.
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