Tim Krabbé - La Desaparición

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Publicado en dieciséis países además de Holanda, Tim Krabbé se convirtió en autor de culto a raíz de la versión cinematográfica de esta novela. Relato breve y estremecedor sobre el poder devastador con que la fatalidad irrumpe en la vida cotidiana, La desaparición es también una brillante y aterradora exposición de la lógica criminal, narrada con una prosa tensa y descarnada.
Crispados por el tedio y la fatiga de su largo viaje en coche hacia el Mediterráneo, Rex y Saskia se detienen en una gasolinera para repostar. Mientras Rex llena el depósito, Saskia entra en la tienda para comprar unos refrescos. Pero nunca regresa. Como si un agujero negro se la hubiera tragado, Saskia desaparece sin dejar rastro: todos la han visto, pero nadie sabe nada. Ocho años más tarde, pese a que ha conseguido rehacer su vida, Rex no logra olvidar. Infinidad de pequeños detalles le recuerdan lo ocurrido, como si de mensajes cifrados se tratara. Las pesadillas lo atormentan y, en el fondo de su alma, intuye que sería capaz de dar su vida a cambio de saber qué le ocurrió a Saskia. Por fin, la oportunidad se materializa en la persona de Raymond, un respetable profesor de química de un instituto francés que lleva a cabo un macabro experimento consistente en averiguar hasta qué punto maquinar un acto de maldad absoluta implica necesariamente ejecutarlo.

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– Eres un buen chico -murmuró, pero había una cosa segura: en Marina di Camerota, el holandés Rex Hofman era el mejor exterminador de monstruos del espacio.

El tercer dragón eran los franceses. Todavía no se había enfrentado a ellos, y lo estaba deseando, pero albergaba ciertas dudas de si la confrontación llegaría a producirse.

– ¿Te apetece que juguemos otra partida de palabras? -le gritó Lieneke.

Entre los dos empujaron el bote al agua. Lieneke encendió el motor y tomó el timón. Rex se tumbó frente a ella, con las piernas y los brazos estirados, mirando a través de las pestañas al cielo y al rostro pequeño de ella, que siempre tenía una ligera expresión de asombro.

«¿Qué sucederá con Lieneke? ¿Nos pelearemos para averiguar de una vez por todas si existe algún lazo que valga la pena romper? ¿Debo esperar a que sea ella quien decida dejarlo? ¿Debo estudiar su afecto, como un biólogo que intenta descifrar el lenguaje de las gaviotas?»

El bote comenzó a balancearse con fuerza. Habían salido de la pequeña ensenada para adentrarse en el mar de verdad. Lieneke había vuelto a ponerse su biquini negro y se había anudado una camisa de color azul por encima… El paraíso era pudoroso.

Como todas las tardes, los franceses ya estaban en la playa cuando Rex y Lieneke llegaron. Allí la arena era menos fina y por el suelo se veía alguna que otra lata de Coca-Cola abollada; desde el camping, que quedaba justo detrás de una hilera de cactus, llegaba un débil murmullo de melodías italianas; pero todo aquello no restaba encanto al lugar.

Saludaron a sus compañeros de playa y extendieron las toallas en la arena, a unos veinte metros de ellos. Aquellos franceses, tres en total, pertenecían a los mismos dos grupos minoritarios que Rex y Lieneke: no tenían hijos y eran extranjeros. Formaban un trío extraño, difícil de encasillar: dos hombres que debían de rondar la treintena y una muchacha china o vietnamita. Tanto podían ser traficantes de droga como jóvenes abogados progresistas o miembros de un grupo pop.

Uno de los hombres era alto y delgado; el resto de sus características quedaba sepultado por lo llamativo de las dos primeras. La muchacha asiática era bajita y de formas infantiles. Era la única mujer en toda la playa que a veces se quitaba la parte superior del biquini, pero su desnudez era tan natural que habría sido impúdico escandalizarse por ella. Lo mismo podía tener dieciséis años que treinta, y resultaba difícil aventurar con cuál de los dos hombres estaba.

El otro individuo era gordo y completamente calvo. Llevaba gafas, y sus labios prominentes y blanquecinos hacían que pareciera mongólico.

– Lo de la cabeza pelada no es más que un truco para que la gente crea que es eso lo que lo afea -aseguró Lieneke.

Llevaba un bañador enorme de un color amarillo que rayaba en lo obsceno, y cuando los otros dos iban a bañarse, él los seguía perezosamente, aunque no exento de elegancia. Luego se sentaba en el rompeolas, dejando que el agua lo mojara, como un fofo príncipe birmano en su trono. No sabía nadar.

