Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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Tuvo sentimientos encontrados mientras la miraba. No había nada de malo en el tai-chi, era una antigua herencia cultural que nacía de la filosofía taoísta de templar la dureza con suavidad, el principio del yin y el yang. Chen lo había practicado como una manera de mantenerse en forma, pero le turbaba el hecho de que Wang fuera la única mujer joven en el grupo, con su pelo negro recogido en un pañuelo de algodón azul.

– Hola -saludó Chen-.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Wang, que llevaba unos zapatos blancos informales, caminando hacia él-.

– Por un instante me pareció que venías hacia mí salida de un poema de la dinastía Tang.

– Ya estás de nuevo con tus citas y tus interpretaciones. ¿ He quedado con un crítico de poesía o con un agente de policía?

– Bueno, no somos nosotros los que hacemos interpretaciones -dijo Chen-. Las interpretaciones nos hacen a nosotros, ya sea crítico o "poli".

– Veamos -dijo ella y sonrió-. Es como la práctica del tuishou, ¿no? No somos nosotros quienes empujamos el tuishou, sino la práctica la que nos empuja a nosotros.

– Veo que no eres ajena a la deconstrucción.

– Y tú, un experto en soltar necedades poéticamente deconstructivas.

Era una más de las razones por las que su compañía era siempre tan grata. Wang no era una mujer especialmente culta, pero había leído sobre temas muy diversos, incluso los más recientes.

– Pues yo era bastante bueno haciendo tai-chi, y tuishou también.

– ¿En serio?

– Hace años. Puede que haya olvidado algunas técnicas, pero podemos probar si quieres.

El tuishou, o ejercicio de lucha que consiste en desequilibrar al contrario, era una forma especial de tai-chi. Dos personas se sitúan frente a frente, uniendo las palmas de las manos, y empujan o son empujadas en un lento y espontáneo flujo de armonía rítmica. Había varias parejas practicándolo cerca del grupo de tai-chi.

– Es fácil. Debes mantener los brazos siempre en contacto -dijo Wang y le cogió las manos con gesto pedante-, y procurar que el empuje no sea ni demasiado fuerte, ni demasiado suave. Debes hacerlo de forma armónica, natural y espontánea. En el tuishou lo importante es que la fuerza que se aproxima se desvanezca antes de asestar un golpe.

Wang era buena profesora, pero no tardó demasiado en descubrir que Chen era el más experimentado de los dos. Él podría haber hecho que perdiese el equilibrio en los primeros movimientos, pero descubrió que la experiencia de tocarse las palmas mientras los cuerpos se movían al unísono en un esfuerzo sin esfuerzo, era demasiado íntima para ponerle fin. Y en realidad lo era: el rostro y los brazos de Wang, su cuerpo, sus gestos, sentirla moverse y ser movida, con sus ojos brillando en los de

Chen… Él no quería empujarla demasiado, pero Wang empezaba a impacientarse y ponía cada vez más fuerza en su empeño. Chen hizo rotar el antebrazo izquierdo para contrarrestar su ataque a la vez que desplazaba el cuerpo ligeramente hacia un lado. Con una sutil técnica que neutralizó la fuerza de su adversaria, ahuecó el pecho, apoyando el peso en la pierna derecha y presionándole el brazo izquierdo hacia abajo. Wang se inclinó demasiado hacia delante. Él aprovechó la oportunidad para empujarla hacia atrás. Wang perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante. Él abrió los brazos para recibirla y ella se sonrojó intensamente mientras procuraba soltarse.

