Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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Catorce meses despu é s…

– Eh, Fergus… ¡venga, chico, vamos!

Una fresca mañana de otoño, Kate fue a hacer footing al parque de Tompkins Square con Fergus, el labradoodle de seis meses que ella y Greg habían adoptado y que, en ese momento, atado a su correa retráctil, perseguía una ardilla a poca distancia.

Los terribles acontecimientos del año anterior parecían muy lejanos.

Ahora se llamaba Kate Herrera, y Greg y ella se habían casado ocho meses atrás en el Ayuntamiento. Vivían en un loft, en el séptimo piso de un edificio de almacenes remodelado, unas cuantas manzanas por encima de la calle Siete, y Greg estaba acabando su último año de residencia.

Kate corría con Fergus casi todas las mañanas antes de ir al trabajo, y también salía temprano a remar otros dos días, los miércoles y los sábados, desde el embarcadero de Peter Jay Sharp en el río Harlem. Seguía trabajando en el laboratorio; en un año tendría el máster, y luego no sabía lo que haría. Greg había pedido trabajo en varios sitios. Todo dependería de dónde acabara ejerciendo. En este último año, habían tenido que distanciarse de muchos de sus viejos amigos.

Kate seguía sin tener idea de dónde estaba su familia. En algún lugar del oeste; eso era todo cuanto sabía. Cada dos semanas le llegaban correos electrónicos y cartas, alguna llamada ocasional a través del programa WITSEC. Em volvía a jugar al squash y empezaba a pensar en la universidad, y a Justin le costaba adaptarse a la nueva escuela y sus nuevos amigos. Quien la preocupaba, no obstante, era su madre. Eso de estar escondida en un lugar nuevo, sin conseguir hacer amigos, la estaba minando. Desde que habían soltado a su padre, Kate se había enterado de que entre él y su madre las cosas estaban bastante tensas.

Kate sólo había visto a su padre en una ocasión, justo antes del juicio. Los del WITSEC lo habían organizado en secreto; no querían que la vieran asistir a las sesiones. Apenas unas semanas antes, habían matado a tiros a uno de los testigos clave, una contable de Argot -una mujer de cuarenta años con dos hijos-, en medio de la Sexta Avenida. En plena hora punta. Todos los periódicos y telediarios se habían hecho eco de la noticia, que había causado una nueva oleada de temor. Ella y Greg bromeaban diciendo que por eso habían comprado el perro. Pero no tenía ninguna gracia, desde luego. Daba un miedo de cojones.

Y, de todos modos, de lo único que Fergus sería capaz si alguien intentaba algo era de matarlo a lametones.

– ¡Venga, compañero!

Kate tiró de Fergus mientras se dirigía hacia un banco. Un mimo callejero actuaba en el sendero, haciendo su número habitual. Allí siempre había algo que ver.

Al final, Concerga, el tipo colombiano de Paz al que todos buscaban, había abandonado el país antes del juicio. Al otro, Trujillo, lo habían soltado porque, sin el testigo principal, el gobierno no podía seguir acusándolo. Habían condenado a Harold Kornreich, el amigo de su padre. Así era como su familia se había desmoronado: su padre en la cárcel, y su compañero de golf… en la prisión federal, cumpliendo veinte años.

Kate miró la hora. Ya eran las ocho pasadas; A las nueve y media tenía que estar en el laboratorio; debía ponerse en marcha.

Contempló un minuto más al artista, mientras partía un pedazo de barrita energética para aumentar su nivel de azúcar. Fergus también parecía divertido.

– Es bueno, ¿eh?

La voz, que provenía de un banco de enfrente, sobresaltó a Kate. Era un hombre con la barba cuidada y canosa, vestido con una arrugada chaqueta de pana y una gorra de golf plana. Tenía un periódico en el regazo. Kate lo había visto en el parque unas cuantas veces.

– No sé si conozco esta raza.

Sonrió y señaló a Fergus. Cuando se inclinó y le hizo señas para que se acercara, el perro, que era más manso que un corderito, lo complació alegremente.

