Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– Tú has visto al guía -señaló Aristandro-. Un tipo grande y fornido. Se hubiera defendido.

Telamón sacudió la cabeza mientras se levantaba.

– No te engañes. Estaba muy borracho. Imagínatelo aquí, Aristandro, lejos de su casa, en este campo azotado por el viento y en medio de la oscuridad. Alguna vez te habrás emborrachado, ¿no? Lascus vino hasta aquí para hacer sus necesidades, en un estado que apenas si se aguantaba de pie, medio dormido…

Aristandro convino encogiéndose de hombros.

– El asesino de pies ágiles -prosiguió Telamón- se acerca rápida y silenciosamente. Una puñalada certera y Lascus ya no existe. He visto a asesinos hacer lo mismo en el bullicio de los mercados.

El nigromante se rascó la cabeza.

– Sabes, Telamón, correrá la noticia. Si yo fuese uno de esos guías, me olvidaría de las promesas de gloria y oro y desertaría a la primera oportunidad.

– ¿Son muy valiosos? -preguntó Telamón.

– Piensa en nosotros, Telamón, como si estuviésemos perdidos en un inmenso bosque que se extiende en todas las direcciones: senderos, cañones, pantanos, desfiladeros… Estamos en territorio persa y ellos conocen su propia tierra. Pueden trasladar a sus ejércitos y mantenernos despistados. Todo eso antes de que lleguemos al tema de los pozos, ríos y arroyos, cuál es el mejor lugar para vadearlos y cuál no. -Aristandro tosió sonoramente y agitó las manos para apartar la nube de polvo levantada por la caballería-. Tengo otros asuntos que atender -puntualizó señalando con el dedo hacia el bosquecillo-. Quiero interrogar a tus amigos físicos. Ya están enterados de cómo acabó Leontés. ¡Dejemos que eso sea una advertencia!

Aristandro se ajustó la capa, llamó a sus «hermosos chicos» y se alejó. Telamón le observó marcharse rodeado por el coro. Telamón nunca había conseguido entender la estrecha relación personal de Alejandro con Aristandro. No importaba lo que sucediera, Aristandro nunca cambiaba. Telamón se exprimió el cerebro. El nigromante había aparecido en la corte macedonia de la mano de Olimpia. ¿Sabía algo secreto de ella? ¿Era un prolongación del cerebro de la Reina Bruja, que era como un nido de serpientes? La ejecución de Leontés la noche pasada había sido tan sumaria… ¿Olimpia deseaba que su precioso hijo cruzara el Helesponto? ¿Estaba Aristandro involucrado en algún juego sucio? Telamón volvió a agacharse para observar la mancha en la hierba.

– ¿Qué debo hacer? -murmuró.

Estaba atrapado como un actor que espera entre bambalinas. No tenía otra elección que la de interpretar el papel que le habían asignado. Si abandonaba el campamento, Alejandro le perseguiría. Los territorios persas le estaban vedados, lo mismo que Grecia y Macedonia. Exhaló un suspiro y se irguió.

– Te guste o no -musitó para sí mismo-, ésta es tu casa y tienes que realizar tu trabajo.

Encaminó sus pasos hacia el bosquecillo. Los físicos continuaban charlando en voz baja a la sombra de un árbol. Perdicles se había autodesignado como su jefe y portavoz. Telamón hacía tiempo que no veía a un grupo tan asustado. Nikias había enfermado a causa del miedo y la tensión que soportaba, mientras que Cleón se mostraba malhumorado y retraído. Telamón se sentó junto a los físicos.

– ¿Os habéis enterado del fin de Leontés?

– Han traído su cadáver -respondió Perdicles-. Aristandro nos dijo que podíamos incinerarlo con los otros dos cuerpos. Puedes echar un puñado de incienso a la hoguera y brindar por él si quieres -añadió esbozando una sonrisa-. Aristandro afirmó que fue un accidente. Leontés «salió a dar un paseo» y resbaló-. Miró a Telamón con una mirada acusadora-. ¿ Qué pasó en realidad?

– ¿Quieres saber la verdad pura y dura? Lo arrojaron por el acantilado. Lo declararon culpable de espiar para el enemigo.

