Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– No tienes que decir nada.

– No puedes imaginar mi agradecimiento por todo lo que has hecho por mí.

– Tampoco digas eso.

– Sabes, la carta que escribí… No quería…

– Lo sé, pero quería hacerlo.

– ¿Y bien?

Ling lo miró y sus ojos perdieron el tinte de la timidez y se volvieron brumosos.

– Pues, estamos aquí. Así que, ¿por qué no? Me voy mañana por la mañana. No tiene sentido que nos reprimamos.

Una frase casi olvidada de Sigmund Freud, otra influencia occidental de su época universitaria, y quizá también la de ella. Chen vio que Ling se humedecía los labios con la lengua. Luego bajó la mirada hasta sus pies, y vio sus dedos arqueados y elegantes, perfectamente formados.

– Tienes razón.

Se giró para apagar la luz, pero ella lo detuvo con un gesto. Se levantó, se desató el cinturón de la bata y la dejó caer al suelo. Bajo la luz de la lamparilla, su cuerpo despedía un brillo de porcelana. Tenía unos pechos pequeños, y los pezones estaban erectos. Al instante, estaban tendidos en la cama, deseosos de borrar el tiempo que habían pasado separados, los largos años perdidos. No sólo él demostraba prisa, ella también. Los dos actuaban impulsados por una especie de desesperación que se iba apoderando de ellos. La única manera de acudir en socorro del pasado era ser fieles a sí mismos en el presente. Con un gemido de placer, ella le rodeó el cuello con ambos brazos y la espalda con las piernas. Se desplazó hasta quedar debajo de él y luego se arqueó hacia arriba, deslizándole por la espalda unos dedos largos y fuertes. Aquel apasionamiento lo excitó. Al cabo de un rato, Ling cambió de posición y se colocó encima. Dejó caer su largo pelo sobre la cara de Chen como una cascada y eso le provocó sensaciones que nunca había experimentado. Él se perdió en su cabellera. Ella se estremeció con el orgasmo de Chen, respirando aceleradamente el aliento entrecortado contra su cara, hasta que, de pronto, su cuerpo se volvió suave, húmedo, insustancial como las nubes después de la lluvia. Se quedaron tendidos en silencio, abrazados, sintiéndose muy por encima y más allá de la ciudad de Shanghai. Quizá debido a la altura del hotel, Chen inesperadamente creyó ver las nubes blancas entrar por la ventana, hasta encontrar el cuerpo de Ling cubierto de sudor bajo la luz tenue de la luna.

– Nos estamos convirtiendo en nubes y lluvia -recordó la antigua metáfora-.

Ella asintió con un gemido ronco, con la cabeza apoyada en su pecho, mirándolo, con su pelo negro derramándose sobre él. Los pies se rozaron. Chen le tocó suavemente el dedo gordo arqueado y sintió un granito de arena entre sus dedos. Arena de la ciudad de Shanghai, no del conjunto del Mar del Sur en la Ciudad Prohibida.

El ruido de unos pasos en el pasillo rompió aquel momento de intimidad. Chen oyó a un empleado del hotel que buscaba entre un manojo de llaves. Una llave que giraba, una vez, sólo una, en la puerta de enfrente. La tensión agudizaba aún más sus sensaciones. Ella volvió a acurrucarse contra él. Había algo en los rasgos de Ling, claros y serenos, que él nunca había visto. El cielo nocturno del otoño en Beijing, en cuya inmensidad el Pastor y la Tejedora se miran y, entre los dos, un puente de urracas negras que cruza la Vía Láctea. Volvieron a abrazarse.

– Ha valido la pena esperar -dijo ella después con voz suave para luego quedarse dormida a su lado mientras las estrellas susurraban en el exterior-.

Chen se levantó, cogió una libreta de la mesilla de noche y empezó a escribir. La luz de la lámpara caía como una cascada sobre el papel. El silencio a su alrededor parecía respirar con vida propia. Entre las imágenes que fluían con fuerza hacia su pluma, se giró para mirar el bello rostro de Ling en la almohada. La inocencia de sus claros rasgos, de la noche profundamente azul suspendida por encima de las luces de Shanghai, lo traspasó como una ola cargada de significado. Tenía la sensación de que los versos manaban hacia él desde un poder superior. Era una casualidad que estuviera ahí, con la pluma en la mano… Se quedó dormido sin darse cuenta.

