Recitó las primeras cinco letras del alfabeto griego: alfa, beta, gamma, delta, épsilon. Muy bien, ¿qué tenemos?, se preguntó. Alfa: quemaron mi tienda incluso antes de mi llegada. ¿Por qué? No había nada en su interior. ¿Se trataba de un accidente? ¿Estaba vinculado con estos otros misteriosos acontecimientos?
Beta: la mujer joven, la tesalia, el sacrificio a Atenea. ¿Qué experiencia tan siniestra había vivido como para perder la razón? Antígona la había cuidado bien y la había traído a través del Helesponto para que Alejandro la interrogara. ¿Por qué? Telamón se balanceó atrás y adelante. Probablemente porque no era seguro dejarla en Troya: sus atacantes podrían venir en su busca y asesinarla. Sin embargo, al final, la habían asesinado. ¿Cómo? Telamón cerró los ojos. Recordó la copa de vino. La habían tocado varias personas, pero estaba seguro de que nadie había echado ningún polvo o pócima en ella. No obstante, la muchacha había muerto. Telamón abrió los ojos y golpeó el puño contra su rodilla. ¿Cómo?, se preguntó una vez más. La tienda no tenía ningún resquicio por donde alguien pudiera colarse y en la entrada siempre había una guardia. ¿Por qué había sido necesario matarla? ¿Porque podía recuperar la razón?
Gamma: la muerte de los dos guías. Telamón comprendía perfectamente la importancia que tenían para el ejército macedonio. Quienquiera que fuese, el asesino deseaba cegar a Alejandro de forma tal que, cuando cruzara el Helesponto, se encontrara perdido o, mejor todavía, cayera en una emboscada. El asesino de anoche era siniestro. Telamón se lo imaginó sin problemas. Un borracho, que apenas se mantenía de pie, atacado rápida y despiadadamente en la oscuridad. ¿Y el asesinato anterior? ¿Quién había llevado al guía hasta el borde del acantilado y después lo había apuñalado? Hasta donde Telamón sabía, aquel guía no había estado borracho. Un hombre joven, vigoroso y capaz de defenderse, pero que había ido al encuentro de la muerte como un cordero al matadero.
Delta: la persona que estaba detrás de todo esto conocía muy bien como funcionaba la mente de Alejandro. La utilización de las palabras del oráculo de Delfos y la daga celta con la empuñadura alada tenían el objetivo de despertar los recuerdos, avivar la culpa en el espíritu de Alejandro, aprovecharse de sus supersticiones… Si todo esto llegaba al conocimiento público, afectaría a la moral de las tropas. ¿Esto era obra del misterioso espía llamado Naihpat? ¿La persona que le enviaba a Alejandro citas de la Ilíada sobre la inminencia de su muerte? El tal Naihpat, que tanto podía ser una persona o un grupo, estaba consiguiendo un éxito considerable. Alejandro se mostraba inquieto, desconfiado, temeroso. Había perdido aquella confianza que le hacía destacar por encima de todos los demás.
Por último, épsilon: los sacrificios. Telamón sonrió para sus adentros. Tenía sus sospechas al respecto, pero ¿cuándo sería el momento adecuado para enfrentarse a la persona responsable? Miró por el rabillo del ojo en dirección a los arbustos. Se puso de pie y caminó hacia allí.
– ¿No has leído a Aristóteles? -gritó-. ¿En particular su Ética? ¡Una cita maravillosa! ¿Cómo era aquel famoso verso del capítulo cuatro? Ah sí. «El hombre que está furioso con legítima razón, con las personas que se lo merecen, de la manera correcta, en el momento adecuado y durante el tiempo correcto, ha de ser alabado» -precisó mirando hacia los arbustos-. Estoy furioso. También estoy absolutamente de acuerdo con la frase de Aristóteles en su Metafísica: «Todos los hombres desean naturalmente el conocimiento». No obstante, no consigo entender por qué han de esconderse entre los arbustos para conseguirlo. Si continúas escondido, mi furia irá aumentando cada vez más. No me gusta que me espíen.
