Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Alejandro cabalgó de regreso al pequeño altozano. Dio la señal al cornetín: un toque prolongado y agudo, que transmitía la orden de avanzar. El cornetín de Sócrates respondió a la llamada. Se escuchó el griterío salvaje de las huestes macedonias cuando Sócrates entró en el agua a la cabeza de sus escuadrones. Alejandro observó cómo los jinetes y los caballos luchaban contra la corriente. Algunos persas, incapaces de controlar la excitación, bajaron hasta el agua ansiosos por iniciar el combate con el enemigo. Los hombres de Sócrates se desplegaron. El movimiento de una fuerza tan grande levantó una gran nube de espuma. Sonó otra corneta. Amintas llevó a sus soldados de infantería al agua. No siguieron la estela de Sócrates, sino que formaron una cuña y avanzaron en línea oblicua hacia la derecha. El comandante persa advirtió la maniobra y comenzó a mover sus tropas para cerrarles el paso.

La línea de Sócrates llegó a la orilla opuesta, donde fue recibido por una lluvia de jabalinas. Cayeron caballos y jinetes; los animales relinchaban espantados y lanzaban coces en todas las direcciones, mientras los jinetes intentaban alejarse. Telamón vio cómo uno recibía el impacto de un casco. El hombre se desplomó en el agua, giró sobre sí mismo y flotó boca abajo; arrastrado por la corriente pasó entre sus compañeros, que luchaban por ganar mejor posición.

Aquí y allá los hombres de Sócrates conseguían escalar la ribera, donde se veían atacados por los persas como un mar de brillantes cimitarras dispuestos a hacerlos retroceder. En el aire resonaba el estrépito de las armas al chocar, los relinchos de los caballos, los gritos y los alaridos de los hombres. Un caballo, con su jinete decapitado pero sujeto de algún modo por las riendas, pasó al galope por la orilla hasta que finalmente rodó por el fango, y la macabra carga salió disparada como un proyectil. Las aguas cristalinas del Gránico se tiñeron de rojo. Los cadáveres se alejaban llevados por la corriente. Los soldados, con los rostros bañados en sangre, pedían ayuda.

Alejandro observaba todo impasible. Las tropas de Amintas llegaron a la orilla opuesta, con los escudos unidos para formar una barrera en apariencia impenetrable. La caballería persa les salió al encuentro. La lluvia de jabalinas tuvo un efecto catastrófico. Las filas de Amintas se dispersaron; los hombres, heridos o no, olvidaron toda disciplina y escaparon del terror que se les venía encima.

El rey no cambió de expresión. Uno de los jinetes de Sócrates cruzó el río y se acercó con los brazos y las manos cubiertos de sangre.

– Mi señor -jadeó-. ¡No conseguimos alcanzar una posición segura!

– Di a Sócrates que se quede donde está -le ordenó Alejandro en voz baja.

La brigada de los escuderos combatía ahora en el borde del agua, en evidente desventaja, dado que no conseguían establecerse en tierra firme. Algunos resbalan y caían, con lo que morían pisoteados por sus compañeros. Otros se apartaban al ver que no prosperaban. Otros más emprendedores consiguieron subir la ribera. Un pequeño grupo de escuderos se encontró rodeado. Las cimitarras subieron y bajaron en brillantes arcos y los cuerpos despedazados rodaron por la ladera de fango hasta la orilla. Una vez más, Alejandro miró la línea de macedonios que aguardaba en silencio.

– ¡Ahora el martillo! -murmuró.

Se sujetó el yelmo y con un chasquido de los dedos pidió su escudo. Un paje con el rostro muy pálido se lo alcanzó. Alejandro le dio las gracias, le dijo que no se preocupara y guió a sus escuadrones hasta la orilla.

Telamón lo siguió como en un sueño. El caballo que montaba había sido escogido por el rey en persona: un animal fuerte y de paso seguro. El físico se sentía incómodo con la coraza de cuero y el peso del escudo que aguantaba en el brazo izquierdo. Sólo iba armado con la espada; no llevaba una lanza porque era mal jinete y necesitaba de las dos manos para no caerse. A su alrededor se arremolinaba la fuerza atacante de Alejandro: la real brigada de caballería de los Compañeros, apoyada por los escuderos y los lanceros.