Aquellos saludos, palabras musitadas y gestos con la mano llevaban repitiéndose ya dos semanas, y poco a poco Rex empezó a lamentar no haber contactado antes con ellos. El hecho de que ninguno de ellos fuese de los que organizan barbacoas e intercambian direcciones de buenas a primeras era algo que a esas alturas ya les había quedado claro a todos, para satisfacción de ambas partes, o al menos eso le pareció a Rex. Pero un poco de compañía nueva no les vendría mal.

La confrontación, si es que alguna vez llegaba a producirse, tendría lugar detrás de la playa. Allí habían improvisado una pista de juego; habían arrancado los cardos y clavado dos estacas, entre las que habían tensado una cuerda que hacía las veces de red; unas cuantas piedras marcaban los límites del campo de juego. Rex siempre llevaba a la playa raquetas de bádminton, pero entre los juegos de palabras, la lectura y la pereza sólo habían jugado un cuarto de hora en una ocasión.

Los franceses, por el contrario, se dejaban ver por la pista todos los días, y a la caída de la tarde, cuando la sombra de la gran roca empujaba a los bañistas de regreso al camping, ellos se ponían a jugar.

Con la barbilla apoyada en los puños, Rex los miraba a distancia.

No eran muy buenos, pero se lo tomaban en serio. Contaban los tantos, y cuando no estaban seguros de si la pelota había pasado por encima o por debajo de la red miraban a la chica, que actuaba de arbitro silencioso, y ellos acataban su decisión. El calvo era lento pero incisivo y, por lo que Rex pudo ver, el alto y él no se llevaban mucha diferencia.

«Creo que podríamos ganarles», pensaba Rex cada vez que los veía.

¿Por qué no se armaba de valor y les preguntaba si podían jugar?

Las libretas estaban listas para la revancha del juego de palabras. Abrieron dos cervezas, y los franceses se dirigieron a la pista. Sin embargo, esa vez dejaron las raquetas en la arena, se agacharon y empezaron a lanzar piedras fuera de los límites del campo. De pronto a Rex se le ocurrió la forma de abordar al tercer dragón.

– Espera aquí un momento -dijo, y corrió hacia la pista-. ¿Queréis que os eche una mano? -preguntó-. Nosotros también jugamos aquí de vez en cuando.

Se había dirigido al calvo, que de cerca parecía sorprendentemente joven. Tenía unos ojos alegres y pequeños. Quizá no tuviera más de veinte años.

– Bueno… -dijo encogiéndose de hombros.

Estuvieron un rato en silencio lanzando piedras sobre los cardos.

– Quería proponeros un encuentro Francia-Holanda. Mi novia también juega. Un campeonato de Europa… -añadió con una sonrisa.

La muchacha llevaba los tantos. Los hombres eran Francia. El hecho de que los franceses hubiesen practicado mucho más no se notaba; todos eran más o menos igual de malos y la mayoría de los puntos se resolvían pronto con un fallo ridículo de alguno de ellos. Pero, por caprichos del destino, Rex y Lienelce se pusieron 6-0 en el marcador. Después, la suerte se repartió, pero no obstante acabaron ganando el primer set por 15-10.

Cambiaron de lado y también empezaron con uno o dos puntos de ventaja. Lieneke tenía un control de la raqueta aceptable y, para alegría de Rex, no se tomó el partido a la ligera. Una vez que la chica vietnamita dio por bueno un golpe de los franceses que a ella le había parecido fuera, le hizo a Rex un rudimentario movimiento de natación con los brazos y, cuando consiguieron un tanto importante, le dirigió una mirada que él recordaba de antes de que ella hubiera nacido: era la misma mirada que intercambiaban sus compañeros del equipo de fútbol cuando las cosas les iban bien: «Muy bien, tíos. Vamos, seguid así.»

«Así es Lieneke», pensó Rex.

Desafiando los augurios desfavorables, los franceses se recuperaron. Empataron a doce, luego a trece y, después de un par de errores de Rex en los que había gritado «mía, mía» a unas que eran claramente de Lieneke, el segundo set se zanjó con un 15-13 para Francia. El tercer set sería el decisivo.

Esta vez el resultado fue muy igualado desde el principio. Apenas reían ni hacían comentarios, y la chica llevaba el tanteo con expresión desganada. Cuando llegaron a 8-7, a favor de Francia, cambiaron de campo. A pesar de que los errores eran cada vez más abundantes y ridículos, ninguno de los dos equipos dejaba que el otro se fuera en el marcador.

«El desenlace de este partido debe tener un significado -pensó Rex-. Si ganamos me casaré con ella.»

La osadía de aquella idea lo abrumó y perdió eí siguiente punto, porque estaba en las nubes imaginando el día en que les contaría a sus hijos cómo un simple partido de bádminton había decidido su existencia.

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