Desde su primer encuentro, él se había resistido a la tentación de volver a estrecharla en sus brazos, y esta vez no por accidente. Al principio, no estaba seguro de qué pensaría Wang de él. Tal vez sufría de un ligero complejo de inferioridad. ¿Por qué motivo habría de pensar que a una joven reportera casi diez años más joven, con un prometedor futuro por delante, le interesaría un policía de bajo rango como él? Después supo que había estado casada, un detalle que había evitado contarle, dado que sólo se trataba de un matrimonio virtual. Dos o tres meses antes de su primer encuentro, a su novio Yang Kejia le habían aprobado el programa de estudios y estaba a punto de marcharse a Japón. El padre del novio, moribundo en un hospital, pronunció su último deseo a los dos jóvenes: que fueran al Ayuntamiento y volvieran con el certificado de matrimonio, aunque la boda se aplazara hasta después del regreso de Yang de Japón. Para el viejo era una cuestión de moral confuciana dejar este mundo con la satisfacción de ver a su único hijo casado. Wang no quiso negarse a ese deseo, y dijo que sí. Al cabo de unas semanas, su suegro murió y su marido, una vez en Japón, se negó a volver a China. Aquello fue un golpe terrible para ella. Como esposa, se suponía que estaba al tanto de cada movimiento de Yang, pero la verdad era que lo ignoraba todo sobre su paradero. Chen suponía que el desaparecido no le habría contado nada en sus llamadas de larga distancia, ya que podían ser pinchadas. Sin embargo, algunos agentes de Seguridad Interior no pensaron así, e interrogaron a Wang en varias ocasiones.

Según una de sus compañeras, después de haberla abandonado en una situación como ésa, Yang se merecía que Wang le pidiera el divorcio, pero Chen no había tocado el tema con ella. No había prisa. Él sabía que Wang le atraía, pero todavía no se decidía. Entretanto, se alegraba de compartir algún rato con ella cuando encontraba el tiempo.

– Sabes empujar -dijo Wang, que aún apoyaba la mano en la de él-.

– No, a ti nunca te empujaré. Es el flujo natural. Pero pensándolo bien -dijo mirando su rostro sonrojado-, me dan ganas de empujarte un poco. ¿Qué te parecería un café en La Ribera?

– ¿Justo delante del edificio del Wenhui?

¿Qué hay de malo en eso?

Chen vio que vacilaba. Existía la posibilidad de que, al pasar por el Bund, sus colegas la vieran con él. Había oído alguno de los chismes que corrían sobre ellos en el departamento-. Venga, si estamos en los años noventa…

– Para ir ahí no hace falta empujarme -confesó ella-.

En La Ribera había varias mesas y sillas distribuidas en una amplia plataforma de cedro suspendida sobre el río. Subieron por una escalera de caracol de hierro forjado y plateado, y escogieron una mesa blanca de plástico bajo una sombrilla grande con una magnífica vista del río y de los pintorescos barcos que iban y venían lentamente cerca de la orilla oriental. Una camarera les sirvió café, zumo y un cuenco de vidrio con un surtido de frutas.

El café y el zumo estaban recién hechos. Wang se llevó la botella a los labios, se soltó el pañuelo que le recogía el pelo con un gesto relajado y apoyó un pie sobre el extremo del asiento de la silla. Chen no podía dejar de pensar en el cambio de su rostro bajo la luz del sol. Cada vez que se encontraban, tenía la sensación de que percibía algo diferente en ella. Por un instante, parecía una intelectual, mordiendo la punta de una pluma, madura y pensativa, cargando sobre los hombros el peso de las noticias de un mundo en rápido movimiento, y después, se convertía en una jovencita con sandalias de madera que trotaba por el pasillo. Pero esa mañana de mayo parecía una típica muchacha de Shanghai, amable, relajada y a gusto en compañía del hombre que apreciaba.

Wang llevaba sobre el pecho un amuleto de jade de color verde claro que colgaba de un cordón rojo. Como la mayoría de chicas de Shanghai, ella también llevaba aquellos pequeños amuletos. Empezó a mascar un chicle con la cabeza echada hacia atrás e hizo un globo que brilló bajo el sol.

Él no sentía la necesidad de hablar en ese momento. Su aliento, a sólo unos centímetros de su cara, tenía el aroma fresco del chicle de menta. Chen pensó en cogerle la mano por encima de la mesa, pero se puso a tamborilear sobre la servilleta frente a ella. Tuvo la sensación de que sobrevolaba el Bund.

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