En cuanto entró en el agua, Alejandro se movió deprisa. Avanzó en diagonal hacia la derecha, alejado de la línea persa. En el aire resonaban el batir de los cascos, los relinchos de los caballos y los gritos y los alaridos de los hombres. Alejandro cabalgaba como un hombre poseído. Cruzaron el río y subieron la pendiente de la ribera. Un grupo de caballería persa apareció en lo alto. El rey cabalgó directamente hacia ellos. Las lanzas apuntaron a los rostros y los pechos. Telamón lo siguió. Hefestión apareció repentinamente a la izquierda de Alejandro. A su derecha iba Cleito el Negro, una figura gigantesca e impresionante cubierta por una capa negra, con el escudo con la imagen de Medusa y su larga espada de hoja ancha.

El resto de la fuerza atacante se desplegó en abanico. Se aseguraron el control de la ribera. Telamón atisbo a la derecha a los mercenarios griegos en una zona elevada, con las lanzas en alto. Justo enfrente tenía la línea persa, con el flanco expuesto al ataque de Alejandro. Los macedonios corearon el grito de guerra y se lanzaron como una tromba sobre el enemigo. Los persas ya habían visto el peligro. Un grupo de caballería salió al encuentro de la amenaza macedonia.

Telamón se encontró de pronto metido en el corazón del combate. Apretó los muslos contra los flancos del caballo para no caer. Al estar tan cerca del rey, encontró muy poca oposición, pero vio las pruebas del sangriento trabajo de Alejandro: los jinetes persas tumbados de los caballos, arrollados por la carga, con los cuerpos aplastados y rotos por los cascos. Aquellos que se enfrentaron a Alejandro y sus compañeros en combates cuerpo a cuerpo fueron brutalmente aniquilados. La ferocidad y la energía de Alejandro y sus hombres acababan con cualquier resistencia. Atacaban a hombres y caballos por igual. Con un golpe de espada, Cleito decapitó limpiamente a un persa, mientras otro todavía sentado en la montura miraba incrédulo como los intestinos se le escapaban por el tajo abierto en el vientre. Otro jinete se le acercó. El caballo de Cleito lo rozó. El hombre pasó como una exhalación. Por su parte, el físico se preparó para defenderse, pero la mano del persa que empuñaba la espada había desaparecido y un chorro de sangre brotaba del muñón.

En cualquier caso, la superioridad numérica de la caballería persa fue conteniendo el asalto macedonio. Alejandro y los demás que había por delante de Telamón volvieron a trabarse en combates individuales; caballo y jinete contra caballo y jinete, que se empujaban y se golpeaban con verdadera desesperación. De vez en cuando, algún persa conseguía pasar la barrera macedonia. Telamón salió al encuentro de uno. Se escuchó el sonoro choque de los escudos, Telamón descargó un golpe con la espada y, más por obra de la fortuna que por habilidad, acertó en la carne del cuello expuesta por debajo del yelmo.

Por fin consiguieron abrirse paso. Alejandro no se preocupaba en absoluto por lo que estaba pasando en la orilla del río: su único objetivo era alcanzar el centro persa. A pesar de la dureza del combate, la táctica de Alejandro estaba dando resultados. Cada vez era mayor el número de jinetes persas que se alejaban del centro para atender a esta nueva amenaza y mayor también era el número de soldados de infantería macedonios que seguían apresuradamente los pasos de Alejandro. Un tremendo griterío llegó desde el río seguido por el grito de guerra macedonio: las falanges habían cruzado y ahora hacían retroceder a la caballería persa con las temibles sarisas.

Telamón perdió toda noción del espacio y el tiempo, atrapado en una pesadilla de mandobles, maldiciones, gritos, cuerpos que caían y cadáveres pisoteados. Escuchó gritos de «¡Lanzas abajo!» y «¡Adelante!» acompañados por los toques de corneta. Cleito gritaba algo. Telamón miró al maestro de armas, se quitó el yelmo y se enjugó el sudor del rostro. Habían rechazado el primer asalto de la caballería persa, pero ahora una segunda oleada, dirigida por oficiales con regios atavíos, se dirigía directamente contra Alejandro. El rey lanzó su grito de guerra y salió al encuentro del enemigo escoltado por sus compañeros. Alejandro se enfrentó con el jefe persa: con un solo golpe de una jabalina que había cogido en alguna parte, atravesó al persa por el pecho, lo arrancó de la silla y soltó la jabalina cuando el cadáver cayó al suelo. Telamón repartía mandobles a diestro y siniestro. Cleito, dominado por la furia, luchaba para proteger la retaguardia de Alejandro. Miró a Telamón con los ojos desorbitados.

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