– Es un labradoodle -respondió Kate-. Un cruce de labrador golden y caniche.

El hombre tomó entre sus manos la cara de Fergus.

– Todas estas novedades… Otra cosa de la que no sabía absolutamente nada, ¡y yo que creía que sólo era internet! -dijo sonriendo.

Kate también sonrió. Le pareció notar algún tipo de acento. En cualquier caso, daba la impresión de que Fergus estaba disfrutando con la atención que le dispensaban.

– La he visto por aquí alguna que otra vez -dijo él-. Me llamo Baretto. Chaim, ahora que somos viejos amigos.

– Yo soy Kate -respondió ella. Los del WITSEC le habían dicho que fuera siempre con cuidado y nunca revelara su apellido. Pero este tipo… Se sentía algo tonta manteniendo las distancias. Era inofensivo-. A Fergus creo que ya lo conoce.

– Encantado de conocerte, Kate. -El hombre se inclinó educadamente y tomó la pata de Fergus-. Y a ti también, amiguito.

Por un instante volvieron a contemplar al mimo, y entonces él le dijo algo que la pilló del todo desprevenida.

– Es usted diabética, señorita Kate, ¿verdad?

Kate lo miró y se sorprendió agarrando la correa de Fergus con más fuerza. Se estremeció de la cabeza a los pies.

– No se asuste, por favor. -El hombre trató de sonreír-. No pretendía ser atrevido. Es que la he visto de vez en cuando y me he fijado en que se mide el azúcar después de correr y a veces come un pedazo de algo dulce. No pretendía atemorizarla. Mi mujer era diabética, eso es todo.

Kate se tranquilizó y sintió algo de vergüenza. Le reventaba tener que reaccionar de ese modo, mostrarse tan cautelosa con la gente que no conocía. Aquel tipo le estaba tendiendo la mano y ya está, nada más. Y, sólo por esta vez, resultaba agradable abrirse a alguien.

– ¿Cómo está? -preguntó Kate-. Su mujer…

– Gracias -respondió el hombre cariñosamente-, pero hace mucho que falleció.

– Lo siento -dijo Kate mirando sus ojos brillantes.

El artista callejero acabó su actuación. Todo el mundo le dedicó un aplauso. Kate se levantó y miró el reloj.

– Tengo que irme, señor Baretto. Tal vez nos volvamos a encontrar.

– Eso espero.

El anciano se quitó la gorra. Entonces, por segunda vez, dijo algo que le hizo un nudo en las entrañas.

– Y buenos d í as [5] también a ti, Fergus.

Kate se esforzó por sonreír, mientras empezaba a retroceder con el corazón latiéndole cada vez más deprisa. Siempre tenía presente la voz de Cavetti: «Si alguna vez algo te parece sospechoso, Kate, te vas y punto».

Tomó a Fergus de la correa.

– Vamos, grandullón, hay que ir a casa.

Kate se dirigió a la entrada del parque, diciéndose a sí misma que no debía mirar atrás. Sin embargo, al acercarse a la puerta de la Avenida C, echó un vistazo a su alrededor.

El hombre se había puesto las gafas y volvía a leer el periódico.

«No puedes ir por la vida poniéndote nerviosa con todo el mundo -se regañó a sí misma-. ¡Ese hombre es más viejo que tu padre, Kate!»

20

Kate le dio vueltas al episodio del parque durante un par de días. Le daba vergüenza, hasta la ponía un poco de mal humor. No se lo dijo a Greg.

Sin embargo, al cabo de dos días, lo que empezó a asustarla fue el pestillo de la puerta de su piso.

Volvía del trabajo a toda prisa, cargada con la compra, y oyó sonar el teléfono y a Fergus ladrar dentro. Greg estaba en el hospital. Kate metió la llave en la cerradura y la giró, sosteniendo la compra contra la puerta con la rodilla.

La puerta no se abrió. El pestillo estaba cerrado.

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