Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Algo me detiene.

– No hay muchos DeWitt en Londres -le digo.

– La familia de mi marido era francesa. Se mudó a Inglaterra durante la Revolución. ¿ Qué es lo que querías saber sobre Charles?

Le confieso que llamé al azar al único DeWitt que encontré en la guía telefónica de Londres.

– Me entró mucha curiosidad, claro -dice ella-. Me he preguntado tanto quién serías y qué querrías. Tendrás que perdonarme, pero es que Charles lleva tantos años muerto ya… ¿En qué puedo ayudarte?

Son las ocho y media. Dentro de hora y media vendrán a buscarme.

***

Jocelyn DeWitt es una mujer con pinta de cisne, cuello largo, movimientos gráciles y una entonación soñolienta con resonancia a cristal, a la caza del zorro y a largas sobremesas a la fresca sombra del pabellón del jardín. La mirada encierra una seguridad en sí misma divertida y relajada . Todo en ella indica que nunca ha tenido que levantarse de madrugada para echarle carbón a la estufa. Por eso resulta aún más sorprendente cuando se cuelan jugosas y fuertes expresiones en su refinado lenguaje y explotan como una granada en sus labios.

Dirige a su ama de llaves, regordeta y negra, con rápidos movimientos de los dedos. Deben de haber desarrollado un lenguaje codificado. Tal y como hacen los señores y los sirvientes cuando llevan tanto tiempo juntos que se han convertido en un solo organismo. El ama de llaves sabe cuándo los movimientos y los chasquidos significan «Lárgate de aquí y cierra la puerta cuando salgas» o «Trae el licor de plátano» o «¿Por qué no le ofreces un cigarro al noruego?».

Nunca he estado aquí antes. Ni siquiera es el mismo barrio en el que estuve cuando fui a casa de Charles DeWitt. O de su fantasma.

Entramos en un salón cargado de arañas de cristal, ventanas con arcos, gobelinos y gruesas alfombras, muebles barrocos, una chimenea sobredimensionada y, sorprendentemente, incluso una estufa de azulejos en el rincón.

Me coge de la mano y me lleva hasta la chimenea con elefantiasis.

– ¡Aquí está! -dice-. Mí querido Charles y los demás. La sacaron en mil novecientos setenta y tres.

Ha colgado una ampliación de una fotografía porosa y enmarcada en el lugar de honor sobre la chimenea. Está descolorida. Los hombres llevan el pelo largo, las camisetas tienen dibujos psicodélicos. Te invade la certeza de que las personas te están mirando fijamente desde el instante que ha sido atrapado en el tiempo.

Están reunidos en una piña junto a un hoyo de unas excavaciones. Unos se apoyan sobre las palas. Otros se han atado un pañuelo a la cabeza para protegerse del sol.

En el extremo de la derecha, detrás de Grethe, está papá.

Grethe está extraña. Joven y espléndida. Juguetona. Le brillan los ojos. Se coge la tripa con las manos.

Sobre un montón de residuos, de manera que se eleva por encima de todos los demás, reina Charles DeWitt con los brazos en cruz. Parece un tratante de esclavos, propietario de todo el puto grupo. Así que era él. El anciano no me engañó. Sólo ha engañado a su mujer.

No sé qué secreto estará escondiendo. O por qué simuló estar muerto. O cómo ha conseguido vivir oculto todos estos años sin que lo descubran. En medio de Londres.

Pienso: «Soy demasiado cobarde para decirle la verdad.»

¿Puede haberse cansado de ella? ¿Haberse ido con otra mujer? ¿O es que conoció a un monaguillo irresistible? ¿Quizá descubriera algo en Oxford, junto con papá y Llyleworth, algo que lo hizo dejar de existir?

La señora DeWitt me conduce a un salón estilo Luis XVI, donde nos sentamos. Con las piernas en cruz. Como el genio de una lámpara , aparece el ama de llaves con una botella de cristal.

– ¿Un poco de licor de plátano? -me ofrece la señora DeWitt.

Asiento cortés con la cabeza. La mujer ha adiestrado al ama de llaves para que no mire a nadie a los ojos, así que sirve las dos copitas sin encontrarse con mi mirada. El licor me llena de almíbar la cavidad de la boca.

