Tim Krabbé - La Desaparición

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Publicado en dieciséis países además de Holanda, Tim Krabbé se convirtió en autor de culto a raíz de la versión cinematográfica de esta novela. Relato breve y estremecedor sobre el poder devastador con que la fatalidad irrumpe en la vida cotidiana, La desaparición es también una brillante y aterradora exposición de la lógica criminal, narrada con una prosa tensa y descarnada.
Crispados por el tedio y la fatiga de su largo viaje en coche hacia el Mediterráneo, Rex y Saskia se detienen en una gasolinera para repostar. Mientras Rex llena el depósito, Saskia entra en la tienda para comprar unos refrescos. Pero nunca regresa. Como si un agujero negro se la hubiera tragado, Saskia desaparece sin dejar rastro: todos la han visto, pero nadie sabe nada. Ocho años más tarde, pese a que ha conseguido rehacer su vida, Rex no logra olvidar. Infinidad de pequeños detalles le recuerdan lo ocurrido, como si de mensajes cifrados se tratara. Las pesadillas lo atormentan y, en el fondo de su alma, intuye que sería capaz de dar su vida a cambio de saber qué le ocurrió a Saskia. Por fin, la oportunidad se materializa en la persona de Raymond, un respetable profesor de química de un instituto francés que lleva a cabo un macabro experimento consistente en averiguar hasta qué punto maquinar un acto de maldad absoluta implica necesariamente ejecutarlo.

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– Vamos, aguanta -dijo Lieneke y apretó el puño.

– Tal vez me case con ella -dijo Rex a Saskia, que los miraba arrodillada desde la banda con el bolso de paja a su lado, sobre la arena.

Pero el juego parecía dirigido por alguna fuerza diabólica que mantuviese a ambos equipos equilibrados. Se pusieron 15-15, luego 16-16. Como estrellas gemelas, los dos equipos iban escalando alternativamente un punto en el marcador. El hombre calvo tuvo la oportunidad de zanjar el partido con un golpe fácil, pero le dio con la madera. Luego, un golpe ganador de Rex salió fuera; y con un punto de partido en contra, erró el cálculo y se quedó corto, pero gracias a un revés desesperado de Lieneke sobrevivieron.

«Lo haré», pensó Rex.

18-18, 19-19, 22-22. Era ridículo, pero parecía que no había nada que hacer.

El Francia-Holanda duraba ya tres cuartos de hora. La sombra de la roca alcanzaba la pequeña pista y empezaba a reptarles por los tobillos. Agotados, los jugadores avanzaban a trompicones por la arena, con los cuerpos relucientes de sudor; nadie estaba en situación de golpear el volante en condiciones. Después de fallar un resto, el calvo tropezó v aterrizó debajo de la cuerda, a los pies de Rex, revelando, a distancia olfatoria, su cráneo descamado, lleno de gotitas de sudor.

– ¡Uf! -exclamó.

25-25, ¿se habría producido antes un resultado como aquél? Era como si el azar les estuviese tomando el pelo, como si no importase lo que ellos hiciesen, y pese a que Rex era consciente de que en aquel partido se decidía su destino, le costó un gran esfuerzo reprimir una carcajada histérica.

La situación de equilibrio les parecía tan inamovible que nadie pudo creerlo cuando, después de que el calvo fallara un globo de Lieneke tremendamente fácil, el partido acabó: 15-10,13-15,30-28 para Holanda. Todos permanecieron estupefactos, mirando el volante, que había quedado en una esquina sobre un montoncito de arena, como un módulo lunar en una exposición.

– ¡Sí!… -gritó Lieneke.

Un cuarto de hora más tarde, todos estaban tomando unas copas de vino junto a la tienda de los franceses. Resultó que eran músicos, miembros de un grupo de punk-rock de Lille llamado Far Out. El alto era el guitarrista y cantante, y la chica era su novia. El calvo tocaba la batería.

Les regalaron un póster y una cinta suya. No habría posibilidades de revancha ni de confraternización: se les habían terminado las vacaciones. Al día siguiente emprendían el largo viaje hacia el norte y tres días más tarde los esperaban en los escenarios.

Mientras Rex se reclinaba hacia atrás y estudiaba las nubes que pasaban por encima del muelle, Lieneke le contaba a la dueña su victoria. Ninguno de los restaurantes de Marina di Camerota tenía una carta propiamente dicha; tanto los dueños como los clientes dependían de la pesca del día. Pero no importaba. A la mesa siempre llegaban platos exquisitos con pescados de nombres intraducibles que sólo se encuentran en las aguas del golfo de Pohcastro. La conversación no era tan fluida como otras veces, y los silencios aún menos. Cuando llegó el momento de hablar acerca de lo que el destino había decidido, Rex se sintió cohibido como un escolar. Allí estaba la adorable Lieneke, clavando de nuevo el tenedor en el pescado, ignorante de lo que él tenía que proponerle. Aquello era cruel, y debía ponerle remedio cuanto antes. Una barca de pescadores rezagada entró en el puerto. ¿Y por qué daba por supuesto que ella lo querría a él?

