Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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– Exacto.

– Dadas las circunstancias, parece que tampoco hay ningún motivo para comer juntas alguna vez.

– Seguramente no.

Dio un suspiro.

– Bueno. Si alguna vez piensas que puedo serte útil, llámame -dijo.

– Gracias. No se me ocurre en qué podrías serme útil, pero lo recordaré.

Colgué el auricular. Tenía la espalda húmeda a causa de la tensión. Di un grito y me sacudí de arriba abajo. Salí corriendo, preocupada por la posibilidad de que Tasha volviera a llamar. Fui al supermercado, donde compré lo básico: leche, pan y papel higiénico. Pasé por el banco, donde ingresé un cheque, retiré cincuenta dólares en efectivo, llené el depósito del VW y volví a casa. Estaba poniendo artículos en su sitio cuando sonó el teléfono. Descolgué con temor. La voz que me saludó era la de Bucky.

– Hola, ¿Kinsey? Soy Bucky. Será mejor que vengas. Han forzado el piso del abuelo y puede que te interese echar un vistazo.

Capítulo 3

Llamé a la puerta de Bucky por segunda vez aquel día. El sol de primera hora de la tarde comenzaba a cocer la hierba y el aroma de la vegetación seca impregnaba el aire de noviembre. A mi derecha, por una puerta rematada en arco que daba a un corto porche, vi el borde escamado del antiguo tejado de tejas rojas. Estas tejas se construían antes en Santa Teresa de modo totalmente manual, curvando la arcilla en el muslo del artesano. Las tejas actuales ya no tienen forma de C, sino de S, y se hacen con máquina, y construir tejados con tejas antiguas cuesta un ojo de la cara. El que miraba costaría seguramente entre diez y quince de los grandes. Lo lógico era que los intrusos lo hubieran intentado con la casa, no con el piso del viejo, que tenía el linóleo agrietado.

Fue Babe quien abrió la puerta. Se había cambiado de ropa y tras quitarse la camiseta negra y los pantalones de ciclista, se había puesto un vestido suelto de algodón. Tenía los ojos grandísimos, del color del chocolate con leche, y las mejillas moteadas de pecas. El peso que le sobraba lo llevaba repartido con homogeneidad, como si se hubiese embutido en un traje de hombre rana.

– Hola. Soy Kinsey. Bucky me ha llamado para decirme que viniera.

– Ah, sí. Encantada de conocerte. Perdona si no te saludé antes.

– Supuse que acabaríamos conociéndonos. ¿Está Bucky en la parte trasera?

Agachó la cabeza y dejó de mirarme a los ojos.

– Está detrás con su padre. Chester no hace más que chillar desde que volvimos. Es un payaso -murmuró-. Siempre está dando gritos. No lo soporto. Nosotros no hemos tenido la culpa, ¿por qué nos grita entonces?

– ¿Habéis avisado a la policía?

– Aja. Están en camino. Espero -añadió con desdén.

Puede que, en el curso de sus experiencias, la policía no apareciera cuando se esperaba. Hablaba con una voz suave y envuelta en aliento. Tenía tendencia a murmurar y hablaba sin mover los labios. Tal vez quisiera dedicarse a la ventriloquia y estuviera haciendo prácticas. Retrocedió para dejarme entrar y la seguí por el pasillo, como había hecho antes con Bucky. Sus zapatillas de suela de goma hacían ruidos de succión al separarse del piso de madera.

– Veo que acabáis de llegar -dije. Me di cuenta de que hablaba con su nuca, aunque no me pasaron inadvertidos la gordura y temblequeteos de sus pantorrillas. La inscribí mentalmente en un plan de adelgazamiento, un tratamiento en profundidad y contundente.

– Sí. Hace un rato. Fuimos a Colgate, a ver a mi madre. Chester llegó antes que nosotros. Había ido a comprar una lámpara de techo que quería instalar. Al subir vio trozos de vidrio en los peldaños y comprobó que habían roto la ventana. Han puesto el piso patas arriba.

– ¿Se llevaron algo?

– Eso es lo que queremos averiguar. Chester le dijo a Bucky que no habría tenido que dejarte sola.

– ¿A mí? Valiente tontería. ¿Por qué iba yo a poner el piso patas arriba? No es mi estilo.