El timbre del teléfono en la mesilla de noche lo despertó de golpe. Cuando, pestañeando, se arrancó a sí mismo del sueño, se percató de que Ling ya no estaba a su lado. Las almohadas blancas, todavía suaves, estaban arrugadas contra la cabecera como nubes en la primera luz del alba. El teléfono seguía sonando, agudo y estridente, a esas horas tempranas de la mañana como una premonición. Chen lo cogió.

– Inspector jefe Chen, todo ha terminado -era Yu, y parecía algo crispado, como si tampoco hubiera dormido-.

– ¿Qué quiere decir «todo ha terminado»?

– Todo. Se ha acabado el juicio. Wu Xiaoming ha sido condenado a muerte, culpable de todos los cargos, y lo ejecutaron anoche. Hace unas seis horas. Se acabó.

Chen miró el reloj. Unos minutos después de las seis.

– ¿Wu no ha intentado apelar?

– Es un caso especial. Las autoridades del Partido así lo han dispuesto. No tenía sentido hacerlo. Wu lo sabía perfectamente. Su abogado también. Un secreto a voces para todo el mundo. Con o sin apelación, nada habría cambiado.

– ¿Y lo ejecutaron anoche?

– Sí, unas horas después del juicio, pero no me pregunte por qué, camarada inspector jefe.

– ¿Y qué ha pasado con Guo Qiang?

– Ejecutado también, a la misma hora y en el mismo lugar.

– ¿Qué? -Chen se sentía abrumado por el impacto de la noticia-. Guo no era culpable de ningún asesinato.

– ¿Sabe cuál ha sido la acusación más grave contra Wu y Guo?

– ¿Cuál?

– Crimen y corrupción por la influencia burguesa de Occidente.

– ¿Puede ser un poco más concreto, Yu?

– Claro que sí, pero podrá leer toda la comidilla en los periódicos. Seguro que habrá titulares en letras rojas. Saldrá en el Wenhui. Ahora forma parte de una campaña nacional contra la CCB, o sea, «Corrupción y Crímenes Burgueses». El Comité Central del Partido ha lanzado una campaña política.

– ¡De modo que, al final, ha acabado siendo un caso político!

– Sí, el secretario del Partido Li tiene razón. Es un caso político, como dijo él desde el principio -Yu no se molestó en disimular la amargura en su voz-. Se dirá que hemos hecho un trabajo excelente.

Chen bajó. Volvió a ver a Ling en el vestíbulo del hotel. Varios miembros de la delegación de Estados Unidos se habían reunido en torno a la recepción y admiraban un pergamino de Suzhou de la Gran Muralla bordado en seda. Ling traducía. Al principio, no se fijó en él. Bajo la luz matutina, parecía pálida, con las ojeras muy marcadas. Chen no sabía en qué momento había salido de la habitación. Ling vestía una falda qi de color rosa, con cortes laterales que dejaban ver sus piernas bien torneadas. Llevaba un pequeño bolso de mimbre colgando del hombro y un maletín de bambú en la mano. Una oriental entre occidentales. Estaba a punto de marcharse con los invitados. Mientras la miraba, envuelta en un rayo de luz de la mañana, Chen se sintió lleno de gratitud. Ella seguía ocupada. En cuanto quedó libre, él preguntó:

– ¿Me llamarás cuando vuelvas a Beijing?

– Claro -y después de una pausa-…si te parece bien.

– ¿Cómo puedes preguntarme eso? Has hecho tanto por mí…

– No, no digas eso. No me he sentido obligada.

– Entonces nos veremos en Beijing en octubre, o quizá antes.

– ¿Recuerdas el poema que me recitaste esa tarde en el parque del Mar del Norte?

– ¿Aquella tarde? Sí.

– Eso significa que sólo son unos cuantos meses.

Se le acercó una mujer pequeña de la delegación de bibliotecarios. Sufría de una leve cojera.

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