– Me lo he pasado muy bien jugando el partido -dijo Lieneke-. Y me alegro de haber ganado. -Permaneció un buen rato en silencio y después le dirigió a Rex una mirada triste e insegura-. No sé cómo explicarlo, pero ha habido un momento en el que he tenido el presentimiento de que el resultado del partido tendría un significado especial. -Entornó los ojos hacia el plato de pescado.

– Espera un momento -repuso Rex-. Ahora siento vergüenza por no habértelo dicho antes, pero yo quería decirte exactamente lo mismo. ¿Por qué los hombres somos más cobardes que las mujeres para estas cosas? -La miró a los ojos. En la frente de Lieneke se veía el remolino que ningún peluquero había conseguido dominar y que siempre aparecía en todos y cada uno de sus álbumes de fotografías. «Un mayordomo eternamente joven», asiera como la había descrito Rex en una ocasión, y así era como la veía en aquellos momentos-. Estoy lo bastante loco para casarme contigo -le dijo-. No sé si tú también estarás lo bastante loca para ello… -¿Sonaba lógico?

Lieneke miró hacia el puerto.

– Yo fui engendrada en este lugar, ¿lo sabías?

– ¿En serio?

– Sí…, yo también me casaría contigo.

– ¿De veras?

– Sí.

A los dos se les escapó una risita nasal y guardaron silencio. Siguieron comiendo. En Marina di Camerota no había cuchillos de pescado. De la radio de la cocina llegaba la melodía del éxito del verano, oportuno, como todas las canciones italianas, e idóneo para dejar claro a cualquiera que no estaba por encima del sentimentalismo más simple.

– Estas cosas lo dejan a uno sin palabras… -comentó Lieneke.

– Sí.

Lieneke estiró la mano y él la estrechó en la suya. Se miraron y se sonrieron.

– ¿Sabes lo que estaba pensando en el café mientras tú jugabas? En quiénes me gustaría que fuesen los testigos. ¿Qué te parece si nos casamos en febrero?

– Muy bien -dijo Rex-. Estoy teniendo una erección. No, no es nada sexual, nada que ver con eso. Es la misma erección que tuve cuando me fumé mi primer cigarrillo con un amigo en nuestra cabaña. Una erección de pura excitación, de estar haciendo algo emocionante, y es emocionante porque es algo nuevo, pero también porque estoy infringiendo leyes que aún siguen vigentes. Ya sabes a qué me refiero, como también sabes que ha llegado el momento de hablar de ello.

– Saskia.

– Sí.

– ¿Piensas a menudo en ella? -Tragó saliva.

– Todos los días, en algún momento.

Callaron. El tenedor de Lieneke chirrió contra el plato.

– ¿Habíais hablado alguna vez de casaros?

– Sí, pero, humm… sólo en broma. Era demasiado joven.

– ¡Pero sí era un año mayor que yo!

– Tú eres una persona distinta. Yo soy una persona distinta. Por supuesto que nos habríamos casado. Y seguramente haría tiempo ya que nos habríamos divorciado. O quizá no. Pero no se trata de eso.

– Ya lo sé. ¿Sabes una cosa? Nunca me he atrevido a preguntarte por Saskia.

Les retiraron los platos, tomaron vino y fumaron, y, a cada nuevo cigarrillo, Lieneke rebasaba la media de uno al día que se había propuesto. La dueña no se sentó a hacer su acostumbrada charla de sobremesa.

– Y no me he atrevido porque sólo se me ocurrían preguntas estúpidas. No sé lo que esa historia supuso para ti.

– No me importa que me hagas preguntas estúpidas.

Ella permaneció en silencio unos instantes, como si estuviese cogiendo carrerilla antes de saltar a ese nuevo territorio.

– ¿Tienes alguna foto de ella?

– Esa no es una pregunta estúpida. Sí. ¿Quieres saber si la miro de vez en cuando? No.

– ¿Dónde la tienes?

– En la cartera. Escondida en algún sitio.

– ¿Qué tipo de persona era?

– Muy suya. No era una persona fácil. Guapa y sexy. Le encantaba pasar la aspiradora porque le gustaba el ruido del cable cuando lo enrollaba. De ese tipo, ya sabes. Pero el amor se revela más fácilmente en el dolor, y ella jamás me dio la oportunidad de no quererla; era algo que a veces me resultaba insolente por su parte.

– ¿Sabes lo que hice en una ocasión? Fui a la agencia general de prensa y pedí que me dejaran ver su dossier.

– ¿De verdad? -Rex le cogió una mano entre las suyas-. Cariño, podías haberme pedido el mío.

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