Las ramas de los arbustos se movieron. Asomó una cabeza muy grande: los cabellos negros rizados con el feo rostro de un sátiro, los ojos saltones, la nariz aplastada y una boca de pez. La cabeza se levantó un poco más y quedaron a la vista unos hombros muy anchos.
– ¡Alabado sea Apolo, levántate! -exclamó Telamón-. ¡Y sal de una vez!
– ¡Estoy de pie!
El enano apartó las ramas y salió al claro. Sonrió maliciosamente al ver la sorpresa en el rostro de Telamón. No medía más de cinco palmos; era lo que los griegos llamaban un «grotesco». Pequeño, rechoncho, patituerto, la cabeza casi tan grande como el torso, iba vestido con una túnica Verde atada a la cintura con una cuerda. Llevaba unas recias sandalias en los diminutos pies regordetes y sus alhajas consistían en una pulsera de cobre y unos anillos baratos. Telamón lo miró sin disimular la curiosidad.
– ¿Cómo te llamas?
– Hércules.
– Ah, el gran héroe -advirtió Telamón recordando los cuchicheos de Aristandro la noche anterior.
– Hay una cosa que sé hacer muy bien, y es escuchar -observó con voz profunda y en un tono educado.
El enano observó a Telamón de pies a cabeza con una mirada colérica. Un recuerdo destacó en la memoria de Telamón. Se puso en cuclillas y tocó el pecho del hombrecillo con la punta del dedo repetidamente.
– ¡Hércules! Ahora te recuerdo. Tú eres una de las criaturas de Aristandro, ¡eso es! -exclamó Telamón recordando los huertos de Mieza, la academia de Aristóteles para los jóvenes macedonios-. Olimpia vino a visitarnos, tan teatral como siempre, en compañía de Aristandro. Tú caminabas con él, cogido de la mano. Creímos que eras su hijo.
– Lo soy -afirmó el enano adelantando la cabeza en una actitud agresiva-. Te agradecería que no te agacharas cuando hables conmigo.
Telamón murmuró una disculpa y se levantó.
– ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me estabas espiando?
– No te espiaba a ti, sino a los físicos. Espié a Leontes. Así fue como Aristandro mi amo se enteró del oro oculto y también del vino que te envió. Si no hubiese sido por mí, te hubieras pasado todo el día en la letrina.
– Sin embargo, te has quedado.
– Tenía que hacerlo, ¿no? Creí que te marcharías con los demás.
– ¿Cómo te enteraste de que había emponzoñado el vino? -preguntó Telamón-. ¿De que Leontes era un traidor?
– Me escondí debajo de su cama.
– ¡O sea que también puedes entrar y salir de las tiendas!
– Sólo cuando sus ocupantes son descuidados.
– ¿Qué sabes de nuestros amigos físicos?
– Que son unos estúpidos y que están asustados. Perdicles es el tipo que hay que vigilar -precisó esbozando una sonrisa-. ¡Aristandro confía en ti! -exclamó levantando su cabeza con los ojos brillantes.
– ¿Qué pasa con Perdicles? -quiso saber Telamón.
– Dijo algo muy curioso. No cree que el ejército llegue a ponerse en marcha ni que la flota navegue. Estaba consolando a aquel idiota de Corinto. Más le valdría tener la boca cerrada -advirtió volviendo a adoptar una expresión desagradable en su rostro y mirando a Telamón-. Tenía que quedarme entre los arbustos. Creí que te quedarías aquí todo el día.
– Pues no es así -respondió Telamón tendiéndole la mano-. Vuelvo al campamento. Puedes venir conmigo. Tengo que desayunar y, de paso, consultar algunas cosas con mis colegas físicos.
Hércules cogió la mano de Telamón. Salieron del bosquecillo y cruzaron el campo donde ahora se ejercitaban números soldados de caballería. En cuanto entraron en el campamento, el enano apretó por un segundo la mano de Telamón y desapareció entre la muchedumbre.
Cleón estaba ante la entrada de la tienda de Perdicles, muy ocupado con su desayuno de pan y aceitunas. Perdicles se encontraba en el interior, sentado en el suelo. Leía un manuscrito y sus labios se movían como si hablara consigo mismo. Levantó la mirada cuando Telamón entró.
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