– Es lo que dijo Bucky, pero Chester nunca le hace caso. Cuando llegamos, estaba en plena furia. Estoy deseando que se vuelva a Ohio. Soy un manojo de nervios. Mi padre no me ha gritado en su vida y no estoy acostumbrada. Mi madre le habría partido el cráneo si le hubiera hablado de ese modo. Ya le he dicho a Bucky que hable con su padre para que deje de decir blasfemias delante de mí. No me gusta su comportamiento.

– ¿Y por qué no se lo dices tú directamente?

– Lo he hecho más de una vez, pero no ha servido de nada. Se ha casado cuatro veces y apuesto a que adivino por qué sus mujeres se divorciaron de él. Las novias que tiene últimamente son veinteañeras, y en cuanto les compra un montón de vestidos, incluso ellas acaban asqueadas.

Subimos ruidosamente la escalera del piso del garaje, cuya puerta estaba abierta de par en par. En la estrecha ventana adyacente faltaba una gigantesca estrella de vidrio. El método para entrar en aquella vivienda no tenía complicaciones. Sólo había una puerta y las otras ventanas estaban a seis metros del suelo. Pocos cacos se arriesgarían a apoyar una escalera de mano en la pared en pleno día. Era evidente que el intruso se había limitado a subir por la escalera, a romper el vidrio de un puñetazo, meter la mano por el agujero y tirar del pestillo por dentro. No había hecho falta una palanqueta ni herramientas de otra clase.

Chester tuvo que oírnos, porque salió al descansillo en aquel momento, sin mirar apenas a Babe, que retrocedió hasta la barandilla de madera, tratando de hacerse invisible. El suegro, por lo visto, la había desechado como chivo expiatorio; por el momento, vamos.

No costaba comprender de dónde había salido la pinta que tenía Bucky. Chester era corpulento y de carnes blandas, con un pelo rubio y ondulado que casi le llegaba a los hombros. ¿Se lo había teñido? Me esforcé por no mirar, pero habría jurado que aquel tono de pelo lo había visto en un anuncio de Clairol. Tenía ojos azules y pequeños, pestañas rubias y patillas que ya encanecían. Tenía la cara grande y la piel de color rojizo. Llevaba la camisa por fuera, sin duda para disimular los quince kilos que le sobraban. Tenía todo el aspecto de haber tocado de joven en un conjunto de rock, y de haber compuesto sus propias e insufribles canciones de aficionado. El pendiente me llamó la atención: una cruz de oro colgando de una cadenita. También me pareció ver un símbolo religioso en la cadena de oro que se perdía bajo el cuello de pico de su camiseta. Tenía el vello pectoral de color gris. Mirarle era como ver el preestreno de las futuras proezas de Bucky.

A veces voy al grano. Le tendí la diestra.

– Soy Kinsey Millhone, señor Lee. Comprendo su consternación.

Me estrechó la mano con indiferencia expeditiva.

– Déjate de memeces y llámame Chester. También yo te llamaré por tu nombre de pila cuando me meta contigo. Porque estoy muy cabreado. No sé para qué te querría Bucky, pero estoy convencido de que no era para esto.

Me mordí la lengua y miré el paisaje que había a sus espaldas. El lugar estaba hecho un desastre, las cajas boca abajo, los libros por todas partes, el colchón levantado, las sábanas y las almohadas en el suelo. La mitad de las prendas de Johnny las habían sacado del armario y puesto en un montón. Distinguía la cocina desde donde estaba y vi portezuelas abiertas, cazos y cacerolas tirados por el suelo. Aunque el caos era total, no parecía haberse roto ni estropeado nada. No había indicios de que se hubieran asaltado las frazadas cuchillo en mano. No había pintadas, ni comida desparramada, ni cañerías arrancadas de las paredes. Los vándalos acostumbran a decorar las paredes con pintura fecal, pero allí no había nada de esto. Parecía más el resultado de los registros que los policías de las grandes ciudades hacen a veces cuando buscan drogas. Pero ¿con qué objeto? Por si las moscas, pensé en la posibilidad de que me hubieran utilizado, de que me hubieran convocado como testigo de un delito fingido para que Bucky y su padre pudieran decir que se habían llevado algo de valor.

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