Cleón soltó un gemido y se dejó caer de espaldas en la hierba con la mirada puesta en las ramas. Nikias se levantó de un salto. Telamón miró fijamente a Perdicles.

Desde la muerte de Leontés la noche anterior, había estado reflexionando sobre lo que sabía. Era el momento, además de su deber, de advertir a este ateniense de rostro astuto del peligroso sendero por el que caminaba.

– Probablemente se lo merecía -declaró Perdicles-. ¿Fue él quien asesinó a aquella muchacha?

– Todo es posible -respondió Telamón encogiéndose de hombros.

Escuchó los gorjeos de los pájaros. De vez en cuando miraba entre los árboles hacia el campamento, donde el ruido era cada vez mayor a medida que el ejército macedonio se preparaba para enfrentarse a otro día de maniobras, recolección de alimentos y reparación y puesta a punto de las armas.

– Tenéis que tener mucho cuidado -añadió Telamón-. Somos físicos, cruzamos las fronteras, vamos a ésta o aquella ciudad… Todos nosotros nos hemos sentado a los pies de los amos persas y aceptado su oro. Todos nosotros debemos responder a la pregunta de por qué estamos aquí.

– ¡Tú sabes la razón! -gritó Cleón sin moverse de donde estaba. Luego se levantó. Se pasó el dorso de la mano por los labios-. Por la misma razón que tú, Telamón -añadió levantándose y pasándose el dorso de la mano por los labios-; somos buenos físicos, pero no tenemos patria ni ningún otro lugar donde ir. Lo mismo es verdad para otros muchos en el ejército de Alejandro. El propio Aristandro no se atreve a permanecer en Macedonia, pues los generales le odian. El campamento está lleno de adivinos, malhechores, mercenarios, escribas, sacerdotes, sirvientes y cocineros, que se ocultan aquí porque no tienen ningún otro lugar que los acoja.

– También hay persas -manifestó Telamón-. Mejor dicho, traidores al servicio de los persas. Hay otros, todavía más peligrosos, que tienen un pie en cada campo. Si Alejandro gana, se desgañitarán en alabanzas y aclamaciones. Si es derrotado, escaparán como el viento, o quizá lo hagan antes si se acaba el dinero.

– ¡Ya se ha acabado! -replicó Perdicles-. Sí, tenemos una tienda y comida, pero ¿cuándo nos van a pagar?

– Si yo tuviese daraicas persas -les advirtió Telamón-, me desprendería de ellos tan pronto como pudiera. Apostaría un óbolo contra un dracma que Aristandro ya ha revisado todas vuestras posesiones.

– ¡Pobre Leontés! -se lamentó Cleón rascándose la mejilla mientras miraba a través del claro-. Tuve que escapar de Corinto -añadió con un tono triste-. Los celos de los demás. Hay dos cosas que este mundo odia como a la peste: a un físico que fracasa y a un físico que triunfa. ¿Cuándo hará Alejandro el próximo sacrificio? -preguntó levantándose-. ¡Espero que el Hades nos eche una mano para poder largarnos de una vez de este condenado lugar! Si tuviese dinero, me iría a Sestos, me emborracharía y después buscaría a la prostituta más gorda! -exclamó Cleón acercándose al cadáver-. ¡Sólo los dioses saben quién lo hizo! ¡Venga, vamos, todavía no he desayunado!

Telamón hubiera pedido a Perdicles que se quedara, pero un fugaz destello de color entre los arbustos a unos pocos pasos a su izquierda había captado su atención. Por un momento, creyó que se trataba de un pájaro; sin embargo, los arbustos volvieron a moverse. Telamón estaba seguro de haber visto una mano muy pequeña, el brillo de un anillo. Los físicos se marcharon. Telamón permaneció sentado en la posición del loto y los vio marcharse. Tenía hambre y notaba un regusto ácido en el fondo del paladar que le hizo lamentar las copas de vino de más que había bebido durante la noche anterior. Comprendió que le vigilaban y que el espía sólo podía marcharse cuando él se fuera. Telamón confiaba en que el observador secreto tuviese tanta hambre como él.

– Puedes quedarte allí un rato más -murmuró y, seguidamente, comenzó a repasar todo lo que había ocurrido desde su llegada al campo macedonio.

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