– ¡Jodidamente delicioso! -dice la señora DeWitt. No creo que sea el primero que se toma hoy-. ¿ Qué es lo que querías saber? -pregunta, y se inclina con confianza hacia mí.

– Como ya he dicho, soy arqueólogo…

– Pero ¿por qué preguntaste por Charles?

– He encontrado algo que requiere ciertas averiguaciones. Y en ese contexto surgió el nombre de tu… difunto marido.

El licor de plátano es como un sirope en la boca. Me quedo saboreándolo.

– ¿De qué modo?

Me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo explicarle nada. Y aún menos que su marido está vivito y coleando. Intento eludir su curiosidad.

– Has mencionado algo de que la familia DeWitt huyó de Francia durante la Revolución.

– Charles estaba muy orgulloso de sus antepasados. Se libraron de la guillotina por los pelos. ¡Una familia de advenedizos aristocráticos, si me lo preguntas! Pero cuidaron las relaciones con la nobleza, sobre todo las mujeres. ¡Prostitutas de clase alta! Luego saltaron el Canal. El bisabuelo de Charles fundó una asesoría jurídica: Burrows, Pratt & DeWitt Ltd. El abuelo y el padre se hicieron cargo de ella sucesivamente. Se esperaba que Charles ocupara el puesto de su padre. Charles tenía… estudios, ¿sabes? Empezó a estudiar Derecho. Luego, de pronto, se lanzó a la arqueología. Fue el profesor quien, por decirlo así, lo convirtió. Para la familia de Charles fue pura rebeldía. ¡Una puta revolución! El padre se negó a hablar con él durante años. Hasta que Charles fue nombrado catedrático, el padre no retomó el contacto. Lo hizo para felicitarlo. Pero nunca lo perdonó.

– ¿Y tu marido murió en…?

– Mil novecientos setenta y ocho.

La respuesta me deja helado. Veo ante mí un saliente en la montaña. Una cuerda. Un bulto sobre la pedregosa ladera.

Ella no percibe la conmoción que me desgarra.

– Pero dime, joven, ¿qué es lo que quieres saber?

– ¿Qué sabes de las circunstancias de la muerte de tu marido? -tartamudeo.

– Estaban buscando una especie de tesoro. ¡Los locos! Lo mantenía todo en secreto. Y eso que normalmente me contaba más de lo que quería saber sobre su trabajo. Ay, me aburría como una ostra con sus historias. ¡Chorradas académicas! Pero esa vez sólo me explicó que estaban buscando un cofre. ¡Un puto cofre santo prehistórico!

«Ay, Dios…»

– ¿Lo encontraron?

– ¿A quién coño le importa? Cuando Charles murió, me fui a casa de mi hermana en Yorkshire. Viví con ella cerca de un año. Para… recuperarme del golpe. ¿Has perdido alguna vez a alguien cercano?

– A mi padre.

– Entonces sabes de lo que estoy hablando. Se necesita tiempo. Silencio. Tiempo y silencio para recordar. Reflexionar. Elaborar la pena. Quizás intentar contactar a través de un médium. Ya sabes. Dime, ¿dejó Charles papeles que te han impulsado a venir?

– Sólo una tarjeta de visita. ¿Cómo murió?

– De una infección. Se hizo un rasguño en el brazo izquierdo. Una ridiculez, en realidad.

– ¿Que le quitó la vida?

– La herida se le infectó. En cualquier otro sitio habría sido algo bastante inofensivo.

– ¿Dónde estaba?

– ¡Lejos de la civilización! Antes de que consiguieran llevarlo a un hospital, se le había , gangrenado la herida.

– ¿Dónde?

– ¡En el brazo! ¡Te lo estoy diciendo! ¡Se lo amputaron! ¡Todo el brazo! Pero esos descerebrados babuinos… perdona mi lenguaje, no estaban acostumbrados a tratar casos complicados. Murió dos días después de la amputación.

– Pero ¿dónde?

– ¡En la puta jungla!

Me quedo callado unos segundos antes de preguntar:

– ¿La jungla?

– Eso he dicho, ¿no?

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